LA
MODA DEL ORGULLO
ALGO MÁS QUE PALABRAS
De un tiempo a esta parte, se ha puesto de moda el orgullo,
se apuesta por la altanería, cuando en realidad es
complemento más bien de ignorancia, de alarde y fanfarronería.
Por si fuera poco, hay una realidad: Vivimos una época
en lo que se vale por lo que se tiene, no por lo que se es
en valores. Y eso también nos atrofia. Todo se compra
y se vende, hasta la vida, como si fuese una cosa. ¿Por
qué potenciar ese exceso de estimación de sí
mismo?. Quizás para creerse superior a los demás
y aplastar al ínfimo. ¿Para que la pompa y la
vanidad de determinadas conductas?.
Al fin y al cabo, desnudos hemos venido a la vida y despojados
de todos los bienes moriremos. Sin embargo, todo el mundo
quiere coleccionar, con empaque, influencia. Y así,
el mundo cada día se parece más al reino de
los salvajes, a ese león orgulloso que es el más
fuerte a morir y que se manifiesta como auténtico burro
de carga, dominado casi siempre por las multinacionales consumistas.
No piensa.
Pero se declara lo que sea, con tal de recibir notoriedad.
Ante esta situación, cabe preguntarse: ¿Por
qué nos afana y desvela tanto poseer la superioridad?.
Sin duda es el mal de nuestro tiempo. Ser más que nadie
al precio que sea. Eso es lo importante. Se ha perdido el
sentido común como se ha perdido el orden natural,
pretendiendo legitimar el desorden moral, olvidando que cuanto
más alto está uno en la jerarquía social
o en el conocimiento, tanto más se debiera servir y
dar ejemplo.
Desde luego, si nos adentramos en la historia, ese gran espejo
de la humanidad, observamos que el orgullo siempre nos ha
dividido, mientras la humildad nos ha unido. Quien piense
que puede asegurar su vida mediante la acumulación
de bienes materiales, o la jactancia de ser poderoso, muy
pronto se verá privado de ella. La vida pasa en un
suplido. Y no servirán los ilustrísimos, ni
la arrogancia. Ya lo decía Honore de Balzac: «Hay
que dejar la vanidad a los que no tienen otra cosa que exhibir».
Nos inunda una ceguera de orgullo incomprensible y preocupante.
Diversos colectivos, o individualidades que se piensan imprescindibles,
pretenden dejar patente su vanidad como un altanero gallo
que se cree dueño del corral. Acrecentar el orgullo,
pues, no es sinónimo de mayor dignidad. Habrá
que ahondar en qué medida los seres humanos nacen libres
e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están
de razón y conciencia, se comportan como tales.
Desde luego, con el orgullo no se consigue la felicidad ni
aumenta nuestra libertad, como se ha vociferado recientemente.
Precisamente, las injustas desigualdades, la desconfianza
y el orgullo, que existen entre los hombres y las naciones,
amenazan sin cesar la paz y causan las guerras. Comprenderá
el lector, pues, que no me gusta la palabra por su carga de
impertinencia y descaro.
Frecuentemente se acusa de prepotencia y de arrogancia a los
que detentan el poder; una arrogancia, que vemos y denunciamos
en la cúspide, pero que también se agazapa y
se cultiva a todos los niveles de la vida organizada en sociedad.
Pues tal es la arrogancia de los que presumen de títulos
honoríficos o universitarios, de los que se jactan
de alcurnia esclarecida, de victoria en reñidas oposiciones,
de méritos en los concursos, de inmensas fortunas amasadas
con el propio esfuerzo, o simplemente de ganarse la vida ellos
solitos. La estampa de engreimiento me da pánico y
espanto.
Hasta
el orgullo nos puede en la carretera, como si fuésemos
el rey león al volante. Ciertamente, la responsabilidad
en el tráfico, es también cuestión cultural,
de educación vial, lejana de la euforia. Ya nos gustaría
convertir las carreteras en vías más humanas
y tolerantes. ¿Quién no ha recibido un orgulloso
corte de mangas cuando va conduciendo?. ¿Para qué
tantas prisas y tantos riesgos absurdos y altaneros?. ¿Por
qué tanta irracionalidad al volante?. Quizás
para prevenir no sea suficiente el recurso al temor a la sanción,
puesto que no ataja los problemas psicológicos y de
irresponsabilidad moral, tan graves que se producen actualmente
en la conducción, a juzgar por los mismos vídeos
que nos presenta la misma Dirección General de Tráfico,
se precisa además -a mi juicio- la siembra de actitudes
culturales que penetren en lo más profundo de la conciencia
del hombre, lejos de ese orgullo que tanto nos quieren vender.
No lo compren.
El orgullo, pues, no ha de vestirnos, ni desvestirnos, y menos
sacarnos del armario. Prefiero las revoluciones desde el pensamiento
y no desde la vanagloria; puesto que pensar es una gran cosa,
y ante todo, un deber. No debemos cerrar los ojos, hemos de
estar con los oídos abiertos y la mirada amplia. Es
también un ejercicio responsable, que a todos nos atañe.
Hace unos días presenciamos el famoso «orgullo
gay», donde un número nada desdeñable de
hombres y mujeres se manifestaban, para presentarnos sus tendencias
homosexuales, que, aunque a mi juicio son contrarias a la
ley natural, ha de instarnos a todos a escucharles, con respeto
y delicadeza. Sin embargo, como espectador, tengo que decir,
que no me gustó presenciar esa semántica de
orgullo por parte de ellos, ni tampoco las chirigotas que
se han hecho al respecto. Desde la humildad y la consideración
se evita cualquier estigma de injusta discriminación.
Por eso, lo del orgullo, no me encaja. Detrás de todo
ello, se mueve mucho comercio, nula comprensión al
problema, y mucho fomento de vicio.
Por consiguiente, no es un buen timón que la humanidad
se mueva presa entre el orgullo de la autosuficiencia, de
saberlo todo. Los humos subidos, sin límite alguno,
nos impiden ver el horizonte y pensar. Una educación
prudente enseña la virtud; preserva o sana del miedo,
del egoísmo y del orgullo, de los insanos sentimientos
de culpabilidad y de los movimientos de complacencia, nacidos
de la debilidad y de las faltas humanas. La educación
de la conciencia, en suma, es una garantía hacia la
libertad y ésta sí que nos dona sosiego al corazón.
Autor :Víctor Corcoba Herrero