Un
asiento confortable
para un culo gordo
Aquella mañana se despertó
más embrutecido que de costumbre. Sacó sus noventa
y cinco quilos de la cama y visitó el cuarto de baño.
Pura visita rutinaria.
El trajín de la noche precedente le había dejado
huella. Una profunda e ignominiosa resaca pesaba como hierros
en su cerebro. Aturdimiento y malestar físico en general.
Esta vez tampoco le servirá de escarmiento.
Usó la ropa del día anterior, que era la misma
de toda la semana, y salió a la calle. Llovía.
No le gustaba la lluvia. <<¿El agua? Para rellenar
botijos>>. Se metió en el primer bar que encontró
abierto. Pidió un carajillo quemado. Lo bebió
despacio, notando como el calor se propagaba en su interior.
Empezó a sentirse mejor.
Caminó al abrigo de la lluvia hasta la parada del bus.
Diecinueve paradas le separaban del polígono. Un polígono
industrial es un sitio gris. Un lugar monótono por
donde pasan cientos de seres monótonos al día.
Un territorio ocupado por obreros y prostitutas, <<obreras
al fin y al cabo, pero peor consideradas>>. Por donde
le empapa la lluvia camino del matadero.
Atravesó el portón de la nave y se acercó
al camión. Un olor familiar inundaba la cabina. Necesitaba
ventilación. Subió con esfuerzo y se sentó.
Un asiento confortable para un culo gordo. Anotó los
datos confundiéndose en los apartados y lo introdujo
en el tacógrafo.
Otro camión, cargado de cerdos, se estacionó
junto a él. Reconoció al conductor. Ni una mirada,
ni un saludo. No le gustaba. Un tío oscuro, con ojeras,
que llevaba constantemente un palillo en la boca. Un pestaco
de dimensiones porcinas inundó el panorama. Era un
hedor nauseabundo. El olor del hacinamiento. Excrementos y
gruñidos.
Un cerdo grande y rosa emitió un berrido. Pudo percibir
el terror que sentía el animal. Se le ocurrió
entonces que la vida es dura. Sobre todo, para un cerdo que
sabe que va a morir y es reducido al estado más humillante
de dignidad porcuna. Le miró con simpatía. Pronto
sería chorizos, jamón, morcilla, tocino, paté,
bofe para el gato, criadillas… Le gustaba comer su carne.
Un animal nacido para deleite gastronómico. La cultura
del cerdo.
Abandonó el lugar. De fondo se oían las noticias
de la radio. Hablaba del tráfico. Estaba como siempre.
Colapso en las carreteras. Los accesos inviables. Eso ya lo
sabía él. Era su trabajo. Una ruta fija. Un
vaivén constante de la explotación a la nave
cargado de cochinos. Se dirigió rumbo a las afueras.
Paró a repostar. Necesitaba otro carajillo antes de
llegar a su destino. En realidad, necesitaba muchos carajillos
antes de llegar a su destino. Un destino que, en esencia,
no difería del destino de la carga que transportaba.
Sólo que a él le había tocado mejor suerte.
Se alegró de no ser un cerdo. Recordó entonces
que tenía que escribir una carta de amor a Mar.
1 de noviembre de 2002