LA
LOCA
Guy de Maupassant
A
Robert de Bonnières
(Relato inédito en español,
traducido del original francés por Nicolás García
Herrera)
Escuchad, dijo M. Mathieu d’Endolin, las becadas me recuerdan
una anécdota, bastante siniestra, de la guerra. (En
la imagen, una becada).
Conocéis mi propiedad en el suburbio de Cormeil. Vivía
el momento de la llegada de los prusianos.
Tenía entonces por vecina a una especie de loca, cuyo
espíritu se había extraviado por los golpes
de la desgracia. Antaño, a la edad de veinticinco años,
había perdido, en un solo mes, a su padre, a su marido
y a su hijo recién nacido.
Cuando la muerte entra una vez en una casa, regresa casi siempre
inmediatamente, como si conociera el camino.
La pobre chica, fulminada por la pena, en la cama, deliró
durante seis semanas. Luego, una especie de cansancio tranquilo
sucedió a esta crisis violenta, quedó inmóvil,
sin apenas comer, moviendo solamente los ojos. Cada vez que
quería ser lavada, gritaba como si fuera a morir. Se
la dejaba siempre acostada, no quitando las sábanas
más que para los cuidados del aseo y para remover el
colchón.
Una vieja criada permanecía junto a ella, haciéndola
beber de vez en cuando, o masticar un poco de carne fría.
¿Qué pasaba por su alma desesperada? No se supo
nunca; pues ella no volvió a hablar. ¿Pensaba
en los muertos? ¿Soñaba despierta tristemente,
sin recuerdos precisos? ¿O quizás su pensamiento
anonadado quedaba inmóvil como el agua estancada?
Durante quince años permaneció así, encerrada
e inerte.
Vino la guerra; y, en los primeros días de diciembre,
los prusianos entraron en Cormeil.
Lo recuerdo como si fuera ayer. Helaba hasta rajar las piedras;
y yo estaba tendido en un sillón, inmovilizado por
la gota, cuando oí el golpeteo pesado y rítmico
de sus pasos. Desde mi ventana los veía pasar.
Desfilaban interminablemente, uniformes, con ese movimiento
de monigotes que les es particular. Más tarde los jefes
distribuyeron a sus hombres entre los habitantes. Yo tuve
diecisiete. La vecina, la loca, tenía doce, entre ellos
un comandante, verdadero soldado, violento, brusco.
Durante los primeros días todo discurrió normalmente.
Se le dijo al oficial que la señora estaba enferma;
y él no se inquietó apenas. Pero pronto esta
mujer a la que no se veía nunca le irritó. Se
informó sobre la enfermedad; se le respondió
que su anfitriona estaba acostada desde hacía quince
años, tras un violento disgusto. Sin duda no creyó
nada, y se imaginó que la pobre insensata no dejaba
su cama por altivez, por no ver a los prusianos, y no tener
que hablarles, ni siquiera rozarles.
Exigió que ella le recibiera; se le hizo entrar en
su habitación. Pidió en un tono brusco:
«Le
ruego, señora, que se levante y se arregle sin miedo».
Ella giró hacia él sus ojos vagos, sus ojos
vacíos, y no respondió.
Él
repitió:
«No
toleraré ninguna insolencia. Si no se levanta usted
con diligencia, encontraré un medio de haceros mover
de aquí.»
Ella no hizo un gesto, siempre inmóvil como si no lo
hubiera visto.
Él
se encorajinaba, tomando este silencio tranquilo por un signo
de desprecio supremo. Y añadió:
«Si
usted no esta lista mañana…»
Luego, salió.
Al día siguiente, la vieja criada, confusa, la quiso
vestir, pero la loca se puso a aullar, resistiéndose.
El oficial subió con rapidez; y la sirvienta, poniéndose
de rodillas, gritó:
«No
quiere, señor, no quiere. Perdónela; es muy
desgraciada.»
El soldado, confuso, no se atrevía, a pesar de su enfado,
a hacerla sacar de la cama por sus hombres. Pero de repente
se echó a reír y dio órdenes en alemán.
Y pronto se vio salir un destacamento que sostenía
un colchón como se lleva a un herido. En esa cama,
que no se había deshecho, la loca, siempre silenciosa,
permanecía tranquila, indiferente a los acontecimientos
en tanto se la dejase acostada. Un hombre, detrás,
iba con un paquete de ropa femenina.
Y el oficial dijo frotándose las manos:
«Nosotros
lo haremos, si no puede valerse sola para dar un animado paseo».
Luego se vio alejarse el cortejo en dirección al bosque
de Imauville.
Dos horas más tarde los soldados regresaron solos.
No se volvió a ver a la loca. ¿Qué habían
hecho con ella? ¿Dónde la habían llevado?
No se supo jamás.
La nieve caía ahora día y noche, sepultando
la llanura y los bosques bajo una capa de crema helada. Los
lobos venían a aullar hasta nuestras puertas.
Pensar en esta mujer perdida me atormentaba, e hice varias
gestiones cerca de las autoridades prusianas a fin de obtener
información. Estuve a punto de ser fusilado.
Volvió la primavera. El ejército de ocupación
se alejó. La casa de mi vecina permanecía cerrada.
La hierba tupida crecía en los caminos.
La vieja sirvienta había muerto durante el invierno.
Nadie se ocupaba ya de esta aventura. Sólo yo pensaba
sin cesar.
¿Qué
había sido de esta mujer? ¿Había huido
a través del bosque? La habrían recogido en
alguna parte o ingresado en un hospital sin poder obtener
ninguna información sobre ella. Nada venía a
aligerar mis dudas, pero poco a poco el tiempo apaciguó
la preocupación de mi corazón.
Ahora bien, en el otoño siguiente las becadas pasaron
en masa y, como mi gota me daba un poco de respiro, me arrastré
hasta el bosque. Había matado ya cuatro o cinco pájaros
de pico largo, cuando abatí uno que desapareció
en una fosa llena de ramas. Me vi obligado a descender allí
para recuperar mi presa. La encontré tumbada cerca
de una calavera. Y bruscamente el recuerdo de la loca llegó
a mi pecho como un puñetazo. Quizás otros habrían
expirado en estos bosques durante ese año siniestro,
pero yo no sé por qué estaba seguro, seguro
digo, de que encontré la cabeza de esta miserable maníaca.
Y de repente comprendí, adiviné todo. La habían
abandonado en el colchón, en el bosque frío
y desierto y, fiel a su idea fija, se había dejado
morir bajo el espeso y ligero plumón de las nieves
y sin mudar la posición de un brazo o una pierna.
Luego los lobos la habían devorado.
Y los pájaros habían hecho sus nidos con la
lana de su cama desgarrada.
He guardado esta triste osamenta.
Y he hecho votos para que nuestros hijos ya no vean nunca
la guerra.