MUJERES TRISTES
DELFINA ACOSTA
Señor editor: Si tuviera usted voluntad para atenderme y oír de mi propia boca la historia de las mujeres tristes, le aseguro que se tendría por gente cuerda, y sabia, pues es de sabios escuchar a aquellas personas que, entre empujones, chanzas y burlas de los incrédulos, juran decir la verdad, y efectivamente la dicen, aún cuando los parientes y amigos les cierran las puertas en las narices y los médicos se hacen pasar por indispuestos y afiebrados para no marcarles cita.
Tal vez, oyéndome, repito, creyera que sí, que hay un pueblo donde el amor es la tristeza misma.
Usted pensará que miento. Está en su derecho de sospechar que sólo deseo esa fama, esa noticia pretendida por quienes escriben historias amorosas.
Pero si me escuchara, si tan sólo me oyera, cambiaría de opinión. ¿Se imagina adoptando la expresión de un hombre que termina por creer que los fantasmas, los espectros, las visiones fantásticas existen, ante la confesión bajo juramento de un campesino tembloroso?
No tengo más remedio que acudir a la memoria imprenta. La historia que le hago llegar a través de estas resmas de papel le sonará triste. Disculpe las máculas de la tipografía:
Era un hombre de esos que se afeitan sólo de tanto en tanto. Tenía un labrador llamado Sam y creía que debía entregar a la bestia la vigilancia nocturna de la casa para dormir el sueño de los justos.
Se acostaba temprano, como la mayoría de la gente del pueblo, y una vez que estaba despierto, por la mañanita, ya se quedaba a disposición de la justicia del tiempo. Así, si amanecía nublado, o el cielo juraba, malhumorado, con una centella rojiza, metía las gallinas dentro del corredor para que el viento que precede a la lluvia no fuera a asustarlas con un torbellino de arena. Se pondrían a cacarear causando desasosiego en el vecindario.
Y si lloviznaba, el hombre se quedaba sentado frente al brasero ansioso de lumbre, que con el primer fósforo se prendía, asustado; fuego alborotado por su propio fuego era. Allí hervía el agua para el mate. Mientras mateaba miraba la llovizna que mojaba el pasto echado a crecer al costado del camino de polvo.
Era de tener memoria de otras lluvias, como aquella que cayó durante una tarde seca, iniciado el solsticio, y lo sorprendió con fiebre y dolor de cabeza en el camastro. Entonces apareció por su casa una mujer de ojos azules y de poco hablar; buscaba cubrirse de los goterones. De un salto de gato se libró de los colmillos relampagueantes de Sam y entró en su habitación cual ráfaga helada de viento pues estaba empapada de lluvia.
Al verlo ahí, tumbado en el camastro, tuvo palabras quejumbrosas para él; se oyó a sí misma llorando por el enfermo como si estuviera traspasada de angustias y de quejas; no he oído llorar a nadie con tanta insistencia; su rostro cetrino era pura agua; la lamentación se hizo tan larga como provechosa pues el hombre sentía que el calor y las vísceras volvían lentamente a su cuerpo.
La desconocida le preparó un mate, como debe hacerse, en silencio, para que después, al tomarlo, boca y bombilla (con su almendra llena de orificios verdosos ) pudieran hablar todo cuanto calló el agua al hervir enojosamente.
Empezaron a conversar. Se dijeron cosas simples, desde luego.
– Ese rayo sí que cayó cerca.
– Usted no debería haber salido de su casa con la lluvia.
– No tenía más remedio. Debía buscar a mi cabra.
– Es probable que haya encontrado a su cría en la quijada del monte.
Cuando escampó, ella ya no estaba más. El hombre se dijo que aquel juego era común, después de todo.
La mujer tiene el encanto de ausentarse, dejando el aroma de su cabellera de abejas como única prueba de que estuvo presente allí, donde se la vio, debajo de alguna alegoría hierática, hasta que ya no estuvo.
Por esas cosas que las personas no consiguen explicar, en el ánimo del enamorado suele aparecer el presentimiento de que Ella no vendrá a la cita. Ni a las seis y media. Y efectivamente no viene, y es un desperdicio si las pasionarias huelen muy bien y un !qué importa ya! si la brisa se insinúa entre las diosas de alabastro del parque.
A veces, contra todo presentimiento, Ella viene, aunque se calla como si ya se hubiera ido.
Una señorita de mejillas muy blancas y largas pestañas, te seduce con su olor a mujer recién bañada, hasta que uno se distrae un instante, volviendo el rostro en dirección al lejano llamado de un padre a su hijo; entonces la dama desaparece de modo y manera imposibles de entender, como aquel hijo perdido.
¿Cuántas veces, al escampar la lluvia, la gente que comparte nuestra conversación se esfuma, apurada por la prisa de llegar a las diez y media al mercado de alcachofas y espárragos antes de que caiga una nueva tormenta?
A medida que el cielo se iba despejando, a Rómulo también se le despejaba la cabeza. Supuso que era hora de ir al almacén.
No quería hacerse cargo del día, sin embargo no le quedó más remedio que bajar al pueblo para comprar bastimentos.
Observó a su perro. Luego miró en dirección a la calle.
Pasaban tomadas de la mano, dos señoras mayores. Una, vestida con una especie de cabriolé, contenta con el rumbo que iba tomando la conversación, soltaba carcajadas para luego taparse la boca. El hombre las conocía. Eran Josefina y Magdalena, hermanas del cura párroco. Ambas permanecían solteras y se daban a la tarea de catequizar a los niños de la parroquia.
Los chicos nunca les prestaban atención; hacían las travesuras propias de los mocosos en sus narices, lo que encendía – a menudo – el natural perdón de las buenas mujeres acostumbradas a celebrar las diabluras infantiles.
Ellas también habían sido niñas traviesas. Alguna vez mataron dos gallinas de la abuela Amparo y negaron el hecho hasta que quedó al descubierto su autoría cuando, bajo la implacable interrogación de la anciana, se acusaron mutuamente de haber degollado a las aves en el ático.
En una oportunidad se escaparon de la casa al caer el crepúsculo, para ir, como otras niñas, a padecer sufrimiento y tormento en el mundo; deseaban que sus padres lamentaran su muerte.
Caía una fina llovizna.
Rómulo ya podría haber estado casado, pero él se parecía a esos hombres que prefieren pasar la existencia en soledad, siempre en la resolana, viendo cómo les va a los demás.
Y así había visto que su amigo Juan, quien cuando era niño casi había muerto ahogado por salvarlo a él de una brusca e imprevista ola de mar, estaba – ahora – decentemente casado, si bien moría de asfixia junto a una dama rolliza, de aspecto canicular, sofocante, que le llevaba veinte años.
Su amigo Pedro escribía poemas alejandrinos para mostrarlos a él, con lágrimas en los ojos siempre irritados. Esas letras itálicas no podía entregar a la numen, a la señorita de ojos cuyo color cambiaba de clima y de cabellos con aroma a viento que lo enamoró; no era correspondido; además, los malos poetas no acostumbran leer sus opúsculos a las mujeres que ofician de musas. Sí va con la corriente guardar las poesías en el gaveta de un escritorio, intentar inútilmente mantener en reposo la melancolía, y si el tiempo está oscuro y los rayos alumbran las claraboyas de la Iglesia, llenando el aire de ozono, dispararse un tiro en la boca.
O en la sien.
O en el pecho.
Rómulo se hallaba cómodo en su espaciada soledad.
Una vez se enamoró.
Ella era de sentirse ausente cuando estaba sentada a su lado, en un banco para dos.
Él le contaba cómo había transcurrido su infancia sin amigos, arreando, arreando, siempre arreando a su valiente caballito de madera, y hablando solitariamente con dos voces distintas: la voz del indio que pretendía quitarle la vida de un flechazo, y la suya, o sea la voz del sherif ordenando a Buitre enmascarado que se entregara a la autoridad.
Le hablaba de su querer acariciando sus manos pequeñas, pero ella dejaba las dos uvas negras de sus ojos puestas en la lejanía.
Y viéndola así, con los ojos prendidos como garfios de la bóveda celeste del cielo, mientras él le contaba – abajo, sin poder alcanzar sus pupilas – lo más dulce y lo más agrio de su niñez, caía en la cuenta de que esa mujer callada, triste y hermosa era llevada y traída por un mar que no se sabía dónde estaba.
Con cuántas ganas ella se echaba a lagrimear.
Entendió Rómulo que amar significaba un arte. Él era solamente un hombre, no un artista.
Sus amigos le venían con casos difíciles, al caer la tarde. Siete y pico.
– ¿Cómo?
– Sí; Ofelia me dijo que llovía mucho, y que deseaba estar a mi lado. Fui junto a ella, me senté en una esquina de su tumbona, la abracé con fuerza, le dije que no se preocupara pues los rayos caían lejos, más allá de la plantación de los bananos, de las mazorcas y de la caña de azúcar, pero al rato se largó a llorar. Sus ojos estaban nublados.
– Como si fueran a llover, ¿verdad?
– Exacto. Como si fueran a llover.
– Así son las mujeres de este pueblo. Cortadas por la misma tijera.
– Yo le preguntaba si le había hecho algo malo. Movía lánguidamente su cabeza en forma negativa. Y se le desparramaba la cabellera. Y el viento lluvioso, furioso como perro, que entraba por las ventanas, abría y cerraba sus largos cabellos.
– Ah… eso suele ocurrir.
– Pues como se pasaba llorando y no me decía porqué razón en tan triste estado se encontraba, terminé pensando que toda la culpa era mía. De modo que no resistí más y le di un largo y desesperado beso en la boca. Creo que le dolió.
– ¿Y luego?
– Reaccionó fieramente. El enojo le cambió el color de las mejillas. Paró de llorar y paró de llover.
Sus amigos le contaban casi lo mismo en los ratos de confidencia.
Que las mujeres lloraban y no se las entendía, lo tuvo claro Rómulo, y se largó a ser amigo de su perro Sam. El animal era escasa compañía, pero compañía al fin; tomaba la casa para sí y ladraba en dirección a la calle con lo que metía susto en algunos caminantes que pasaban a la vereda de enfrente a pesar del sol que recalentaba los ladrillos.
Encontraba prudente permanecer soltero. Y si alguna mujer se le aparecía, y le caía en gracia porque la campanilla de su voz le recordaba a su madre, cuyo timbre de contralto en el coro del servicio eclesiástico sobresalía, empezaba a hablarle de su niñez, de cuando jugaba al caballito de madera, pero la dama se nublaba, y muy pronto oscurecía.
Rómulo silbó a Sam. Era muy tarde.
Caminando se vio ya en el pueblo. No quiso saludar a los dueños de las tiendas; ellos lo observaban atentamente a él; aquellos tenderos sin clientes tenían la costumbre de fijarse en la gente de la calle para calentarse la sesera imaginando lo que no sabían de sus vidas.
Espiar a los demás, con los codos apoyados sobre los tableros, se volvió su negocio; sólo dos o tres almas animadas entraban a sus tiendas por un metro de tafetán o de crepé georgette.
Visitó a Francisco.
Al llegar a la casa, notó en sus pupilas un cambio. Parecía mitad animado y mitad distraído a la vez.
Fumaba un cigarrillo con deleite, y a veces, al cerrar los ojos, una risa enorme le abría la cara. Se le cayó de la boca esta confesión: ¡La vida es bella!
Le contó que estaba enamorado de una mujer de veintiocho años; ella usaba perfume de lavándula y tenía las pestañas largas y los ojos negros.
La llevaba al parque todas las tardes, para ver juntos la caída de las rojizas hojas otoñales, y la estatua de San Miguel Arcángel luchando contra el dragón de alas revestidas con sulfito.
Vestía delicadamente; era mujer de ir a misa, de asustarse de los sapos, de los saurios verdes y de las lagartijas, y de volver el rostro enojado en dirección a los muchachos callejeros y alegres que se atrevían a alabar sus formas con silbidos y estrofas.
Rómulo no quiso saber más. Le soltó la pregunta.
– ¿Llora como las otras?
– Pues sí. Es dama de circunstancias. Si le digo que la amo, se pone lívida, y lleva ambas manos a la boca; cuando le confieso mi amor, me mira con unos ojos que parecen ser de otra mujer y exclama, sofocada: ¡¡¡Qué dices!!!
– ¿Te ama?
– Sí.
– Pero llora como las otras…
– Sin embargo, no es igual a las demás. Laura sufre del corazón. Le digo que la quiero y entonces pareciera que se me va a descomponer entre los brazos y morir. Su palidez gotea.
– Te usa.
– ¡No! Es bella, joven y enferma. Tú sabes cuántas mujeres, con el cuento de que la melancolía las agota y desmejora a las cinco en punto de la tarde, te retiran su boca, sus pómulos, su mentón, sus lóbulos, a manera de marrajos, de peces resbalosos, y van al puerto para observar las islas de camalotes y los barcos de bandera noruega. Van y te dejan sólo su aroma. Ella jamás me haría esa mala jugada.
– Es como todas.
– ¿Qué sabes tú?
De pronto ella llegó. Usaba unos zapatos escotados de color negro y se le notaba el humor en el rostro. Mostraba la mirada de quien necesita en el acto un trago de agua. Bebió y luego contó a su novio que en su casa todo estaba en orden pues la lluvia tormentosa de anoche no hizo mayor cosa, salvo echar al suelo las frutas podridas del árbol de agrios.
Un moscardón volaba sobre un racimo de bayas oscuras.
Dijo que sus tías Esperanza y Aurora se pasaron durante la madrugada dale que dale, hablando sobre el mal tiempo y los destrozos que la tormenta habrían causado – seguramente – en la casa de sus vecinos, los Pérez (pobres ellos). Y qué decir de los Amarilla, quienes vivían casi a la intemperie, pues aquella hiedra llena de garfios por los que trajinaban los insectos, trepada a la alambrada del parral, no llegaba a ser techo.
Después calló. Rómulo fijó sus ojos en los ojos grandes y bellos de Laura. La vio triste y quiso animar su día.
Se le pasó un pensamiento pícaro por la cabeza y sonrió, y al sonreir pescó un chiste en el aire, y lo fue armando con toda su respiración, y lo aventó colorido, divertido y chispeante. Francisco celebró su ingenio.
Una risa fresca se posó como una libélula sobre la boca de ella.
El caballito del diablo le susurraba como su propia conciencia al oído.
Laura cayó en la cuenta de que era una mujer que sólo sabía hablar del tiempo, de la atmósfera, del barómetro, del mercurio, de la presión del gas, de las nubes, de la llovizna, de la fuerza de la lluvia, de los granizos, de las alergias y del viento sur que echaba a andar sus estornudos (seis, siete, ocho). Pudo entrever la posibilidad de que podría conversar con ese hombre en torno al sol y a algunas historias que hacían gracia.
Rómulo sintió que se estaba dejando llevar por una brisa.
Y siguió con sus ojos los de ella, quien parecía haber encontrado en su mirada sus ojos, sus verdaderos ojos, que buscó afanosamente, como botones perdidos, durante toda la vida.
Un grillo se echó a cantar. Era su miserere. Su salmo cincuenta.
Le siguió una chicharra. Era su versículo hecho canción en honor a los dioses Apolo y Eros.
Rómulo observó en su amigo. Lo vio goteando de amor por dentro. Francisco era como él: un individuo tranquilo, que llevaba más de veinte años viviendo de la misma manera, es decir, camino siempre al sur.
Apenas terminaba su caminata venía para la casa, y daba de comer a su perro, y hervía el agua en la pava, y abría la puerta del ropero para comprobar que el revoltijo de cobertores y sábanas seguía intacto.
Y ahí estaban los tres, muy desparejos y en silencio. El espeso silencio se iba llenando de la respiración de ellos, quienes a ratos, por más empeño que ponían en mostrarse parejos, se quebraban como cristales de copas de champagne para volver a recomponerse suspirando. Y así…
De pronto, ambos hombres se miraron fieramente.
Cuchillos en los ojos de ambos salieron a relucir.
Caía una filosa y fría llovizna.
08 04 2010