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Milagro
Otero, Hugo

MILAGRO

El silencio en la sala de espera a terapia intensiva, solo era interrumpido por el sollozo de una mujer, era la única persona que se encontraba allí a esa hora de la madrugada.

Los médicos le habían diagnosticado que su esposo se moría.

El infarto que había sufrido apenas una hora antes, le había dañado el corazón.

Su vida pendía de un hilo, que se deshilachaba a cada segundo.

Todo lo que había vivido junto al hombre que amaba, surcaba su pensamiento y lo veía como sí estuviese sucediendo en ese instante.

El día que lo conoció, cuando se casaron, cuando el presenció el parto de cada uno de los tres hijos que tenían, todo hasta ese momento había resultado dichoso, pero ese negro nubarrón impregnado de tragedia, que descargaba toda su furia sobre la familia; al morir su marido, la arrojaría a ella y a sus hijos al abismo de una vida que jamás había imaginado.

Seguramente que todo ese pensamiento, no le permitió darse cuenta que había un hombre sentado en un costado de la sala, fue por eso que se sobresaltó cuando este le preguntó amablemente que le ocurría, con un tono de voz apacible al extremo, que al oírlo, la mujer dejo de temblar y de sus ojos cesaron las lágrimas.

Alzó la vista y lo miró fijamente, era un hombre anciano, tendría alrededor de setenta años, de cabellos blancos y barba del mismo color de estos y prolijamente recortada.

Se sintió rara, algo la impulsó a contarle lo que le estaba sucediendo, como sí lo conociera de años, él la escuchó atentamente.

Cuando terminó de hablar, fue ella quien lo interrogó, – ¿ Y usted, porqué esta aquí, acaso su mujer?

– No, no… soy soltero no tengo familia, es por un amigo, mi mejor amigo.

Le estoy pidiendo a Dios constantemente por él, ¿usted no ruega por su esposo?

La mujer dijo que había sido bautizada por tradición familiar, pero nunca había tomado la comunión y que jamas concurría a misa y agregó que tanto ella como su marido no creían en religiones.

Los doctores le habían dicho que su esposo iba a morirse y lo aceptaba y aunque no se resignaba, tampoco creía en milagros.

– Yo sí, creo en Dios, le respondió el anciano y continuó hablando, tampoco tomé la comunión, pues no soy católico, pero considero que Dios no posee religión, perdón mejor dicho sí, las reúne a todas.

El anciano, que siempre había sido cortés durante la conversación y nunca había abandonado ese suave modo de hablar, insistió y logró convencer a la mujer para ir a orar a la capilla del hospital, la cual se encontraba a pocos pasos de allí.

La capilla era pequeña, pero la paz que se sentía en su interior no tenía contornos, impregnaba los espacio y las alma de lo que en ella se encontraban.

Los dos se arrodillaron, la mujer rezó y pidió por su esposo, entregándose a Dios hasta el extremo de quedar exhausta, el anciano permaneció arrodillado, rígido. Un leve temblequeo de sus labios delataban su oración.

Se pusieron de pié al unísono, juntos salieron de la capilla, ella le dijo,

– ahora sí tengo fe – el le contestó, estoy seguro que con este rezo, mi amigo debe haber menguado su opresión.

La enfermera de guardia, daba permiso de diez minutos para ver a los pacientes.

Dos visitas por turno, la mujer entró, se dio vuelta para ver sí el anciano la seguía, pero su ocasional compañero de visitas tenía otro rostro.

Cada camilla de terapia, estaba separada por una mampara, ella se acercó a la número diez, allí era donde estaba su marido.

Lo vio, estaba descansando, parecía una marioneta, los caños con suero que nacían de la carne de sus brazos, eran las hebras que alentaban la continuidad de su existencia.

El doctor se acercó, la mujer lo escuchó con atención – Estamos asombrados, no tenemos explicación , le dijo – vino muy mal e imprevisiblemente se esta recuperando, así es la vida susurró y agregó – el hombre de la camilla vecina parecía estar más entero y acaba de fallecer por culpa de un nuevo infarto.

El médico la dejo sola con su esposo, la mujer lo observo un instante, dormía plácidamente, se sentía feliz.

La camilla vecina era la nueve, la del amigo del anciano, así le había dicho éste.

Algunas mujeres son curiosas, camino un paso, el cuerpo yacía inmóvil, recostado sobre la camilla, cubierto con una sabana. La mujer descubrió la parte superior del cuerpo y grande fue su sorpresa, al ver el rostro del muerto.

El cuerpo aun estaba caliente, los ojos cerrados, una leve sonrisa parecía tatuada en sus labios.

El pelo y la barba prolijamente recortada, daban la imagen del anciano que momentos antes rezaba junto a ella en la capilla.

HUGO F. M . OTERO