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Mi reloj
Twain, Mark

Mi
Reloj
Por Mark Twain
Traducción del inglés, de Jaime Rest

Mi excelente reloj anduvo como un reloj por espacio de un
año y medio. No adelantaba ni atrasaba; no se detenía.
Su máquina era el arquetipo de la exactitud. Llegué
a juzgar que mi reloj era infalible en sus juicios acerca
del tiempo. Se adueñó de mí la convicción
de que la estructura anatómica de mi reloj era imperecedera.
Pero no sospeché que algún día -o más
bien, una noche- lo iba a dejar caer. El accidente me afligió
y lo consideré un presagio de males mayores. Poco a
poco logré serenarme y sobreponerme a mis presentimientos
supersticiosos. No obstante, para mayor seguridad llevé?
mi reloj a la casa más acreditada en el ramo, con la
intención de que lo revisara un especialista de indiscutida
pericia. El jefe de¡ establecimiento examinó
minuciosamente el reloj y declaró:
-Atrasa cuatro minutos. Hay que mover el regulador.
Quise detener el impulso de aquel individuo y hacerle comprender
que mi reloj no atrasaba. Fue inútil. Agoté
todos los argumentos lógicos, pero el relojero insistía
en que mi reloj atrasaba cuatro minutos y que, por consiguiente,
se debía mover el regulador. Me agité angustiosamente,
supliqué clemencia, imploré para que no se atormentase
a esa máquina fiel y precisa. Pero el verdugo consumó
&la e imperturbablemente su acto infame.
Tal como era previsible, el reloj empezó a adelantar.
Cada día corría más. Pasó una
semana y el apuro de mi reloj anunciaba una locura febril.
inequívoca. El andar de la máquina se aceleró
hasta alcanzar ciento cincuenta pulsaciones por minuto. Y
así pasaron otra semana, y otra, y otra. Pasaron dos
meses y mi reloj dejó atrás a los mejores relojes
de la ciudad. Dejó atrás las fechas del almanaque
y tenla un adelanto de trece días. Siguió transcurriendo
el tiempo, pero el de mi reloj siempre transcurría
con mayor rapidez, hasta alcanzar una celeridad vertiginosa.
Aún no daba octubre su último adiós para
despedirse y ya mi reloj estaba a mediados de noviembre, disfrutando
de los atractivos de las primeras nevadas. Pagué anticipadamente
el alquiler de la casa; pagué los vencimientos que
no habían llegado a su fecha; hice mil desembolsos
por el estilo, al punto de que la situación llegó
a presentar caracteres alarmantes. Fue indispensable recurrir
nuevamente al relojero.
Este individuo me preguntó si ya se habla hecho alguna
compostura al reloj. Respondí que no, como era verdad,
pues jamás habla requerido intervención alguna.
El relojero me miró con júbilo perverso y abrió
la tapa de la máquina. De inmediato colocó delante
de uno de sus ojos no sé qué instrumento diabólico
de madera negra y examinó el interior de¡ excelente
mecanismo.
-Resulta indispensable limpiar y aceitar la máquina
-dijo el experto- La arreglaremos después. Vuelva dentro
de ocho días.
Mi reloj fue aceitado y limpiado; fue arreglado.
A consecuencia de ello comenzó a marchar con lentitud,
como una campana que suena a intervalos largos y regulares.
No acudí a las citas, perdí trenes, me retrasé
en los pagos. El reloj me decía que faltaban tres días
para un vencimiento, y el documento era protestado. Llegué
gradualmente a vivir en el día anterior al real, luego
en la antevíspera, más tarde con una semana
de atraso y finalmente en la quincena que precedía
a la fecha respectiva.
Era el mío el caso de un descuidado, de un solitario
que se había aislado de quienes llevaban. existencia
normal, de cuya sociedad me iba distanciando poco a poco hasta
quedar instalado en una zona remota del tiempo. Empecé
a sentirme identificado con la momia del museo y a menudo
me aproximaba a ella para comentar los últimos acontecimientos.
Volví a poner mis esperanzas en la intervención
de un relojero.
Este individuo desarmó la máquina puso las partes
constitutivas ante mi vista y acabó por explicarme
que el cilindro estaba hinchado. Pidió tres días
para reducir aquel órgano fundamental a sus dimensiones
normales. Una vez reparado, el reloj comenzó a indicar
la hora media, pero se obstinó en no proporcionarme
indicación más precisa. Al aplicar el oído
creí percibir en el interior de la máquina ruidos
semejantes a ronquidos y ladridos, a resoplidos y estornudos.
Mis pensamientos se extraviaron de su cauce normal. ¿Qué
reloj era ése que me perturbaba a tal punto? Al mediodía
se superaba la crisis. Por la mañana había sobrepasado
a todos los relojes del barrio: por la tarde se adormecía
o divagaba en ensueños quiméricos, y todos los
relojes lo dejaban atrás. Al cabo de las veinticuatro
horas diarias de la revolución que sigue nuestro Maneta,
un juez imparcial hubiera dicho que mi reloj se mantenía
dentro de los justos límites de la verdad. Pero el
tiempo medio en un reloj es como la virtud a medias en una
persona. Yo acompañaba a mi reloj y me resultaban insoportables
sus alteraciones cotidianas. Decidí acudir a otro relojero.
El nuevo experto dictaminó que estaba roto el espigón
de escape del áncora. ¿Eso era todo? :Exterioricé
la infinita alegría que rebozaba de mi corazón.
Debo reconocer en esta nota confidencial que, yo no sabía
en absoluto qué era el espigón de escape del
áncora; pero me contuve para no dejar la impresión
de ignorancia ante un extraño. Se hizo la compostura.
Mi desdichado reloj perdió por un lado lo que ganó
por el otro. En efecto, partía al galope y se detenía
súbitamente; volvía a iniciar la carrera y se
paraba de nuevo, sin que le importara, esa regularidad de
movimientos que constituye la principal cualidad de un reloj
respetable. Siempre que daba uno de aquellos saltos percibía
en el bolsillo una vibración tan intensa como si un
fusil hubiese reculado al dispararse. En vano hice poner un
forro de algodón en el chaleco. Era necesario adoptar
medidas mucho más heroicas para aminorar efecto tan
explosivo. Recurrí a otro relojero.
Este último apeló a su lente, desmontó
el reloj y tomó las piezas con la pinza, como hablan
hecho sus colegas. Después de la obligada pericia me
informó:
-Habrá dificultades con el regulador.
Devolvió el regulador a su sitio y procedió
a limpiar toda la máquina. El reloj marchaba perfectamente
bien. Sólo había un detalle intrascendente,
que alteraba su comportamiento: cada diez minutos, invariablemente,
las agujas se adherían como las hojas de una tijera
y mostraban la más decidida Intención de seguir
juntas. ¿Qué filósofo, por inmensa que
fuese su sabiduría, podía enterarse de la hora
con un reloj de tal especie? Fue indispensable remediar los
contratiempos de un estado tan desastroso.
-El cristal -me indicó la persona caracterizada por
sus méritos a quien acudí en busca de auxilio-,
es el cristal y nada más que el cristal. Allí
está la causa de lo que Ud. atribuye a las agujas.
Si éstas no pueden girar libremente, se traban. Además
hay que reparar algunas rueditas… en realidad, casi todas.
El relojero demostró considerable tino, y desde entonces
la máquina comenzó a funcionar con toda regularidad.
¡Dios bendiga al relojero! Pero debo’ señalar
un hecho muy singular: después de llevar cinco o seis
horas el reloj en el bolsillo de mi chaleco, advierto inesperadamente
que las agujas giran en forma vertiginosa, al punto de que
ya no puedo identificarlas con exactitud. Sobre el cuadrante,
sólo se veta algo así como una sutil telaraña
en movimiento. En apenas seis o siete minutos el reloj cumplió
la tarea que en sus congéneres normales requiere veinticuatro
horas.
Con el corazón deshecho, acudí a otro experto.
Mientras el relojero examinaba el mecanismo, por mi parte
me dediqué a examinar al relojero. Mi atención
no le iba en zaga a la suya. Al terminar la pericia, me dispuse
a someterlo a un severo interrogatorio, pues no se trataba
de una cuestión negligible. El reloj me costó
doscientos dólares cuando lo obtuve en el establecimiento
en que me lo vendieron, y ya llevaba gastados en reparaciones
la suma de tres mil adicionales. Sin embargo, una circunstancia
modificó mis propósitos. En aquel relojero acababa
de reconocer a un viejo conocido, a uno de los miserables
con los que me habla encontrado en el camino de mi calvario.
No habla duda: ese individuo era más diestro en clavar
remaches a una locomotora de tercera mano que en componer
un reloj. El bandido procedió a su examen, tal como
he dicho, y pronunció su veredicto con la certidumbre
propia de los miembros del gremio:
-De esta máquina podría decirse que produce
mucho vapor. Hay que dejar abierta la válvula de seguridad.
-Así que la válvula de seguridad! Eres un inútil.
Le apliqué tal golpe en la cabeza que el delincuente
murió en el acto. No pude contenerme. En consecuencia
debí pagar los gastos de sepelio,
Cuánta razón tenía mi tío William
-que Dios lo tenga en su gloria- cuando decía que un
caballo es bueno hasta que adquiere su primera maña
y que un reloj deja de servir en el mismo momento en que los
relojeros le hacen la primera compostura.
Me preguntabas, querido tío, qué oficio adoptan
los zapateros, herreros, armeros, mecánicos y plomeros
que fracasan en su elección inicial. ¿Sabes
qué oficio adoptan, querido tío? Pregúntaselo
a mis tres mil dólares gastados en hacer inservible
un excelente reloj.