LA MISIÓN
Delfina Acosta
Tenía doce años. Empezaba a encontrar natural despertarme acosada por un pensamiento. Entonces me levantaba de la cama y me dirigía al gabinete. Allí me sentaba a escribir. Qué sé yo cuántas dudas escribía, pues – ciertamente – anotaba interrogantes. Tarea ardua aquella para una niña que debía estar en su lecho durmiendo, ya que era plena madrugada y hacía un frío espantoso, quizás cadavérico.
En el callejón del pueblo silbaba casi siempre un viento que obligaba a los perros callejeros a meterse en la galería de una iglesia ortodoxa rusa abandonada.
Durante el día solía permanecer huraña.
– ¿No vas a lavarte los cabellos?
– Solamente los pies.
– ¿Por qué no te peinas?
– Con un lazo bastará.
Mi existencia había tomado un rumbo literario. Cuando el sol se ponía en la franja y los elementos deformes y misteriosos de la naturaleza inclinaban con fuerza a los sauces del cementerio, me apuraba la necesidad de escribir.
– Estás mal de la cabeza mi niña – decía la nana, dirigiéndome sus ojos asustados.
Pues claro que sí; que me sentía enferma, yo lo sabía.
Total: ¿qué trazador de versos en letras itálicas, no cae en la cuenta de que su cabeza suele ser invadida, repentinamente, por cientos de langostas?
Escribía por la tarde. Al menos había logrado ajustarme a un horario que no fuera motivo de gritos por parte de mi padre, quien al ver la luz prendida en el gabinete, perdía el sueño nocturno y se levantaba frecuentemente a orinar.
Una tos seca me acosaba.
Sin embargo, me gustaba escucharme toser.
Mi madre me observaba con lástima; sabía que no podía hacer nada por mí, salvo partir en dos mitades perfectas un comprimido de meprobramato, que hacía que tomara con agua.
Bajo los efectos del tranquilizante, me libraba del tormento de la escritura inmediata y del presagio de futuras escrituras escabrosas.
Mi caligrafía ilegible revelaba el ánimo furioso e irritado del mar, que era, a veces, con la vibración mecánica de su marea aventada y con su rugido vespertino, la causa de mis grandes olas de nerviosismo.
Anoté veinte historias sobre el océano.
Pero también escribí sobre un jardinero, que enterraba gatos recién nacidos debajo de una planta de estrella federal, mientras la dueña de la casa, una anciana jorobada, los andaba buscando por el corredor y las habitaciones con una linterna.
Cierta vez hice un cuento sobre una mujer delgada y hermosa, que había salido a la calle, a la medianoche, con un quinqué en la mano. Llamaba a sus mininos perdidos; las ventanas de las casas del pueblo se abrían de par en par y por ellas se asomaban los vecinos.
– No son horas de andar gritando – le decía una señora, que daba de mamar a su niño.
– Gatos malditos. Si los encuentro los mato – gritaba la mujer del quinqué.
Escribir se hizo parte invasora de mi vida. Y también tomar pastillas.
Don José, el farmacéutico, me preguntaba a menudo cuándo publicaría mi libro. Sabía que el libro tendría que salir alguna vez. Pero aún debía definir el argumento de la moza que se había fugado con el gitano. Es más. No estaba segura de la historia. Jamás me convencieron las fugas. Y en esa indecisión batallaba mi conciencia.
El boticario me admiraba. Él también escribía. Como compraba la medicina a crédito, me sentía en la obligación de escucharlo hablar sobre su escritura.
Penumbras en el ártico llamaba a su obra. La cosa es que no sabía decirme ni dos renglones serios y concretos de ella. Mientras envolvía mi medicina recitaba alguna poesía de Amado Nervo. Y luego, como si el poema fuera de su autoría, me preguntaba con un suspiro de satisfacción: Y, ¿qué me dices? Terrible, ¿verdad?
Me estaba enfermando en serio. La obra crecía, se agigantaba, iba y venía por las costillas de mi salud. Tenía la impresión de que el mar, la moza de los hermosos cabellos negros enamorada del gitano, los mininos de ojos relampagueantes y extraviados, todos, estaban metidos en mi gabinete.
Mis ojeras me delataban.
– Pero si estás muy mal – me reclamaba mi nana.
08-04-2010