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Las cosas nunca salen como uno quisiera
Brasca, Raul

LAS COSAS NUNCA
SALEN COMO UNO QUISIERA

La
conocí por culpa de mi socio. Fue él quien
se fijó primero en ella. Acabábamos de almorzar
y yo me había demorado adentro del boliche esperando
la cuenta. Salí, y lo vi siguiendo a una chica por
la mitad de la cuadra. Ella no le llevaba el apunte, seguro
que le decía las mismas bestialidades de siempre,
es un animal. Apuré el paso y los alcancé.
A mí me gusta decir piropos y la chica estaba muy
bien, al menos de atrás. No recuerdo qué fue
lo que le dije, algún elogio. A esta altura, lo primero
que me despierta una piba de veinte es admiración
y se lo digo. No es que ande buscando programa, lo hago
de puro vicio, aunque si se da. El caso es que ella me miró
y me hizo una sonrisa larga; quiero decir que siguió
sonriendo después de verme la calva y la ropa de
trabajo manchada de grasa. Me quedé medio cortado
por la sorpresa. «Andá que está con vos»,
dijo mi socio dándome con el puño en los riñones.

Una
vez que empecé, me fue fácil. Ella no se hizo
rogar para hablarme y cuando la invité a tomar algo
dijo que sí enseguida. Nos sentamos a una mesa junto
a la ventana. Ella hablaba sin parar y me miraba continuamente
a los ojos como preguntándome no sé qué.
La mirada no tenía nada que ver con lo que decía.
Qué cara tramposa, pensé. Linda. Decía
que era raro que yo no la tuviera presente porque ya nos
habíamos cruzado antes, ella trabajaba en una tienda
a dos cuadras del taller; que se llamaba Adriana y era de
Sagitario, muy sensible; que coleccionaba muñecas.
Hablaba tanto que me costaba seguirla. Pero lo realmente
difícil era sostenerle la mirada. En un momento en
que bajé la vista, me vi el anillo de casamiento.
Igual ya era tarde, esas cosas a las mujeres no se les escapan,
pero Adriana no lo había mencionado. Señal
de que no le importa, pensé, y le agarré una
mano: lo peor es pasar por lerdo. Ella sonrió aprobadora
y empezó a jugar con mis dedos como si lo viniera
haciendo desde siempre. Mientras, me contaba que vivía
con la madre, que no era compañía para ella
porque no se entendían. «¿Y tu papá?»,
le pregunto. Ahí hizo un silencio y apartó
de mí la mirada por primera vez. Miró la calle
y descubrió la caravana de un circo que se acercaba.
Le agarró un entusiasmo descomunal. El circo desfilaba
frente a nosotros y ella me señalaba los payasos
y nombraba a los animales. Estuvo eufórica hasta
que ya no pudo ver el último carromato ni con la
cara pegada al vidrio de la ventana. Después se calmó
de a poco y retomó la charla para decirme que tenía
mala suerte con los hombres, porque los que se le acercaban
eran del tipo de mi socio, y que no salía con nadie.
Aquí paró de hablar, como esperándome.
Entonces le dije qué lástima, tan linda y
solita, y que me gustaría acompañarla un poco.
Aceptó. Quedamos en que la iba a ir a buscar a la
salida de la tienda cualquier día de esos y se fue
porque tenía que volver a trabajar.

Cuando
le conté a mi socio, no se alegró nada. Claro,
él es joven, mide uno noventa y hace aparatos. Seguro
que mucho no me creyó y como después no le
volví a hablar de Adriana debió pensar que
todo había sido un cuento para hacerlo rabiar. La
verdad es que los días se me iban pasando y no me
decidía a buscarla. Raro, porque ganas tenía;
creo que en el fondo presentía algo.

No
habría pasado una semana de la charla en el café,
cuando una tarde que yo estaba en la fosa poniendo un chapón,
oigo a mi socio que me llama. Apenas me asomo, le veo la
sonrisa medio forzada. Me señala la puerta con la
cabeza. Subo y ahí estaba Adriana, con unos pantalones
blancos muy justos y un paquetito largo envuelto para regalo.
«Qué hacés, vení, pasá»,
le dije, qué le iba a decir. Ella no se movió:
las mujeres sólo entran al taller sobre cuatro ruedas,
las que entran de a pie saben que están en territorio
enemigo, o sea: buscan guerra. Fui yo caminando hasta la
puerta. «¿Qué hace la chica más
linda del barrio?», le digo. Ella sacudió el
pelo nerviosa, y poniendo cara de reproche y de disculpa
al mismo tiempo, me dijo: «Sos un poco mentiroso vos,
me cansé de esperarte». Yo empecé medio
trabado porque no tenía ninguna excusa pensada: que
sí, que iba a ir, pero que había estado tapado
de trabajo y no lo podía largar solo a mi socio,
que no me había olvidado, cómo iba a olvidarme.
Ella estaba cruzada de brazos y con una mano tocaba el piano
sobre el pulóver; me miraba muda, con la cabeza ladeada
y los labios fruncidos. Al final hizo como que no le importaba.
«Te extrañé mucho -dijo-, esto es para
vos», y me da el paquetito. Yo no lo quería
aceptar pero no me dio tiempo. «¿Vas a ir a
buscarme?» dijo. «Sí, claro que voy a ir,
no fui por lo que te dije, en serio (la miraba a los ojos
para parecer sincero). La pura verdad, te juro». Poco
a poco, se le iba aflojando la desconfianza, me di cuenta
de que quería creerme. «No veía la hora
de verte de nuevo», le dije para rematar. «¿Y
cuándo vas a ir?», me pregunta bajito con la
voz desafinada, casi con miedo. Yo demoré en contestarle,
no podía creer lo que me pasaba, me parecía
haber retrocedido veinte años. «Mañana,
mañana cuando salgas del trabajo tomamos un café»,
le digo. Fueron palabras mágicas, se le borró
la preocupación de la cara y se puso contenta como
antes. «Bárbaro, te espero», me dice; y
ya se iba, como para que no pudiera arrepentirme. «Esperá
que abro el regalo», le grité. «Te espero
mañana», gritó también ella desde
lejos.

Me
quedé ahí parado con el paquete. «¿Qué
será?», dije pensando en voz alta. «Un
forro gigante, los enanos tienen fama de superdotados»,
contestó mi socio. Yo torcí la boca y lo dejé
riéndose solo. Me revientan las bromas sobre mi estatura.
Era una corbata a rayas, de colores sobrios; se notaba que
ella, al elegirla, había pensado en mi edad. Yo no
entendía nada. Después, en frío, me
parecía que el asunto no podía ser como aparentaba.
Demasiado fácil. Ya no puedo creer así nomás
en un amor a primera vista: a veces me miro al espejo. Ni
de galán maduro puedo dármelas.

Al
otro día, en el café, llevábamos un
buen rato de charla y yo no había encontrado la oportunidad
para ponerla a prueba. De nuevo no podía meter ninguna
cuña en la conversación. Ella me venía
contando su vida desde el principio, como para que yo supiera
hasta el último detalle. De golpe noté que
se había saltado una parte. Sin explicarme nada había
dicho: «Cuando quedamos solas, entré a trabajar
en la tienda, de algo teníamos que vivir. Pero necesito
otra cosa: la plata apenas si nos alcanza para comer».
«¡Y me regalaste una corbata!», le digo.
Ella sonrió orgullosa. «Justamente yo también
quería hacerte un regalo – le dije- pero no sé
qué comprar». Saqué un billete de cien.
«Tomá, comprate lo que quieras». Se puso
triste. «Si querés regalarme algo, comprame
un chocolate grande», contestó. Yo respiré
aliviado. Cuando salimos, le compré un chocolate
enorme, y antes de que subiéramos al coche ya se
lo estaba comiendo.

Estacioné
por ahí cerca, en un lugar tranquilo. Paré
el motor y la miré fijo, como dispuesto a ir al grano.
Ella pareció sorprenderse y dejó de masticar,
fue un segundo nomás. Después siguió
comiendo, se hacía la distraída. Todavía
le quedaba la mitad del chocolate, y para apurar la cosa,
le pedí que me convidara. Me dio un pedacito que
ni se veía. «Qué generosa», le dije.
Ella levantó los hombros. No sé si me parecía
a mí o el chocolate ese no se terminaba nunca. Al
fin lo terminó y se inclinó sobre mi pecho.
Mientras sólo le acariciaba el pelo y le hacía
cosquillas detrás de la oreja anduvimos bien. Se
quedaba quietita como una gata mimosa. Pero no bien intenté
bajar la mano me dijo: «No, seguí así
que me gusta». Qué sé yo cuánto
tiempo me tuvo con lo mismo, ya estaba aburriéndome.
Medio me enojé, hacía mucho que no me quedaba
con las ganas. Entonces me dejó besarla, pero con
un quite de colaboración total. Eso me molestó,
puse en marcha el auto y la llevé a la casa. En el
camino apenas si le contestaba lo que decía. Me rompía
la cabeza pensando: si ella sabe que soy casado, ¿a
qué tantas vueltas?, no iba a pretender que le hiciera
el novio. ¿Pero quién entiende a las mujeres?,
hacen cosas inexplicables y al tiempo uno se da cuenta de
que lo llevaron de aquí para allá como un
gallito ciego para llegar a donde era más fácil
ir derecho.

Había
quedado bien calentito y se lo comenté a mi socio.
«Estará loca, qué sé yo – dice
-, si no es para sacarte plata debe estar loca». «¿Qué
querés decir?», le dije. «Bueno, no sé,
se habrá enamorado», contestó con cara
de sobrador. Sigue con la sangre en el ojo, que se vaya
al diablo, pensé. Y me puse a trabajar para no seguir
hablando. Estuve toda la tarde que no me aguantaba ni a
mí mismo. Cuando estábamos ordenando el taller
para irnos caí en la cuenta de que había entregado
un coche sin el filtro de aire; y él, al ver el filtro
en mi mano, sonrió burlón e hizo sonar un
beso largo con ademanes. Preferí no hacerle caso,
porque si no, se armaba. Para peor, a la noche, anduve dando
vueltas por la casa como enjaulado y mi mujer empezó
a mirarme torcido. Ella me había agarrado en un renuncio
hacía dos años y ahora olía el peligro
como un escape de gas en la cocina. La diferencia era que
esta vez no me importaba. Cuando vino a acostarse me hice
el dormido. Estaba preocupado: a mi mujer la quería
y nunca había tenido problemas con mi socio. Me daba
cuenta de cuánto se podía complicar mi vida
por culpa de Adriana. Decidí que cuando la volviera
a ver, tenía que quedar todo muy claro o terminar.
Pero la vez siguiente fue lo mismo, mantuvo la defensa en
alto todo el tiempo. Hablaba de las discusiones que tenía
en el trabajo o con la madre y se quedaba esperando mi opinión.
¿Esta mina me querrá para que le dé
consejos?, pensaba yo. Entonces le dije: «Mirá
Adriana, yo soy un hombre casado y no tengo ningún
problema con mi mujer, ¿me entendés?, NINGUN
PROBLEMA. Tengo tres hijos, la mayor tiene tu edad, y la
familia es lo más importante para mí. Me gustás
mucho, podemos pasar buenos ratos juntos, todo lo que vos
quieras. Pero ahí se terminó, ¿entendiste?
No quiero que te equivoques».

No
entendió. «¿Y cómo es ella?»,
preguntó. «¿Mi mujer?», le digo.
«No, tu hija, la de mi edad». Yo me quedé
cortado. «Qué sé yo, soy el padre: es
bonita…, una chica sin complicaciones, alegre», le
dije. Ella no preguntó más, me miraba como
de lejos. «Vamos, qué pasa -le digo-, si no
hay ningún drama, podemos divertirnos». Negó
con la cabeza. «Vamos», le dije de nuevo, y ella
volvió a negarse. Se estaba poniendo pesada. Perdido
por perdido me arriesgué: «No demos más
vueltas. Vamos a un buen hotel, ¿eh?». Primero
pensé que no había escuchado, después
soltó un no tan cortito y débil que apenas
pude oírlo. Y no hablamos más, por un rato
cada cual estuvo en lo suyo. Me costó, pero al final
lo decidí. «Está bien – le dije -, vos
elegís…Y otra cosa: no vuelvas a aparecerte por
el taller, esto se terminó». Ella siguió
callada. Se había puesto pálida. Me besó
como a un amigo y bajó del auto. Qué le voy
a hacer, pensé, si hubiera aceptado habría
sido como tocar el cielo con las manos, pero así
no podíamos seguir. Había hecho bien: me la
había sacado de encima a tiempo. Al menos eso creí
y me sentí aliviado.

Serían
las diez de la mañana del día siguiente cuando
apareció por el taller, feliz y desenvuelta, hablando
mucho de todo menos de la tarde anterior; parecía
haberla borrado. Pensé que era su forma de perdonarme,
así que le seguí el juego. Traía una
camisa de regalo y me preguntó si iba a ir a buscarla
a la tarde. Le dije que no podía y que se llevara
la camisa. Pero no pude convencerla. A los tres días
volvió; me contó mi socio porque yo no estaba.
Y a la mañana siguiente, como me avisaron, me escondí
antes de que me viera; igual me dejó un cinto. Yo
no quería saber nada, me agarraba la cabeza. Si iba
a la tienda a devolverle las cosas seguro que se ponía
a discutir y hacíamos un papelón. Mandárselas
con otro era inútil porque no las iba a recibir.
Y si me las quedaba: ¿cómo la explicaba a
mi mujer que había comprado todo eso?. La única
solución era guardarlas en el taller para ir sacándolas
de a poco; pero no quise, hubiera sido como aprovecharme
de ella. En algún momento se va a cansar, pensaba
yo cada vez que, desde mi escondite, veía que asimilaba
el no está sin pestañear siquiera, casi indiferente.
Y, sin embargo, volvía. Me hacía sentir un
cretino.

Ante
mi socio, yo aparentaba tomármela en broma. «¿Viste
cómo me quieren las chicas? ¿a que a vos no
te hacen regalos como estos?», le decía. «A
mí las minas me dan cosas mejores», gruñía
él; y todo terminaba ahí. Hasta que ayer,
después que ella se fue, de comedido nomás,
se puso a opinar. «Lo que quiere esa mina es un macho
que la atropelle – dice -. Estate atento cuando vuelva que
te voy a enseñar cómo se hace. Vas a ver que
le hago cambiar las pilchas por otras para hombre».
Yo me enfurecí. Le dije que si le ponía un
dedo encima a Adriana le reventaba la cabeza de un fierrazo
y que, desde ya, fuera pensando en poner un taller por su
cuenta. «Pará, loco – dijo -, no sabía
que estabas de novio». No le contesté. En el
momento, él tampoco agregó nada, pero un poco
después me dijo: «Si hablás en serio,
sabé que a lo de ponerme por mi cuenta le vengo dando
vueltas desde que estás en la luna». Quedé
aturdido, sin saber qué decir, no imaginaba que podía
llegar tan lejos. Era cierto, yo había estado muy
distraído; si no habíamos tenido problemas
con los clientes había sido porque él vigilaba
mi trabajo. En todo ese día apenas si nos hablamos,
yo tragándome la humillación, y él
agrandado por lo dicho. A eso de las cinco me cambié,
tiré todos los regalos en el asiento de atrás
del coche, y fui a esperar a Adriana a la salida de la tienda.

Cuando
me vio se le iluminó la cara y subió al auto
enseguida. No la dejé besarme. «Te había
dicho que no fueras al taller – le digo -. A ver si nos
entendemos: NO QUIERO SABER MAS NADA. Borrate para siempre,
¿entendés?, bien clarito: PARA SIEMPRE. Yo
no le hago el novio a nadie, ni a vos ni a nadie. Y, oíme
bien, ahora voy a llevarte a tu casa, y te vas a guardar
tus regalos. De todo esto no quiero conservar ni el recuerdo».
Se lo dije de un tirón, quería ser como una
aplanadora, matarla, que no le quedara aire para contestarme.
Pero no. «En mi casa no bajo», dijo ella, y se
puso a jugar con los dedos en mi pelo, en plena avenida,
a la vista de todos. Arranqué y desaparecí
de ahí, subí a la Panamericana. Para hacerme
reír, me hacía cosquillas en la nuca, que
la tengo sensible pero, como yo no aflojaba, me desabrochó
la camisa y empezó a acariciarme el pecho. Decía
que yo tenía razón, que se había portado
como una tonta y que ahora iba a ser una nena obediente.
Yo manejaba serio, mirando fijo la ruta, como si no la oyera.
Ella bajaba la mano cada vez más. «¿Adónde
vamos?», me dice pasando suavecito un dedo sobre mi
piel, al borde del cinturón. «Qué sé
yo, para el lado de Córdoba, te bajo en Chañar
Ladeado o por ahí, después volvete como puedas»,
le dije medio atragantado y temblándome la voz. Ella
sonrió. Bah, sí, me juego, pensé, la
llevo a un hotel. Pegué un volantazo y bajé
de la autopista. Ella, sorprendida, sacó la mano
y miró alrededor. Cuando, en vez de retomar la ruta
para volver, seguí por la callecita lateral, se enderezó
muy seria en el asiento: teníamos el hotel enfrente.
Yo seguí adelante sin mirarla, tan mudo como ella;
que notara que estaba decidido.

No
bien entramos en la habitación empecé a desvestirme.
Ella seguía sin abrir la boca, mirándome,
parada cerca de la puerta. «¿Y?», le digo.
No contestó. Me sentí incómodo: es
difícil desnudarse frente a una mujer vestida que
lo mira a uno. «¿Qué pasa ahora?»,
le pregunté recelando la respuesta. «No quiero»,
dijo. Zas, empezamos de nuevo, pensé; y dejé
caer los brazos como quien está en el colmo del cansancio.
«No quiero», volvió a decir casi rogándome.
Yo vi que era inútil y me puse de mal humor. «Bueno,
se acabó, vámonos», le dije muy seco.
Ella habrá notado que esta vez iba en serio o esperaría
otra reacción, porque dudó. Pero enseguida
le brillaron los ojos de entusiasmo: «Mejor nos quedamos
un ratito», dijo. Tan perplejo me habrá visto
que lo repitió: «sí, un ratito».
El malhumor se esfumó al instante y me acosté.
Ella se sacó los zapatos y se acurrucó contra
mí, me abrazó. Yo no podía creerlo,
me sentía en las nubes. Empecé a acariciarla.
«Quedate quieto», dijo. «¿Y ahora
qué hice?», le contesté alarmado. «Nada,
contame algo», me pidió como lo más normal.
Me confundió del todo y abandoné: ya no me
quedaba resto. «¡Y qué querés que
te cuente!», le dije resignado. Pensó un momento.
«Algo que empiece con había una vez». A
mí me salió como si hubiera sabido que iba
a pedirme eso: «Había una vez un tipo que estaba
de lo más bien porque no esperaba nada- empecé-.
Hasta que un día le hicieron una sonrisa larga y,
el muy boludo, creyó que podía recuperar el
pelo y la temperatura de veinte años atrás».
Hablaba sin mirarla. No me importaba si me escuchaba o no.
Tardé en darme cuenta de que se había dormido.
Entonces me levanté despacio y empecé a vestirme.
Estaba amargado, me iba a ir, que la despertara el timbre.
Cuando estuve listo, la miré. Dormía profundamente
como una nena de dos años: entregada, con la frente
lisa y los labios flojos. Sólo los chicos se animan
a dormirse a fondo, saben que uno está allí
cuidándolos y creen que puede contra todo, desde
el dolor de oídos hasta las brujas. Me quedé,
no sé cuánto, sentado en el borde de la cama.
Se despertó de a poco. Primero entreabrió
los ojos y me sonrió, después los volvió
a cerrar. Luego estiró las piernas. «Vamos,
apurate -le dije-, se termina el turno». Pero no podía
apurarse. Todavía en el auto seguía amodorrada.
Recién se despertó del todo cuando paré
en un quiosco a comprar cigarrillos. Entonces me miró
vivaracha, con esos ojos enormes que tiene. Qué le
voy a hacer, pensé, las cosas nunca salen como uno
quisiera. Y pedí un atado de rubios y un chocolate
grande.

Autor: Raul Brasca