LA
ASPIRANTE A ESCRITORA
«La
escritura te dio la libertad», así rezaba el epitafio
del sepulcro de Luisa García Cejero. Los empleados
del cementerio encajaron la losa, sellaron la tumba y dieron
por finalizada su labor en el entierro. Un día demasiado
bonito, demasiado soleado, demasiado primaveral como para
ayudar a mantener la melancolía que se merecía
el solemne acto.
Sólo las personas más allegadas a la difunta
asistieron. Allí estaban su marido, sus suegros, un
hermano, tres parejas de amigos y su profesora del taller
de letras. Escaso público para despedir una vida que
se truncó en plena juventud.
La presencia de tan poca gente en el funeral, no era debido
a que ella fuese antisocial o de carácter irascible
e introvertido. No, no, nada de eso. La culpable de su soledad
y de su reducido círculo de amistades, fue la terrible
depresión que le embargó, hace cosa de un año,
cuando quedó desempleada por culpa de la quiebra de
la compañía donde realizaba sus funciones como
secretaria.
Tras esto, intentó infructuosamente encontrar otro
empleo, pero no obtuvo resultados. Perdió el interés
por todo y permaneció encerrada en casa.
No salía ni siquiera a comprar, no hablaba con nadie,
llevaba una vida de clausura. Tumbada en el sofá, día
tras día, sin ilusión, envuelta en un clima
de apatía, viendo la televisión o en la cama
durmiendo, despreocupándose de lo que acontecía
a su alrededor, éste era todo su mundo en su encierro.
Se abandonó físicamente y acabó engordando
de forma desmesurada. Su dejadez corporal y su aspecto descuidado,
hacía que pareciese mucho mayor de lo que en realidad
era.
Las relaciones en su matrimonio se deterioraron a causa de
su actitud pasiva frente a la vida. Poco a poco, la convivencia
se fue erosionando, quedando muy poco de aquel amor que les
llevó ante el altar. En su lugar, sólo existía
monotonía, desencanto y distanciamiento.
Durante los tres últimos meses, mejoró su estado
de ánimo. Su psicólogo le convenció para
que tuviese una afición, algo que le ayudase a distraerse
y le obligase a salir del profundo agujero emocional en el
que se encontraba inmersa.
A ella siempre le había gustado mucho leer y, en alguna
ocasión en la que se decidió a escribir, no
lo hizo del todo mal, aunque todavía, tenía
que depurar mucho su estilo. Su marido, siguiendo las recomendaciones
dadas por el doctor y viendo que su esposa estaba animada
con el asunto, le sugirió que asistiese a una academia
de escritura que un compañero del trabajo le recomendó.
La mujer comenzó a asistir a las clases con entusiasmo.
Como consecuencia de ello su carácter cambió
a mejor. El aliciente por aprender algo que le gustaba, que
le atraía, le rescataba de los tentáculos de
la depresión y le proporcionaba, cosas para pensar
fuera del terreno de la autocompasión.
Los compañeros que conoció en la clase, eran
un poco bohemios y ella no terminaba de encajar con su ambiente.
La profesora era una mujer más joven que ella, tan
sólo, unos dos o tres años, poseía un
buen tipo, era atractiva, dinámica, exigente y, a pesar
de su edad e imagen desenfadada, introducía disciplina
prusiana en sus clases.
Para avanzar adecuadamente y evitar que se perdiera el ritmo
de las clases, cada día era necesario presentar realizados
los ejercicios. ¡No valían las excusas!. Si un
día faltaba alguien, no importaba, su ejercicio quedaba
pendiente y cuando volviese debía llevarlo hecho.
Los temas eran muy variopintos. A cada cual le tocaban temáticas
diferentes, no era el mismo ejercicio para todos los alumnos.
En cada clase, se presentaban los deberes del día anterior.
Éstos eran leídos, se revisaban y criticaban
en grupo por los demás alumnos. Al leerse y narrarse
los textos en voz alta se escenificaban y, con ello, se apreciaban
mejor los errores en la redacción y la composición
de los escritos, pero el sarcasmo y la ironía de la
profesora para magnificar los errores y hacerlos claramente
perceptibles, no eran gratamente recibidos por los evaluados.
A Luisa, no le gustaba esta parte de la exposición,
tenía miedo cada vez que salía frente al público,
aunque fuesen sus compañeros de clase.
Como alumna, era consciente que todas las correcciones y las
recomendaciones que le hacía la profesora, eran para
garantizar su correcta formación y, cuando se está
aprendiendo, se deben de aceptar y reconocer los errores propios
sacando provecho de ellos.
No obstante, ella poseía la impresión personal
que, en ocasiones, la profesora la trataba con excesiva dureza
y saña. Este tipo de especial deferencia hacia su persona,
se evidenció a lo largo de esta semana, en la cual,
tuvo que presentar dos veces el mismo ejercicio y fue rechazado
en ambas ocasiones. Además, en situaciones como ésta,
en las que era repetido por haber sido rechazado, la clase
se convertía
en humillante para el alumno, aunque no dejaba de ser por
ello, como siempre, muy ilustrativa.
El carácter gruñón de la profesora no
facilitaba las cosas, pero su pasión por la literatura
hacía que fuese una estupenda tutora y que fuesen perdonables
sus reprimendas fuera de tono, por lo que esto no disipaba
la ilusión y las ganas de Luisa por continuar aprendiendo
a escribir.
Ella se había empeñado en sacar el curso adelante
y, pasase lo que pasase, lo conseguiría. Se aferró
a aquella idea con la misma determinación que lo hace
el sobreviviente de un hundimiento cuando se agarra a una
tabla a la deriva en mitad del océano.
El ejercicio que le tocó desarrollar y, con el cual
no conseguía convencer a su poco compasivo público,
consistía en redactar la nota de suicidio de una mujer
que había perdido las esperanzas de seguir viviendo.
No importaba el motivo que albergase la mujer para ello, ni
cómo lo fuese a llevar a cabo, sólo era necesario
expresar los sentimientos que embargaban a esta persona, momentos
antes de quitarse la vida.
¡La empresa no era fácil!. Era preciso ponerse
en la piel de la suicida, interiorizar toda su melancolía
y su tristeza para, más tarde, darle forma, plasmando
estas emociones en la nota de despedida escrita por ella.
La redacción estaba resultando bastante difícil
y complicada. Las ocasiones en que presentó los textos
en clase, no habían superado la exposición.
El mensaje sonaba artificial, forzado, carecía de la
suficiente credibilidad y sentimiento.
Verdaderamente, ella reconocía que sus textos habían
estado vacíos, no hubo sentimientos encerrados en sus
letras, pero no vislumbraba la forma de hacerlo más
creíble.
Esta tarde no iría a clase, no valía la pena
perder el tiempo y presentarse allí, no tenía
todavía el ejercicio terminado, no quería redactar
otro texto mediocre y que fuese rechazado de nuevo. No se
levantaría de su escritorio hasta haberlo conseguido.
¡No cedería en su empeño!.
En la papelera yacían arrugadas tres o cuatro páginas
que contenían intentos fallidos. Estaba enojada consigo
misma y no era éste el sentimiento que debía
albergar, en su corazón sólo podía haber
dolor, tristeza y más tristeza.
Por un momento dejó de escribir e indagó entre
sus vivencias. Buscaba algo especialmente fuerte y triste,
algo que fuese capaz de transportarla a la situación
emocional en la que se encontraría una persona dispuesta
a quitarse la vida.
Indagando en su pasado, allá en su infancia, recordó
aquellos días de lloros y padecimiento en su casa.
Ella y su hermano, eran pequeños, mentes demasiado
infantiles e inocentes como para entender por qué su
papá le pegaba a su mamá, por qué las
malas maneras y los gritos, por qué la bebida y las
borracheras.
Después, al crecer, comprendieron el sufrimiento de
aquella madre que entraba llorando a su cuarto, para guarecerles,
a ella y su hermano, de la furia desencadenada por la embriaguez
etílica de su padre. Por suerte, después de
tantos años de bebida, la cirrosis se lo llevó
al otro mundo, antes que los hijos tuviesen edad para hacerle
frente. ¡Muerto el perro, se acabó la rabia!.
No se desperdiciaron lágrimas en el entierro de aquel
mal hombre. ¡No se las había ganado durante su
vida!.
Continuando con su ejercicio de concienciación, Luisa
se metió en la piel de su madre, tratando de entender
el padecimiento de aquella mujer, que toda su vida fue esclava
de su matrimonio, de aquella situación tan precaria,
con unos hijos pequeños por los que luchar, prisionera
en su propio hogar sufriendo un destino elegido, pero no deseado.
Comenzó a escribir un borrador. Las palabras fluían
solas, manando como chorros de melancolía procedentes
directamente desde lo más profundo de su alma. Una
profunda tristeza la inundó, tenía el corazón
encogido, los ojos se le llenaron de lágrimas. Su escritura
se volvió temblorosa e irregular; no era capaz de distinguir
claramente su propia letra. Entre sollozos, alguna que otra
lágrima cayó sobre lo ya escrito en el papel,
emborronándose algunas palabras.
Al terminar, lo leyó despacio con la finalidad de darle
forma, pero no era necesario retocarlo, le había salido
«redondo», estaba bien como estaba. Había
resultado fantástico, cualquier cambio hubiese estropeado
el escrito corrompiendo el sentimiento que consiguió
plasmar en aquellas breves líneas.
En ese instante se escuchó cerrarse la puerta de la
vivienda. Su marido llegó procedente del trabajo, no
había sido un buen día para aquel hombre. Se
paró en mitad del pasillo y observó a su esposa
triste y llorosa. Él no quiso preguntar el motivo,
tampoco le importaba, aquella situación se daba demasiado
a menudo y por cualquier tontería.
En momentos así, lo peor que podía hacer era
preocuparse, ya que eso le daba pie
a ella a descargar sus frustraciones sobre él y ya
estaba cansado de ser su paño de lágrimas. Según
las recomendaciones del psicólogo, él debía
esperar hasta que ella estuviese dispuesta a contarle lo que
le ocurría, pero esto debía ser por voluntad
propia de ella y no algo inducido.
Luisa se levantó del escritorio, vio a su marido, pasó
por su lado, no le dio un beso
de bienvenida, ni siquiera, lo saludó, simplemente
lo miró con indiferencia, después, se dirigió
al balcón a tomar un poco de aire para hacer que bajase
la rojez de sus ojos tras el llanto.
El marido la siguió fríamente con la mirada,
tomó el papel del escritorio y quedó leyéndolo
mientras ella salía. Al terminar de leerlo, permaneció
pensativo y, a continuación, él también
se dirigió hacia el balcón.
Unos segundos después, se escuchó el grito desgarrado
de Luisa precipitándose al vacío, le siguió
el susto de una viandante en mitad de la calle, instantes
de histeria nerviosa, sólo a un par de metros delante
de ella, había caído el cuerpo. Ahora, inmóvil,
yacía desarticulada en el suelo. Una mancha roja de
sangre extendía la muerte sobre el gris pálido
de la acera.
Arriba, en el balcón, su marido miraba a la calle,
con las manos en la cabeza y el rostro desencajado por la
escena, paralizado por el horror, observando atónito
el cuerpo sin vida de Luisa.
Hoy,
reunidos en aquella ceremonia íntima y familiar, le
brindaban un adiós a aquella vida que fue tan atormentada
en sus últimas épocas, con la esperanza, que
en su próximo destino, su alma alcanzase la paz y el
sosiego que no pudo hallar en este mundo.
El dramático desenlace era previsible para todo aquel
que conocía a Luisa y sabía de su pasado reciente,
sobre todo, teniendo en cuenta sus antecedentes depresivos.
El hermano de la fallecida observaba a su cuñado, tratando
de adivinar lo que pasaba por su mente. El viudo no parecía
que estuviese visiblemente afectado por la pérdida
de su esposa. En cierto modo era comprensible, él era
consciente que la enfermedad dejó muy tocada a su hermana.
La pobre, se había convertido en una pesada carga a
soportar por cualquiera que compartiese sus días con
ella, pero él pensaba que todo esto ya estaba superado,
al menos, éstas eran las noticias que había
recibido en los últimos meses.
Llegó el momento de las despedidas. Besos, abrazos,
pésames, mutuos consuelos. Todo muy normal excepto,
cuando aquella chica, que permaneció sola durante la
ceremonia, le ofreció las condolencias al viudo. Un
brillo especial surgió en sus miradas, algo que indicaba
algún tipo de complicidad entre ambos.
Sólo el hermano de la fallecida percibió el
sutil detalle. No tenía ni idea de quién era
aquella muchacha, ni culpaba a su cuñado por haberse
buscado una compañera sentimental. Sin embargo, en
el fondo de su corazón, una duda latía incesante,
en el vecindario, se rumoreaba que él había
empujado a su esposa para que cayese por el balcón,
otras personas afirmaban que su hermana estaba muy mal emocionalmente
y por ello se había suicidado.
¡Todo eran habladurías!. Él no tenía
ni tiempo, ni posibilidad de investigar lo ocurrido. La vida
ya le proporcionaba suficientes problemas como para ir buscando
algunos más y, al fin y al cabo, para ella todo sufrimiento
había finalizado. Aunque él estaba seguro de
saber lo que allí había ocurrido, no necesitaba
que nadie se lo confirmase.
Autor
: Rafael López Rivera