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Una cigarra destino Atlanta
Lopez, Ruben

UNA CIGARRERA DESTINO ATLANTA

Iluminada Escallón recibió una carta. Desde Atlanta una prima suya le contaba de un gringo que vivía solitario en un apartamento de esa ciudad, valoraba a las paisanas de la mujer supuestamente por hogareñas y hacendosas y estaba dispuesto a conocerla a través de fotografías y correspondencia.

Ahora estando viuda, con muchos hijos y una edad que empezaba a rayar en sombríos colores, ¿tener un marido gringo y vivir en el país más rico del mundo? «Pero si mi prima que no es ninguna reina de belleza lo logró, ¿por qué no yo?». ¿Cómo rescatar de entre las tinieblas de la lejanía la imagen de semejante suceso?

«Aceptando escribirme con él».

Los gallinazos se posaron sobre el techo de zinc de su vivienda con paredes de ladrillo y abrieron sus alas para recibir orondos el calor del sol. Iluminada imaginó como podría ser la figura del gringo: alto, mono, de ojos azules… Con un ánimo inusual quiso borrar el cansancio de la vida arrebolándose ante un espejo. Polvo para disimular arrugas y tapar manchas, lápiz labial con el que pintaba de carmín la amargura -«otro maldito día en que tengo que trabajar»- y rubor en las mejillas.
«Hace falta la plata, Cristo».

Sus ojos negros y brillantes, que expresaban bondad y resignación, vieron por la ventana de su habitación a un gallinazo aleteando en el aire, para luego alejarse y perderse en la distancia. «Tengo tres hijos menores por los cuales responder… y sin marido». Lo recordó. Y recordó su asesinato, sumado a la insondable soledad que se vivía en la urbe y a la crueldad silenciosa de la vida cotidiana.

En el techo de zinc los gallinazos velaban por los desperdicios de un matadero que lindaba con su casa y lanzaba un olor pestilente. «Menos mal que los dos muchachos más grandes me ayudan, trabajando en lo que resulte».

Luego de sacarles niguas y piojos a los menores, se terció el bolso, cogió un cartón de cigarrillos de encima del escaparate, sacó las llaves de un nochero y se despidió de sus hijos.

«Plata, Cristico».

Salió de su casa. Las aves carroñeras agitaron sus alas y al instante quedaron en cruz. «Y saber que tengo que salir a trabajar a la calle, quiera o no quiera». Mientras se alejaba por el arrabal hacia el paradero del bus, los gallinazos la vigilaban silenciosos. El viento rozaba su pelo indio corto y acariciaba su rostro almendrado de piel cobriza.
«¡Plata!»

Llegó a su lugar habitual de trabajo, un parque congestionado en el corazón de la ciudad. Entró a la iglesia, se arrodilló en el piso y además de que le fuera bien en la venta del día, tenía otro motivo para rezarle un Padrenuestro a la virgen María. Y esta vez no fue un solo Padrenuestro.
Al salir de la iglesia desfiló ante sus ojos gentes de los más variados pelajes. En el atrio personas a la espera de alguien.

Las palomas se asentaron en el campanario. Los loteros mercadeaban con las ilusiones. Los lustrabotas recorrían con su vista el horizonte de los zapatos. Iluminada oyó el tañido de las campanas anunciando la misa, que hizo volar en estampida a las palomas. Los chaceros ofrecían pasivamente los confites y los cigarrillos. Al poco rato la bandada de palomas revoló sobre la plaza y retornó al campanario.

Iluminada se sentía inhibida y esto le impedía ofrecer los cigarrillos menudeados. Un hombre alto, buen mozo y elegante le compró el primer cigarrillo del día. «¿Será como éste?, pero creo que también mono, fornido, de ojos azules». Sus sueños diurnos no se vieron interrumpidos por los vendedores que anunciaban a gritos sus baratijas.
Caminó con lentitud a la espera de nuevos clientes.

Por momentos se detenía. Enfiló su mirada sobre un hombre rubio y apuesto en la portada policromática de una revista exhibida en un kiosco. Las palomas revolotearon desde el campanario de la iglesia en pos del maíz que un hombre generoso les regó en el suelo.

Ella escuchó el currucuteo.

Pensó en escribirle a su prima y aceptar la propuesta del gringo. Pero ¿cómo hacerlo? ¡Su vecina! Sí, su vecina podría ayudarle pues al fin y al cabo en varias ocasiones a ésta le había prestado una libra de panela, le había cuidado su niño y hasta le facilitó un vestido que guardaba desde su juventud para que lo luciera en el matrimonio de su propia madre.
Así que esa misma noche se fue a la casa de su vecina.

Los gallinazos dormían en el techo de zinc y más allá brillaba la luna con sus sombras y su deslumbrante blancura. Desde aquella ocasión la vecina no sólo le ayudaba a escribir las respuestas al gringo y las cartas a la prima de Iluminada para contarle sobre ella y cómo iba su noviazgo con quien había renovado sus ilusiones.

La moldeó en vestirse bien, a maquillarse mejor, a que ¡por el amor de Dios! arreglara ese caminado.Todas las mañanas Iluminada cogía el cartón de cigarrillos de encima del escaparate, sacaba las llaves del nochero, se terciaba el bolso, se despedía de sus hijos y se iba camino hacia el parque.

Antes de comenzar su trabajo, como siempre entraba a la iglesia. «Alto, mono, fornido, bello, de ojos azules… y con plata. ¿Qué más le puedo pedir a la vida?»

Si bien desde la primera carta le había enviado una fotografía que conservaba desde años antes, donde aparecía mucho más joven y agraciada, del gringo le llegaban cartas semanales que le daban calidez a otro mundo. Pero no sus fotos.

-¿Será que es un hombre horrible de feo? -le dijo a su vecina.
-No bobita, deje de ser pesimista. Tenga paciencia y espere -le replicó regañonamente la vecina-. O mándele a pedir una foto.

Así lo hizo. Pero antes de que el gringo se la enviara, éste le pidió nuevas fotografías. Iluminada se las enviaba, tomadas luego de horas en que la vecina le pegaba pestañas postizas, le delineaba las cejas, le pintaba los labios, le dibujaba lunares junto a la boca, le ponía un color encarnado en la cara hasta engrosarle una capa de varios centímetros de espesor; extraía de un viejo baúl una peluca, la sacudía, le hacía bucles y se la ponía. Fotografías en cuyo revés había corazones atravesados por una flecha, más los nombres de la pareja: Jimmy y Iluminada. Y aprovechó esa nueva demanda del gringo para pedirle sus fotos.

Luego de varios meses de correspondencia llegó el día señalado. Se aprestó a salir de la casa en compañía de sus cinco muchachos. Los ojos azules extraviados de la fotografía de un portarretratos puesto sobre el nochero la contemplaban fijamente y la siguieron hasta la puerta. Antes de salir ella le echó un último vistazo. Frente al portarretratos un jarrón de flores y una veladora.

Se fueron a recibirlo en el aeropuerto mientras los gallinazos se espulgaban en el techo de zinc y secaban sus alas. El santo y seña era una camisa guayabera blanca, señal que ella se ocupó de transmitirle a sus hijos.

Del avión procedente de Atlanta vio bajar por la escalinata varios hombres altos, monos, de ojos azules, apuestos, fornidos, platudos y con cámaras fotográficas que les colgaban del cuello y contrastaban con sus camisas guayaberas de un blanco reluciente. «¿Cómo le pregunto a cada uno -se interrogó Iluminada- si no tengo la menor idea del inglés? ¿O será que le pregunto a uno por uno si es Jimmy?». Sí, esa era la salida.
Mas no fue necesario.

Jimmy Kramer se le acercó sorpresivamente y le dijo:
-Hola, Iluminada.
Su llegada coincidía con la de un personaje y por ese motivo cientos de bombas de colores cubrieron el cielo y millares de palomas blancas volaron sobre la pista del aeropuerto hasta perderse en el firmamento.
Iluminada Escallón ya no estaba frente al hombre de papel. Antes sus ojos el gringo de carne y hueso: alto, ojiazuloso, muy viejo, canoso, rojo como la cresta de un gallo de pelea, cojo y no se le veía mucha vitalidad. Su hijo mayor le recibió la maleta, que llevaba en su interior vestidos para ella, incluido el traje de novia.

A los tres días las campanadas de la iglesia del parque, en la que ella le rezaba los Padrenuestros a la virgen María, levantaron una bandada de palomas que volaron sobre los tejados. Una semana después volaron a Atlanta, donde vivirían con los hijos de ella.

RUBEN DARIO LOPEZ