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Solo era un hormigueo
Lopez Rivera, Rafael

SOLO
ERA UN HORMIGUEO

Autor
: Rafael López Rivera

Hoy
sonrío contento frente al espejo, es tanta mi alegría
que los ojos se me llenan de lágrimas. Una de ellas,
ha quedado retenida en el filo de mi párpado flotando
temblorosa, a punto de deslizarse por mi mejilla.
La sonrisa se dibuja en mi rostro carente de nariz como una
mueca grotesca, pero mis ojos brillan con el efecto que sólo
la felicidad es capaz de producir. Cuando contemplo mi semblante
deformado por la mutilación, me consuelo inocentemente
imaginando que se trata de una máscara de carnaval
que, tarde o temprano, conseguiré quitarme. Esta fantasía
es la única forma posible de aceptar su horrible visión.
Las demás personas de mi alrededor no han sido capaces
de hacerlo y, algunas de ellas, no se atreven a mirarme directamente
a la cara. No pueden evitar el acto reflejo de dirigir sus
pupilas, obsesivamente, al hueco vacío emplazado, en
el lugar, donde debiera estar mi nariz.
Bien es sabido por todo aquel que lo sufre que esta deficiencia,
es algo que llama tremendamente la atención de todo
viandante que se cruza en tu camino. El verse observado, es
una sensación tremendamente desagradable y angustiosa,
como si fuese un bicho raro o un monstruo de feria. Muchos
de los curiosos, ni siquiera se molestan en mirar de reojo;
el descaro de la gente es evidente y, hasta en ocasiones,
ofensivo. En el caso de los niños, no hay más
remedio y es algo perdonable, ellos son así, inocentes,
carentes de malicia y sin morbosidad, esto mismo, no se puede
afirmar de los adultos.
Al principio intenté tapar el problema, pero la gente
se iba extrañando al verme a diario.
De hecho, nunca había sido fácil ocultar la
terrible amputación. Lo conseguí, a duras penas,
por medio de un elaborado montaje, utilizando para ello, un
poco de gasas llenando el cráter y sujetándolo
todo con unas tiras de esparadrapo. De esta forma, simulaba
que hubiese nariz. Aún cuando el engaño cumplía
con su objetivo, conllevaba la incomodidad de tener que portar
aquel abultado pegote en el rostro. Algo bastante molesto
y del todo antiestético, aunque era menos llamativo
que llevar un agujero en la cara.
Definitivamente, aquella tara, fue totalmente inocultable
cuando me operé para colocar un injerto metálico
ya que, éste, actuaría de soporte para la prótesis
plástica. Durante el periodo de curación, en
el postoperatorio, debía tener las heridas al aire
para facilitar su cicatrización. En esta situación,
era imposible tratar de enmascarar la falta del apéndice
nasal con ningún tipo de artimaña. Evidentemente,
en esos días, salía lo menos posible a la calle
y, cuando lo hacía, me veía obligado a desviarme
de las miradas de la gente como si fuese un proscrito.
El simple recuerdo de aquella época, me producía
una angustia que me arrastraba irrefrenablemente hasta el
desasosiego. A causa de ello, durante días, fui incapaz
de dormir. Me costó semanas de terapia aceptar la pérdida
de mi nariz y conseguir descansar, sin pesadillas, en paz
conmigo mismo, sin reprocharme nada.
Ya esto ha terminado; hoy estoy eufórico y muy animado
porque al fin, he recogido las narices de caucho en el centro
médico. Las prótesis ortopédicas son
de muy buena calidad y pesan muy poco. Éstas fueron
hechas por verdaderos especialistas en Alemania. Las prótesis
son completamente a medida garantizando su acople perfecto
en mi rostro. Tres narices con idénticas dimensiones
y forma. Además, habían sido diseñadas
con un perfil en consonancia con la fisonomía de mi
cara. Poseen diferente tonalidad de color de piel, para poder
seleccionar la más idónea según sea mi
tono de bronceado a lo largo de las diferentes estaciones
del año. En resumen, unas piezas fantásticas,
un sueño hecho realidad.
Con el vástago que me injertaron quirúrgicamente,
la sujeción estaba garantizada; hasta podía
correr sin peligro que se moviese o se despegase. Sería
vergonzoso estornudar y que saliese la nariz disparada. ¡Menudo
apuro!. Aunque…, pensándolo bien…, sin una
de verdad, sería imposible estornudar. Este supuesto,
es tan ridículo como pretender sonarse los mocos con
ellas.
La colocación de la prótesis es sencilla y,
el método, más simple, imposible. Una vez acoplada,
se aplica una pequeña capita sellante de maquillaje
en la junta de unión con el rostro. ¡No se nota
nada!. Únicamente, debía tener la precaución
de no dormir con ella puesta, se puede estropear o agrietar.
Cumplir con este requisito no representa ningún sacrificio.

Me he acoplado una de las narices y he realizado todo el proceso,
paso a paso, tal y como me enseñaron en el hospital.
¡Es maravilloso!. Mi imagen se refleja en el espejo
mostrándome a una persona normal, de frente, de perfil,
de todos los ángulos posibles. ¡Es indescriptible
la felicidad que me embarga!. No quiero recordar y ponerme
melancólico. ¡Déjenme disfrutar de la
alegría!. ¡Me lo merezco tras mi calvario!.
En muchas ocasiones, revivía mi pasado y, era entonces
cuando añoraba los primeros tiempos, cuando todo comenzó,
cuando todo era mucho mejor, cuando todavía aquella
sensación de cosquilleo era agradable y beneficiosa.
Llegaba hasta mi mente el recuerdo de la primera mañana,
aquella que al levantarme, sentía un ligero hormigueo
en la punta de la nariz. No le di importancia alguna en aquel
momento, con seguridad se trataba de un pasajero tic nervioso.
Aunque, realmente, no acertaba a comprender qué era
lo que me preocupaba hasta el punto de causarme aquella intranquilidad.
No obstante, sospechaba que tuviese algo que ver con mi profesión;
yo trabajaba de corredor en la Bolsa de Valores. Esta labor
me acercaba a situaciones de tensión, una decisión
precipitada o tardía a la hora de comprar o vender,
podía significar miles de euros de ganancias o pérdidas.
Los inversores habían depositado su confianza en mí,
bueno…, no en mí concretamente, sino en la compañía
para la cual trabajaba y, por supuesto, todos deseábamos
sacar el mejor partido posible al dinero de nuestros clientes.

Por aquel entonces, yo no era de los mejores corredores. Mis
estadísticas eran medianas, ni buenas, ni malas. Por
ese motivo mi cartera de clientes no era muy suculenta, una
cosa conllevaba a la otra. En síntesis, mi problema
residía en ser demasiado metódico y analítico.
Siempre me gustaba tener las cosas bajo total control. No
me atraía el riesgo, más bien, era conservador
y carecía de instinto para sacarle el partido debido
a las situaciones confusas y arriesgadas. Al menos, eso era
lo que me decían siempre los triunfadores, que todo
era cuestión de intuición. Yo jamás llegué
a creerles.
Conocía el caso de algunos de ellos que se dejaron
llevar por sus corazonadas en operaciones de envergadura;
las cuales, finalizaron siendo un fracaso financiero y, a
la vez, un desastre para sus carreras profesionales quedando,
desde entonces, marcados y relegados al olvido de los inversores
tras haber perdido su confianza. Cuando alguien caía
en desgracia, los bulos y los rumores perniciosos sobre él,
se expandían más rápidos que la pólvora
encendida. El afectado en cuestión, perdía cartera
y, ante la falta de actividad, sucumbía a la depresión.
Su desesperación se hacía cada vez, más
y más patente, por lo que quedaba descartado para este
trabajo donde la templanza y la agresividad en los negocios
son armas básicas.
Pero…, para mí, aquel día todo cambió.
Estando a punto de cerrar una transacción de mucha
envergadura, comencé a sentir un cosquilleo en la punta
de la nariz y una sensación de seguridad creció
en mi interior. Algo me decía que aguantase un poco
más antes de vender, que no era el momento de cerrar
la operación todavía. Ésta era una decisión
en contra de todo pronóstico y del buen criterio financiero.
Era arriesgada como ella sola; los números aconsejaban
vender lo antes posible porque, la bajada en picado del valor
de aquellas acciones, si se produjese, no se pararía.

¡Alguna vez debía ser la primera que me arriesgase!.
¿Por qué no podía ser aquella?.
El cosquilleo continuaba indicándome que me mantuviese
firme.
Ese día, nadie apostaba por el sector del maíz,
cualquiera en su sano juicio no habría retenido las
acciones ni un segundo más. Quemaban en mis manos,
era más, mi supervisor venía en mi búsqueda
para relevarme y dar, él mismo, la orden de venta de
todo el paquete antes de que pudiésemos ocasionar pérdidas
cuantiosas.
Inesperadamente, saltó una noticia sobre la concesión
de unos créditos blandos por parte del Gobierno, dirigidos
éstos a subvencionar y promover los cultivos de maíz.
Esto hizo que cambiase radicalmente la situación y,
en tan sólo unos segundos, se produjo un crecimiento
desmesurado de la cotización de dichos valores.
Mi supervisor me gritaba acompañando los gritos con
gestos elocuentes: ¡Vende, vende ya!. Así lo
hice. Vendí todo el grupo de acciones antes que se
pasase la momentánea euforia generada por la noticia.
Conseguí pingües beneficios en una operación
que, en un principio, en el mejor de los pronósticos,
auguraban ser sólo mediocres.
Aún cuando la operación finalmente fue todo
un éxito, no me libré de la reprimenda por parte
de mi jefe.
Después de esta transacción, le siguieron otras
también arriesgadas que me produjeron más cosquilleos
en la punta de la nariz. Fui tomando decisiones de compra
o venta en virtud de esta intuición, generándome,
inexplicablemente, éxitos inesperados y muy cuantiosos
beneficios.
Por fin, como consecuencia de esta extraña cualidad,
gozaba de una ventaja respecto a mis rivales. Mirándolo
bajo el prisma del humor, casi se podría decir metafóricamente
que comenzaba a tener olfato para las inversiones ventajosas.

Mi cartera de clientes fue creciendo como la espuma, más
y más. Cada vez eran más complejas y arriesgadas
las decisiones que tomaba, pero los beneficios también
crecían exponencialmente así, como, mi cotización
en el mundillo de las finanzas. ¡Era el rey en aquella
jungla de números!.
Durante este periodo de crecimiento profesional, en cada sesión,
una vez cerrada las cotizaciones en la bolsa, marchaba de
allí a tomar una cerveza junto a mis compañeros,
orgulloso, sabiéndome ganador y envidiado por ellos.
Me permitía el lujo de pasear con descaro por delante
de mis rivales pavoneándome, sintiéndome enardecido
como el gladiador que marcha triunfante, abandonando la arena
manchada de sangre del anfiteatro tras haber salido victorioso
de una lucha a muerte.
Debido al acierto conseguido en mis decisiones, acabé
abandonándome a los dictados de mi nariz. Me acostumbré
a despreocuparme y a seguir, continuamente, sus indicaciones
para cualquier decisión que tuviese que tomar. El proceso
era bien fácil, simplemente me planteaba las alternativas
mentalmente y pensaba en ellas, la que me produjese la sensación
de hormigueo en el apéndice nasal, ésa era la
escogida; la aceptaba sin más, sin entrar en ningún
otro tipo de valoraciones. Lo más curioso del asunto
era que, en el fondo, tenía que reconocer que me iban
bien las cosas con aquellas decisiones. El hecho de no tener
que preocuparme por sopesar pros y contras de las diferentes
alternativas o por tener que decidir, era fantástico.
Ella, ya lo hacía adecuadamente por mí y con
estupendos resultados.
La cosa se complicó. Poco a poco, fue creciendo el
nivel de los clientes y las cuentas que se me asignaban eran
más abultadas. Cada vez, unas carteras más selectas,
más exclusivas, compañías más
ambiciosas y exigentes con sus inversiones. Cuanto mayor riesgo
hubiese en la decisión y más beneficio en juego,
más fuerte era la sensación que se producía,
hasta que llegó un momento en el que, aquel cosquilleo,
se transformó en una molestia, para más tarde,
convertirse en auténtico dolor.
Llegué a un estado de verdadera paranoia. No podía
tomar ninguna decisión sin su aprobación implícita.
Me impedía caminar hacia donde yo quisiese, tenía
que ser hacia donde ella desease y, siempre, presionándome
a base de dolor. Si me resistía, aparte del dolor,
me generaba una hemorragia nasal.
¡Era imposible llevar una vida normal!. A ella le molestaba
especialmente la polución de la ciudad. En ocasiones,
me obligó a conducir hasta el campo, le gustaba respirar
aire puro, limpio de contaminación y de malos olores.
Llegó un punto en el cual, no me dejaba ir a mi trabajo
porque nunca le gustaron los lugares cerrados. Esto no podía
seguir así, me estaba arruinando la vida. Esta situación,
era una autopista que me conducía al fracaso profesional.
No se lo podía explicar a nadie porque, con toda seguridad,
me tomarían por loco. Fueron cuantiosas las veces que
visité al otorrinolaringólogo. Le informé
con detalle del tipo de molestias que sufría y recalqué
que me dolía. No acertaban con el remedio.
Ante mi reiterada presencia en la consulta, finalmente, hacían
caso omiso de las quejas y de mis padecimientos, simplemente
se limitaron a hacer las pruebas de rigor y no mucho más.
Creo que nunca llegaron a entender la naturaleza del problema.
Durante las exploraciones, alguna vez, estuve tentado de explicar
que mi nariz tenía voluntad propia. No obstante, por
suerte, entendí a tiempo que nadie me comprendería
y que me tacharían de chalado.
Tenía que poner remedio de una vez y erradicar el problema,
pero cuando me ponía a pensar en ello, se producía
un terrible dolor que me llegaba hasta el cerebro y debía
dejar pensar. Por este motivo, lo maquiné todo mientras
dormía. Planeé todos los detalles en mis sueños,
qué pasos debía seguir: Avisar a una ambulancia,
a los diez minutos cortar y separar aquel monstruo de mi rostro,
gasas y esperar a que llegasen los enfermeros, todo sin desmayarme.

Anduve nervioso e inquieto durante días, quería
hacerlo, pero no me atrevía, cuando tomaba el teléfono
para llamar a la ambulancia me echaba hacia atrás,
pero un día…, un día fui valiente y armado
de valor, lo hice, con seguridad y determinación.
Cuando llegaron los enfermeros y vieron lo ocurrido, quedaron
estupefactos por lo incomprensible del acto que estaban contemplando.

No obstante, con alarde de buen criterio y sangre fría,
pusieron el trozo de apéndice mutilado en hielo y lo
transportaron hasta el hospital.
Una vez llegué a urgencias, los cirujanos se empeñaban
en engancharme de nuevo a aquel ser. Yo me negué. Mi
decisión era el fruto de una reflexión racional
y cuerda; no había sufrido todo aquello para volver
a comenzar. Los médicos se quedaron perplejos, no salían
de su asombro ante mi negativa a que volvieran a coserme la
nariz al rostro. De hecho, tras haber terminando los primeros
auxilios, me hicieron firmar un papel donde declaraba mi rechazo
voluntario a aquella intervención quirúrgica.
Con cinismo e ironía, yo les recomendé que hiciesen
una biopsia a aquel tejido, que no era lo que parecía,
no era un simple trozo de carne; era un parásito que
se enganchó a mí y que intentó doblegar
mi voluntad.
Al día siguiente, estando todavía hospitalizado,
vinieron los médicos a charlar conmigo. Más
tarde supe que dos de ellos, eran psicólogos. ¡Pobres
ignorantes!. A lo peor pensaron que yo estaba loco, no podían
imaginar lo feliz que era habiéndome deshecho de aquella
cruz, por fin adquirí mi anhelada libertad. ¡Bajo
precio para tan alta recompensa!.
Mi vida se estabilizó, otros amigos, otro trabajo,
otros entretenimientos, era necesario variar todo lo que formó
parte de mi pasado.
Bueno…, se acabó el recordar, hay que vivir el
presente.
A ver…, esta nariz que tengo puesta es demasiado morena,
la dejaré para el verano. De estas dos, cualquiera
de ellas valdría, una es clarita y la otra un poquito
más oscura, ninguna de las dos es mi tono de piel actual,
¿cuál me debería poner?.
Acercó su mano izquierda a las narices de caucho para
tomar una de ellas. Continuaba dubitativo. Al poner la mano
encima de una de las prótesis, un cosquilleo en mitad
de la palma de la mano le indicó que aquella, justo
aquella, era la que más le iba a favorecer y menos
se notaría con el maquillaje.
Sí, sí querida amiga, contestó en voz
alta mirando a su mano. Estoy totalmente de acuerdo contigo,
no sé que haría yo sin tu ayuda, sería
un naufrago perdido en un mar de dudas.