VOLANDO CON MI ENEMIGA
El próximo lunes será fiesta y podré disfrutar de un fin de semana largo. ¡Va a ser fantástico!. Hace semanas que ansío la llegada de estos días de descanso.
Aquel miedo atroz que sentía en mi infancia frente a los períodos vacacionales, se ha terminado de disipar después de tanto tiempo. Ya no me amilana aquello que me tuvo acomplejado durante todo aquel periodo y que, tantas y tantas veces, me hizo sentir diferente de los demás.
Recuerdo que de niño, cada vez que salíamos al campo, mis padres siempre extremaban las precauciones. En todas las fotografías de aquel entonces, aparezco tapado hasta las orejas, vestido con colores poco llamativos y tonos grisáceos que me proporcionaban una apariencia melancólica y frágil. Me untaban hasta la saciedad de colonias repelentes de insectos, a mí no me gustaban porque olían a rayos; más bien, creo que servían para repeler a cualquier cosa que se acercase, inclusive a las personas.
En aquella época, una multitud de prohibiciones formaban parte de mi vida cotidiana: Nada de jugar entre la maleza, nada de levantar piedras, nada de merodear cerca de las charcas, nada de correr entre los campos en flor, nada de
, de nada. Demasiadas reglas para un niño que, en mi mente infantil, era incapaz de comprender los motivos por los cuales no me dejaban hacer lo mismo que al resto de mis amigos. Tampoco entendía el pánico que demostraban mis padres ante la posibilidad de que un simple bichejo alado apareciese por las inmediaciones. Así de complicadas pintaban las cosas en una niñez marcada por el terror a las picaduras de los himenópteros.
Por lo que ahora sé, todo comenzó siendo yo muy niño, tanto que ni siquiera lo recuerdo. En aquellos días, un insecto me picó y, de inmediato, me produjo una crisis anafiláctica que casi me lleva a la muerte.
Mis padres asustados acudieron de inmediato al hospital más cercano apreciando perplejos como mi pequeño e indefenso cuerpo, en tan sólo unos instantes, se había hinchado, proporcionándome un aspecto grotesco. Afortunadamente, el médico de urgencias que me atendió se había criado en el campo. Él conocía la forma de diferenciar entre la picadura de una abeja y la de una avispa. Les explicó a mis padres que el aguijón de la abeja posee unas escotaduras laterales a modo de garfios que permiten que éste, al clavarse, se ancle en el cuerpo de la víctima conservando todavía el saco del veneno junto con parte del aparato digestivo del insecto que se desgarra cuando, tras la picadura huye y, por este motivo, la abeja acaba falleciendo. Por el contrario, las avispas inyectan el veneno conservando su aguijón y son capaces de picar dos veces seguidas, aunque posiblemente, en la segunda vez no les quede veneno para introducir. No obstante, las avispas durante su ataque, para asegurarse que definitivamente hacen huir a su víctima, dispersan una feromona que incita al resto de los miembros de la colonia a atacar, es por ello que, si se está cerca de un avispero, la liberación de esta hormona por la avispa agresora podría provocar un ataque masivo de sus compañeras. Por lo que, inmediatamente, a continuación de una picadura de avispa, hay que alejarse del lugar para no correr riesgos innecesarios.
Gracias a los conocimientos entomológicos del doctor, desde un primer momento fue identificado con claridad el agente alérgeno, en mi caso era el veneno de las avispas. El hombre fue un poco bruto y carecía de tacto, pero fue bastante franco con mis padres. Si el hospital hubiese estado un poco más lejos o ellos hubiesen esperado más tiempo para trasladarme, con seguridad, yo no habría sobrevivido, ya que, la reacción alérgica de mi cuerpo se produjo con gran inmediatez a la picadura y, además, ésta fue desmesurada. Ese hecho indicaba inequívocamente una hipersensibilidad a los componentes del veneno, como podían ser la hialuronidasa o la fosfatasa.
¡Mis padres nunca habían oído ni visto nada parecido!.
Tras haber observado como mi cara se inflaba, con los párpados tan hinchados que casi no se me podía distinguir los ojos y los labios grotescamente gordos haciendo juego con mis manos; en cierto modo, comprendo el tremendo susto que se llevaron.
El médico prosiguió con su explicación, que más bien parecía una formación dirigida a padres inexpertos, diciéndoles que la próxima vez, si no tenían un kit de emergencia a mano y se aplicaba con rapidez el tratamiento de choque con adrenalina, la reacción inmunológica podía terminar con la vida de su hijito de forma fulminante, posiblemente en menos de una hora. Les hizo entender que aquel problema no tenía cura y que sólo podían estar preparados por si se volvía a producir. A partir de aquel momento, mi vida y la de ellos cambió radicalmente. Comenzó un calvario particular, haciéndome sentir alguien diferente, un bicho raro a la vista de los demás; un complejo que, con el transcurso de los años, dio paso a otros problemillas menos físicos y más mentales, pero
, éstas son otras historias que ahora no vienen a cuento.
Desde aquel traumático episodio, pasaron muchos años sin que hubiesen más incidentes con las picaduras. Fue tanto tiempo, que si no hubiera sido por el terror que sentía ante la simple visión de una avispa, casi habría olvidado el tema de mi alergia. De hecho, nunca ocurrió nada hasta el verano pasado en la piscina municipal. Era mediodía, estaba con una pandilla de amigos, jugábamos en el agua y decidí ir a tomar un rato el sol. Al tumbarme en la toalla que estaba estirada sobre el césped, sentí un terrible pinchazo en el cuello. Me incorporé sobresaltado, con el pánico reflejado en mi rostro y temiéndome lo peor. Al levantar la toalla descubrí, muy a mi pesar, al temible enemigo eludido durante tantos años; allí, entre la hierba, una avispa comenzaba a moverse torpemente y se recuperaba del aplastamiento del cual había sido objeto, enarbolando hacia arriba su intimidador abdomen con el aguijón apuntando directo hacia el cielo. Rápidamente vino a mi mente la advertencia realizada por el doctor años atrás:
»Huye del lugar donde te haya picado una avispa».
Mis amigos continuaban jugando en la piscina, así que, inmediatamente, sin pensármelo dos veces y sin decir nada de lo ocurrido, me marché velozmente al coche para aplicarme el tratamiento autoinyectable de adrenalina, con la débil esperanza que nadie tuviese la oportunidad de verme convertido en un monstruo de feria. Si no me hinchaba, siempre podría disimular diciendo que no me encontraba bien porque me había sentado mal la comida del chiringuito de la piscina o que me había pegado demasiado el sol en la cabeza. ¡Vete a saber!. Cualquier excusa sería creíble.
Comenzaba a notar los primeros síntomas. La zona alrededor de la picadura, despedía fuego y sentía como iba tomando rigidez mi cuello. Cuando llegué al coche, tomé el kit y, en ese preciso momento, vi la fecha de caducidad indicada con números grandes y claramente visibles.
¡Hacía más de dos años que había vencido!.
Sin dudarlo, arranqué el coche y puse rumbo al hospital más cercano. Ahora ya no me preocupaba por mi aspecto, francamente, temía por mi vida.
Mi decisión era la más acertada, no podía introducirme aquello en las venas sin conocer las consecuencias, son cosas con las que no se debe de jugar. Asustado, conducía con el pensamiento fijo en llegar al hospital.
Poco a poco, fui notando los síntomas de la siguiente fase: un repentino sofoco me estaba invadiendo, comencé a sentir que las palmas de las manos me sudaban y un picor generalizado me invadió a la vez que se inflaban los dedos y los párpados. Estos últimos, llegó un momento en el que no los podía mover, apenas si tenía visión por una rayita de luz entre ellos, una sensación de calor interno intentaba embriagarme queriéndome arrastrar a un mundo de seminconsciencia entre nubes de espesa bruma mental.
El desvanecimiento total era inminente, comencé a marearme y a perder un poco la cabeza, por lo que me vi obligado a dejar el coche apartado en la cuneta, era incapaz de seguir circulando. Me costaba respirar, las imágenes se deformaban y fluctuaban ante la visión limitada de mis ojos. Finalmente, sólo era capaz de distinguir puntos de luces e imágenes desenfocadas, sin ningún tipo de nitidez.
Caí profundamente en una placentera flojera y llegó la pérdida de contacto con la realidad.
Alguien me halló en pleno trance con delirios y me trasladó al hospital, por lo que parece, decía cosas ininteligibles e incoherentes. En urgencias me aplicaron un tratamiento a base de antihistamínicos y corticoesteroides rescatándome bruscamente del paraíso personal en el que estaba inmerso. Los medicamentos continuaron surtiendo efecto y, poco a poco, todo volvió a su normalidad. Tras la rápida y oportuna intervención médica, retorné de la nube de ensueño y placer en la que flotaba mentalmente, como consecuencia de la reacción de mi organismo.
Estuve todo un día hospitalizado y cuando vino el médico a darme el alta, me informó de la gravedad de la crisis. En principio, después de analizar los resultados de las pruebas, el dictamen era esperanzador. La tolerancia que presentaba mi organismo frente al veneno era bastante buena, es decir, que posiblemente no llegase a causarme la muerte, aunque desde luego, siempre tendría que evitar el encuentro con las avispas. En el caso de una picadura, sufriría los efectos colaterales de la reacción alérgica, que si bien no eran letales, sí que podían causar secuelas graves en mi cuerpo. No obstante, me advertía que una sobrexposición al veneno, con o sin tratamiento de adrenalina, siempre existiría una alta probabilidad de que fuese mortal. En cualquier caso, tras el aguijonazo de una avispa, debía aplicar inmediatamente las inyecciones, pero sólo una vez. No le quise comentar nada al doctor acerca de los efectos placenteros y alucinógenos que me ocasionó la crisis. En cierto modo, fue como consecuencia del sentimiento de culpabilidad que albergaba por haber estado «disfrutando», mientras otros, luchaban por salvarme la vida.
Por mi parte he de reconocer que fue un descuido imperdonable haber dejado caducar el kit. Hasta aquel momento, no me había visto en la necesidad de tenerlo que usar, siempre había estado cerca de mí y nunca sentí la curiosidad de comprobar la fecha del medicamento, ni siquiera sospechaba que éste fuese perecedero.
El tiempo pasó y, desde aquel día, una obsesiva idea me rondaba por la cabeza persiguiéndome sin darme respiro. Realmente, durante aquel episodio no tuve miedo a morir, sólo sentí placer. Aquella ola de calor que me invadió, me transportó entre algodones a un mundo de gratas alucinaciones psicodélicas, envuelto en sensaciones que me hacían flotar, permaneciendo ajeno a lo que me rodeaba, olvidándome de todo lo terrenal, abriéndome las puertas a un universo de paz interior. ¡Fue maravilloso mientras duró!.
Aquel recuerdo se repetía continuamente convirtiéndose en un pensamiento obsesivo, constante y tenaz, al igual que el disco rayado que no deja de girar volviendo la aguja a recorrer, una y otra vez, el mismo surco reproduciendo continua y machaconamente sus notas. Esta persistente idea que iba barrenando, más y más, mi mente hasta que al final acabó minando mi voluntad.
Un día, totalmente decidido y armado de valor, fui a los alrededores de un abrevadero en busca de avispas. Iba provisto de guantes y de una jaula para pájaros, la cual, había forrado previamente con tela mosquitera y, bien a mano, llevaba el kit de emergencia, evidentemente sin caducar, listo para su aplicación inmediata si las cosas se complicaban.
Busqué durante bastante tiempo bajo un sol castigador y, cuando estaba perdiendo las esperanzas, lo encontré. El avispero se hallaba medio oculto, agarrado por su tallo a unas piedras. No era muy grande, poseía una forma similar a un trozo de la torta de un girasol despojado de sus pipas; había unos ocho o diez individuos y casi veinte celdas, para lo que lo quería, era suficiente. Con cuidado, corté el tallo del nido por su anclaje y lo metí en la jaula.
Feliz por el hallazgo y el éxito de la operación, regresé al hogar. Coloqué la jaula en la terraza superior de mi casa, dejé la puertecilla abierta para que los insectos pudiesen hacer su vida normal. Deposité cerca un plato con agua ligeramente azucarada, eso las retendría en las inmediaciones y contribuiría a que no cambiasen su colonia de emplazamiento.
Unos días después, probé una picadura. ¡Fue sublime!. ¡Inimaginable!. ¡Indescriptible!.
Desde entonces, se convirtió, en secreto, en mi mejor forma de ocio y disfrute, bueno
, más bien, la única diría yo. Es una fuente inagotable de suministro de placer y se encuentra en la Naturaleza, sólo debo tomarla, no me cuesta ni un céntimo y, además
, je, je, es legal, je, je. ¡Nadie me puede detener por meterme chutes de avispa!. ¡Je, je!. Pero
, todo tiene su inconveniente, únicamente puedo disfrutar de este «pequeño vicio privado» durante los fines de semana, ya que necesito un día entero para recuperarme de las desagradables e inevitables secuelas físicas. Si al día siguiente tengo que salir para ir al trabajo, no puedo hacerlo con un aspecto monstruoso y hecho un adefesio.
Llegó el momento anhelado del fin de semana. Por la mañana temprano me libré de las obligaciones hogareñas: realicé la compra para toda la semana, preparé comida para comer y cenar, subí a la terraza y recogí la colada seca.
Antes de bajar, liado en una sábana que tomé del tendedero, apenas dejando asomar mis ojos, no pude por menos que acercarme a una distancia prudencial de la jaula y echar un vistazo a mis amigas; éstas estaban muy atareadas en sus quehaceres rutinarios.
¡El ansia me impacientaba!.
Bajé a casa dejando la cesta con la colada para plancharla más tarde o, quizás mañana, ahora era el momento para el ocio. Cerré todas las ventanas para que accidentalmente no se colase ninguna avispa más, je, sería una sorpresa desagradable recibir una visita inesperada de este tipo en pleno trance. ¡Je, je!. ¡Menudo colocón!. Desconecté el teléfono para que su incordiante sonido no me molestase en mitad del viaje aunque, a decir verdad, poseía pocas esperanzas que alguien me llamase un sábado por la tarde, interesándose por mí.
Para dar comienzo a mi fiesta particular, necesito prepararme el pico. Este proceso casi se ha convertido en todo un ritual. A tal propósito, subo de nuevo a la terraza protegido con ropa, guantes y el bote de insecticida. Pulverizo el veneno suavemente sobre la jaula, éste desciende lentamente, despacio, formando una incolora y pesada nube que envuelve a los insectos en su manto tóxico. Al principio, al notar el ambiente enrarecido, las avispas se ponen rabiosas y muy inquietas, pero al estar la jaula al aire libre el producto no llega a matarlas, tan sólo las atonta quedando algo desorientadas; entonces, es cuando tomo una de ellas con unas pinzas y me la llevo encerrada en un frasco.
Ya en el salón, dejo la adrenalina a mano. Tumbado en el sofá, me remando poniendo mis antebrazos al descubierto y, antes del aguijonazo, próximo a mí, deposito una tira de goma elástica larga y gruesa, sólo necesaria en el hipotético caso que la avispa tuviese demasiado veneno acumulado. En dicho supuesto, no puedo eliminar el exceso de veneno, porque ya está dentro y no hay forma de extraerlo. Sin embargo, puedo realizar un torniquete en el brazo para regular la entrada y hacer que circule lo más lentamente posible para ayudar a que el organismo lo asimile. Es necesario, evitar a toda costa, la conmoción y la brusca reacción que una sobredosis desencadenaría porque podría arrastrarme inevitablemente hasta el colapso.
Bueno
, ya se sabe, esto no es una ciencia exacta donde puedes regular las dosis, al igual que harías si te inyectases con una jeringuilla. La cantidad siempre depende del ejemplar en concreto, aunque en más de una ocasión, he pensado en «ordeñar» a los insectos de la misma forma que se hace con las serpientes para sacarles su veneno, pero la cantidad que extraería de cada una de ellas sería, posiblemente, tan pequeña e inmanejable que he desistido de intentarlo.
A veces me paro a pensar y no alcanzo a entender cómo algo tan ínfimo, mucho menos que una gota, puede llegar a producirme efectos tan aparatosos. ¡En qué frágil equilibrio se basa la vida!
.¡Basta de filosofar!.
Abro el bote y realizando malabares para mantener la tapa medio tapando la embocadura, meto unas pinzas de depilar y tomo con cuidado a la avispa por el tórax. No para de mover su abdomen incesantemente hacia delante y atrás en búsqueda de algo donde clavar su emponzoñado aguijón.
La acerqué a mi antebrazo depositándola suavemente, pero sin soltarla. De inmediato clava su aguijón con fuerza. Un pinchazo doloroso me recorre el brazo como un latigazo eléctrico. ¡Ya está hecho!.
La retiro y, mientras la llevo en el aire para introducirla de nuevo en el bote, ella continua, llevada por su instinto, moviendo convulsivamente su cuerpo en un intento insistente por picar, una vez más, a su víctima. Pongo al insecto a buen recaudo, me quito los zapatos y desabrocho el pantalón, necesito comodidad.
Lío la goma alrededor del brazo y tumbado a lo largo en el sofá, espero a que se inicie todo el proceso.
¡Ya comienza!. ¡Lo siento venir!.
Me noto la boca pastosa, un picor generalizado se extiende desde las palmas de las manos y los pies al resto del cuerpo, es como una urticaria, pero me produce mayor desasosiego, el rascarme no me alivia la desesperante sensación de picazón.
El calorcillo meloso llega acompañado de su toque de especial embriaguez que me transporta a ese mundo de sensaciones placenteras que tanto ansiaba y anhelaba. Me voy sintiendo flotar entre sueños de colores, los miembros se hinchan y, poco a poco, los noto más acorchados y con menor movilidad.
Las imágenes se distorsionan frente a mí, el corazón se acelera un poco y los párpados se están volviendo pesados, me da pereza intentar mantenerlos abiertos, es tiempo de disfrutar volando entre mis pensamientos.
Hecho una mirada final para asegurarme que todo está bien antes de cerrar los ojos definitivamente y abandonarme. Al pasar mi vista por la colada, me ha parecido ver de reojo, un punto moviéndose encima de las sábanas. Asustado, vuelvo atrás mis pupilas intentando encontrar algo entre los pliegues.
¡No hay nada!. ¡Qué alivio!.
Sólo ha sido una alucinación fruto de mi imaginación.
Quiero moverme para buscar una posición más cómoda, no puedo, el placer y la flojera me envuelven, ya no siento los picores y el apelmazamiento de los miembros es generalizado.
¡Qué bien me encuentro!. ¡Vuelo!. ¡Vuelo!. ¡Vuelo sin cesar!.
Me dejo llevar por mi mente pasando ágilmente de un pensamiento a otro como navegando en un mundo de ideas e ilusiones. Aquí puedo disfrutar de lo que quiera sin preocuparme de nada, ni de nadie. Mi cerebro es el centro generador de todas
las sensaciones, mi cuerpo permanece ajeno a lo que siento en mi interior, no forma parte de mí, es tan extraño como el sofá en el que me encuentro tumbado.
De repente, una nueva e intensa ola de calor me llega con fuerza desde
, no sé que parte de mi cuerpo. La respiración se me agita, se hace más dificultosa y el corazón late con desesperación. La sensación de calor comienza a ser agobiante, creo que esto no es bueno, no me gusta lo que está ocurriendo, debo parar aquello, no sé de donde llega, no proviene del brazo, pero no sé realmente de dónde surge, todo mi cuerpo está insensibilizado. Estoy inquietándome. ¡No me gusta el rumbo que el chute!. ¡Mal rollo!. ¡No sé qué hacer!.
Intento alcanzar el kit, no puedo localizarlo porque ni tan siquiera consigo abrir los párpados. Muevo el brazo para encontrarlo a tientas, pero no tengo tacto, lo he intentado, he dado la orden a mi brazo para que se moviese, pero no puedo asegurar que lo haya hecho. ¡Mal rollo!. ¡Qué viaje tan malo me está dado este picotazo!.
Una picazón tremenda se hace presente, es desesperante, no puedo rascarme.
Un sabor metálico me inunda la boca. Me falta el aire, algo me presiona como una losa el pecho, no puedo respirar. El sabor desagradable se desliza lentamente hasta invadir mi garganta produciéndome nauseas, mi estómago parece querer contribuir a la escena y unos espasmos abdominales hacen que, finalmente, termine vomitando o, al menos, eso creo yo.
Siento más peso aún en el pecho, ya no me llega suficiente aire a los pulmones.
¡Me falta el aire!.
Intento respirar profundamente y con más fuerza, pero una tos nerviosa me lo impide. Mi cuerpo tiembla y genera sacudidas en forma de calambres que lo recorren a todo lo largo. Tengo la sensación de que me he orinado encima. No me preocupa, me agobia el calor que siento. ¡Me ahogo!.
No puedo luchar, mi voluntad no sirve de nada, mi cuerpo no responde. La sensación de un posible desvanecimiento se hace más y más evidente.
¡No consigo hacerme con la situación!.
Continúo hundiéndome en un agujero profundo, caigo y caigo. De las paredes emergen manos que quieren ayudarme, agarrándome y frenándome en el vertiginoso descenso, voy tan deprisa que no me da tiempo a sujetarme a ellas.
¡Mal rollo!. ¡Mal rollo!. ¡Caigo sin freno!. ¡Las manos no consiguen agarrarme!. ¡No dejo de caer!.
Creo que para mí todo va a terminar en el momento en que llegue al fondo del agujero. Mis pensamientos me van abandonando, he dejado de respirar, todo es oscuridad y silencio.
Nunca antes había pensado en la muerte, pero llegado este momento, la prefiero recibir de este modo sin sufrimiento, sin dolor. He comprendido demasiado tarde que si se camina sobre el borde del abismo, tarde o temprano un resbalón te puede hacer caer.
¡La mejor forma de volar es teniendo alas!.
¡Qué tontería!. Mis últimos segundos, mi último aliento, no está siendo ni para mí, ni para analizar mi vida, ni mis recuerdos, ni mi familia, ni mis amigos; sólo estoy teniendo un pensamiento para ese diminuto y rayado ser que ha sido mi obsesión, mi perdición, por supuesto, hablo de mi temida enemiga, mi amiga, la avisp…
Autor : Rafael López Rivera