UN TAL GORDO MIRUS
Manejando a la máxima velocidad, el gordo Mirus
se había convertido en el terror de los pequeños.
Su falta de amor por los niños se le recrudeció
una mañana del Día del Niño,
cuando en el taller de mecánica de su padre
le cambiaba la llanta al bus que llevaba unos escolares
de paseo y, de repente, uno de los niños vomitó
por la ventanilla situada precisamente encima de la
llanta averiada; y al verse untado de merienda el
gordo Mirus también se dio a vomitar.
Si bien de milagro no murió ninguno de los
tres niños que en distintas circunstancias
terminaron bajo las ruedas de su automotor, tendrían
que soportar secuelas de por vida.
-¡El niño se atravesó!
-era la disculpa que el gordo Mirus les esgrimía
a las autoridades, con el apoyo del viejo Cirilo,
su padre.
Con sus manazas de uñas negras sobre el volante,
vistiendo un overol caqui engrasado, el dulceabrigo
rojo amarrado al cuello y una gorra azul, manejaba
a toda velocidad el campero verde, descarpado y destartalado
como su padre. Y a su lado el viejo Cirilo, siempre
a su lado.
Ese padre que cuando Mirus era vivido por su infancia
(desde entonces le ayudaba en el taller de mecánica)
lo llevaba sentado sobre sus piernas a dar paseos
en el campero y le enseñaba a manipular el
volante, mientras el niño hacía los
cambios, frenaba o aceleraba. Pero sobretodo aceleraba.
-Mira, hijo -le dijo en una ocasión en que
conducían por la Calle del Madroño-.
El mundo cambia velozmente y cada día se vuelve
más complejo.
-¿Qué es complejo? -preguntó
el niño.
-Quiero decir… mmmh… complicado, esa es la palabra-.
Una mariposa de alas azules aleteó contra el
parabrisas y el Cirilo aprovechó para decirle:
-¿Viste la mariposa? (el niño dijo «sí»
con la cabeza). La mariposa es el símbolo del
cambio, de la transformación. En un comienzo
ella es como un gusanillo, pasa de oruga a crisálida
y de crisálida se convierte en mariposa al
salir de su capullo.
El niño, concentrado en el volante, apenas
sí escuchaba. El Cirilo prosiguió:
-En la vida necesitamos de cambios rápidos.
¡Así! -y aceleró el campero verde.
El pequeño, feliz, hacía rumbidos con
la boca imitando el ruido del carro.
Desde antes de ser mayor de edad, el gordo Mirus manejaba
con autonomía. Si por exceso de velocidad,
o por subirse a los andenes y arrastrar con las canecas
de la basura, o luego de llevarse por delante un puesto
de frutas en la plaza de mercado, era detenido por
el tráfico de policía que le pedía
el pase, bastaba con ofrecerle un servicio gratuito
en el taller de mecánica de su padre a cambio
de que no lo informara.
Más de una vez por día salía
del taller con su overol caqui, en compañía
del viejo Cirilo, para prestar servicios en desvare
de carros. Nunca se le veía transitando a pie.
Ya desvencijado por el paso implacable y arrasador
de los años, los reflejos del Cirilo no le
permitían conducir con suficiente habilidad.
El gordo Mirus transitaba a mil por las calles en
que vivían las muchachas amadas por él
sin que ellas lo supieran.
Si el calor derretía se enjugaba con el dulceabrigo
rojo su cara perlada de sudor y con la otra mano seguía
manejando.
Conducir le traía recuerdos de la niñez:
al acercarse la Navidad le preguntaban qué
le estaba pidiendo al Niño Dios y su respuesta
siempre era la misma: «Un carro». Cuando
le interrogaban qué le gustaría ser
cuando fuera grande, contestaba:
«Chofer de un bus de escalera». «Pero
un bus de escalera anda muy despacio», le decía
el papá. «Entonces de una escalera, no.
Mejor quiero ser chofer de un carro que ande a toda
velocidad», decía el pequeño. «Así
se habla, mijo», le decía el Cirilo. Otro
recuerdo de infancia se llenaba de calles inundadas
por la lluvia, el papá hundiendo con más
ímpetu el acelerador para chapucear a los peatones
que, de inmediato, tenían que volver a sus
casas a cambiarse de ropa.
La tercera vez en que atropelló a un menor,
el gordo Mirus manejaba por la Calle del Guanábano
mientras devoraba una caspiroleta. El niño
quedó tendido sobre el pavimento y el gordo
Mirus huyó aterrorizado. Una patrulla de policía
comenzó a perseguirlo por las calles de La
Felicia. En las afueras del pueblo el gordo Mirus
cruzó en su campero por un puente, luego atravesó
un túnel de piedra y fue a esconderse entre
los nogales que le hacían reverencia al río.
Presa de los nervios no pudo controlar la dirección,
se salió de la carretera y chocó violentamente
contra una ceiba de cuyas ramas espantó una
bandada de pájaros migratorios. Tuvo que pagar
un carcelazo de varios meses y no veía la hora
de salir de la celda de ladrillo de muros húmedos,
conseguir otro carro y conducir de nuevo a toda velocidad.
La novia, una campesina de mejillas rosadas, flaca
y atolondrada, a quien llamaban «Melindres»,
lo visitaba en la cárcel los días domingos.
Mirus recobró su libertad y fijaron matrimonio
para una semana después. En la ceremonia Ángel
Custodio les dio la bendición declarándolos
marido y mujer.
Los novios salieron al atrio y le voleaban la mano
a una aglomeración de curiosos. Montaron sobre
un campero rojo sin carpa que uno de los clientes
del gordo Mirus había dejado en el taller para
que fuera revisado, alineado y galvanizado, y así
ponerlo en venta. El gordo Mirus, de vestido negro,
y Melindres, vestida de blanco y llevando una corona
de azahares en su pelo crespo, circulaban por las
calles de La Felicia como dos personajes de la presidencia,
sin la menor sospecha del dueño del carro.
Mientras el sacristán hacía sonar las
campanas, el gordo Mirus tocaba permanentemente el
pito del carro para llamar la atención de los
pobladores, que los saludaban con la mano y los vitoreaban.
Fue la única vez en que lo vieron manejando
despacio. Al fin y al cabo, era la luna de miel. El
primer hijo nació seis meses después.
Durante cinco años el gordo Mirus tuvo que
abstenerse de la velocidad como si se privara de una
droga, salvo cuando sin el consentimiento de los clientes
manejaba los carros que le llevaban al taller para
su reparación.
Un día en que las nubes se desplazaban con
rapidez como inmensos algodones, amparándose
en sus servicios prestados como mecánico se
decidió a pedir dinero en el pueblo con el
argumento de darle sepultura a su hijo.
-¿Y de qué murió su niño?
-preguntaban acongojados.
-¡Lo atropelló un carro esta mañana!
-mentía con lágrimas que rodaban por
sus mejillas abotagadas y que secaba con el sucio
dulceabrigo rojo que siempre llevaba atado al cuello.
Así fue como el gordo Mirus reunió en
pocos días varios millones de pesos. Le mostró
a su familia el campero rojo que utilizó el
día de su matrimonio y ya había pasado
por tres dueños, aunque no estaba tan destartalado
como el que le perteneció a su padre durante
treinta años. Rato después lo sacó
del garaje para mostrar su nueva adquisición
por las calles del pueblo. Se escuchó un aceleramiento
y un golpe seco.
El gordo Mirus se apeó apresuradamente del
campero y vio a su pequeño hijo mortalmente
tendido sobre la acera.
Rubén
López