EL
MANUSCRITO
DE UN LOCO
CHARLES
DICKENS
¡Sí…!
¡Un loco! ¡Cómo sobrecogía mi corazón
esa palabra hace años! ¡Cómo habría
despertado el terror que solía sobrevenirme a veces,
enviando la sangre silbante y hormigueante por mis venas,
hasta que el rocío frío del miedo aparecía
en gruesas gotas sobre mi piel y las rodillas se entrechocaban
por el espanto! Y, sin embargo, ahora me agrada. Es un hermoso
nombre. Mostradme al monarca cuyo ceño colérico
haya sido temido alguna vez más que el brillo de la
mirada de un loco… cuyas cuerdas y hachas fueran la mitad
de seguras que el apretón de un loco. ¡Ja, ja!
¡Es algo grande estar loco! Ser contemplado como un
león salvaje a través de los barrotes de hierro…
rechinar los dientes y aullar, durante la noche larga y tranquila,
con el sonido alegre de una cadena, pesada… y rodar y retorcerse
entre la paja extasiado por tan valerosa música. ¡Un
hurra por el manicomio! ¡Ay, es un lugar excelente!
Me
acuerdo del tiempo en el que tenía miedo de estar loco;
cuando solía despertarme sobresaltado, caía
de rodillas y rezaba para que se me perdonara la maldición
de mi raza; cuando huía precipitadamente ante la vista
de la alegría o la felicidad, para ocultarme en algún
lugar solitario y pasar fatigosas horas observando el progreso
de la fiebre que consumiría mi cerebro. Sabía
que la locura estaba mezclada con mi misma sangre y con la
médula de mis huesos. Que había pasado una generación
sin que apareciera la pestilencia y que era yo el primero
en quien reviviría. Sabía que tenía que
ser así: que así había sido siempre,
y así sería; y cuando me acobardaba en cualquier
rincón oscuro de una habitación atestada, y
veía a los hombres susurrar, señalarme y volver
los ojos hacia mí, sabía que estaban hablando
entre ellos del loco predestinado; y yo huía para embrutecerme
en la soledad.
Así
lo hice durante años; fueron unos años largos,
muy largos. Aquí las noches son largas a veces… larguísimas;
pero no son nada comparadas con las noches inquietas y los
sueños aterradores que sufría en aquel tiempo.
Sólo recordarlo me da frío. En las esquinas
de la habitación permanecían acuclilladas formas
grandes y oscuras de rostros insidiosos y burlones, que luego
se inclinaban sobre mi cama por la noche, tentándome
a la locura. Con bajos murmullos me contaban que el suelo
de la vieja casa en la que murió el padre de mi padre
estaba manchado por su propia sangre, que él mismo
se había provocado en su furiosa locura. Me tapaba
los oídos con los dedos, pero gritaban dentro de mi
cabeza hasta que la habitación resonaba con los gritos
que decían que una generación antes de él
la locura se había dormido, pero que su abuelo había
vivido durante años con las manos unidas al suelo por
grilletes para impedir que se despedazara a sí mismo
con ellas. Sabía que contaban la verdad… bien que
lo sabía. Lo había descubierto años antes,
aunque habían intentado ocultármelo. ¡Ja,
ja! Era demasiado astuto para ellos, aunque me consideraran
como un loco.
Finalmente
llegó la locura y me maravillé de que alguna
vez hubiera podido tenerle miedo. Ahora podía entrar
en el mundo y reír y gritar con los mejores de entre
ellos. Yo sabía que estaba loco, pero ellos ni siquiera
lo sospechaban. ¡Solía palmearme a mí
mismo de placer al pensar en lo bien que les estaba engañando
después de todo lo que me habían señalado
y de cómo me habían mirado de soslayo, cuando
yo no estaba loco y sólo tenía miedo de que
pudiera enloquecer algún día! Y cómo
solía reírme de puro placer, cuando estaba a
solas, pensando lo bien que guardaba mi secreto y lo rápidamente
que mis amables amigos se habrían apartado de mí
de haber conocido la verdad. Habría gritado de éxtasis
cuando cenaba a solas con algún estruendoso buen amigo
pensando en lo pálido que se pondría, y lo rápido
que escaparía, al saber que el querido amigo que se
sentaba cerca de él, afilando un cuchillo brillante
y reluciente, era un loco con toda la capacidad, y la mitad
de la voluntad, de hundirlo en su corazón. ¡Ay,
era una vida alegre!
Las
riquezas fueron mías, la abundancia se derramó
sobre mí y alborotaba entre placeres que multiplicaban
por mil la conciencia de mi secreto bien guardado. Heredé
un patrimonio. La ley, la propia ley de ojos de águila,
había sido engañada, y había entregado
en las manos de un loco miles de discutidas libras. ¿Dónde
estaba el ingenio de los hombres listos de mente sana? ¿Dónde
la habilidad de los abogados, ansiosos por descubrir un fallo?
La astucia del loco les había superado a todos.
Tenía
dinero. ¡Cómo me cortejaban! Lo gastaba profusamente.
¡Cómo me alababan! ¡Cómo se humillaban
ante mí aquellos tres hermanos orgullosos y despóticos!
¡Y el anciano padre de cabellos blancos, qué
deferencia, qué respeto, qué dedicada amistad,
cómo me veneraba! El anciano tenía una hija
y los hombres una hermana; y los cinco eran pobres. Yo era
rico, y cuando me casé con la joven vi una sonrisa
de triunfo en los rostros de sus necesitados parientes, pues
pensaban que su plan había funcionado bien y habían
ganado el premio. A mí me tocaba sonreír. ¡Sonreír!
Reírme a carcajada limpia, arrancarme los cabellos
y dar vueltas por el suelo con gritos de gozo. Bien poco se
daban cuenta de que la habían casado con un loco.
Pero
un momento. De haberlo sabido, ¿la habrían salvado?
La felicidad de la hermana contra el oro de su marido. ¡La
más ligera pluma lanzada al aire contra la alegre cadena
que adornaba mi cuerpo! Pero en una cosa, pese a toda mi astucia,
fui engañado. Si no hubiera estado loco, pues aunque
los locos tenemos bastante buen ingenio a veces nos confundimos,
habría sabido que la joven antes habría preferido
que la colocaran rígida y fría en una pesado
ataúd de plomo que llegar vestida de novia a mi rica
y deslumbrante casa. Habría sabido que su corazón
pertenecía a un muchacho de ojos oscuros cuyo nombre
le oí pronunciar una vez entre suspiros en uno de sus
sueños turbulentos, y que me había sido sacrificada
para aliviar la pobreza del hombre anciano de cabellos blancos
y de sus soberbios hermanos.
Ahora
no recuerdo ni las formas ni los rostros, pero sé que
ella era hermosa. Sé que lo era, pues en las noches
iluminadas por la luna, cuando me despierto sobresaltado de
mi sueno y todo está tranquilo a mi alrededor, veo,
de pie e inmóvil en una esquina de esta celda, una
figura ligera y desgastada de largos cabellos negros que le
caen por el rostro, agitados por un viento que no es de esta
tierra, y unos ojos que fijan su mirada en los míos
y jamás parpadean o se cierran. ¡Silencio! La
sangre se me congela en el corazón cuando escribo esto…
ese cuerpo es el de ella; el rostro está muy pálido
y los ojos tienen un brillo vidrioso, pero los conozco bien.
La figura nunca se mueve; jamás gesticula o habla como
las otras que llenan a veces este lugar, pero para mí
es mucho más terrible, peor incluso que los espíritus
que me tentaban hace muchos años… Ha salido fresca
de la tumba, y por eso resulta realmente mortal.
Durante
casi un año vi cómo ese rostro se iba volviendo
cada vez más pálido; durante casi un año
vi las lágrimas que caían rodando por sus dolientes
mejillas, y nunca conocí la causa. Sin embargo, finalmente
lo descubrí. No podía evitar durante mucho tiempo
que me enterara. Ella nunca me había querido; por mi
parte, yo nunca pensé que lo hiciera; ella despreciaba
mi riqueza y odiaba el esplendor en el que vivía; pero
yo no había esperado eso. Ella amaba a otro y a mí
jamás se me había ocurrido pensar en tal cosa.
Me sobrecogieron unos sentimientos extraños y giraron
y giraron en mi cerebro pensamientos que parecían impuestos
por algún poder extraño y secreto. No la odiaba,
aunque odiaba al muchacho por el que lloraba. Sentía
piedad, sí, piedad, por la vida desgraciada a la que
la habían condenado sus parientes fríos y egoístas.
Sabía que ella no podía vivir mucho tiempo,
pero el pensamiento de que antes de su muerte pudiera engendrar
algún hijo de destino funesto, que transmitiría
la locura a sus descendientes, me decidió. Resolví
matarla.
Durante
varias semanas pensé en el veneno, y luego en ahogarla,
y en el fuego. Era una visión hermosa la de la gran
mansión en llamas, y la esposa del loco convirtiéndose
en cenizas. Pensé también en la burla de una
gran recompensa, y algún hombre cuerdo colgando y mecido
por el viento por un acto que no había cometido…
¡y todo por la astucia de un loco! Pensé a menudo
en ello, pero finalmente lo abandoné. ¡Ay! ¡El
placer de afilar la navaja un día tras otro, sintiendo
su borde afilado y pensando en la abertura que podía
causar un golpe de su borde delgado y brillante!
Finalmente,
los viejos espíritus que antes habían estado
conmigo tan a menudo me susurraron al oído que había
llegado el momento y pusieron la navaja abierta en mi mano.
La sujeté con firmeza, la elevé suavemente desde
el lecho y me incliné sobre mi esposa, que yacía
dormida. Tenía el rostro enterrado en las manos. Las
aparté suavemente y cayeron descuidadamente sobre su
pecho. Había estado llorando, pues los rastros de las
lágrimas seguían húmedos sobre las mejillas.
Su rostro estaba tranquilo y plácido, y mientras lo
miraba, una sonrisa tranquila iluminó sus rasgos pálidos.
Le puse la mano suavemente en el hombro. Se sobresaltó…
había sido tan sólo un sueño pasajero.
Me incliné de nuevo hacia delante y ella gritó
y despertó.
Un
solo movimiento de mi mano y nunca habría vuelto a
emitir un grito o sonido. Pero me asusté y retrocedí.
Sus ojos estaban fijos en los míos. No sé por
qué, pero me acobardaban y asustaban; y gemí
ante ellos. Se levantó, sin dejar de mirarme con fijeza.
Yo temblaba; tenía la navaja en la mano, pero no podía
moverme. Ella se dirigió hacia la puerta. Cuando estaba
cerca, se dio la vuelta y apartó los ojos de mi rostro.
El encantamiento se deshizo. Di un salto hacia delante y la
sujeté por el brazo. Lanzando un grito tras otro, se
dejó caer al suelo.
Podría
haberla matado sin lucha, pero se había provocado la
alarma en la casa. Oí pasos en los escalones. Dejé
la cuchilla en el cajón habitual, abrí la puerta
y grité en voz alta pidiendo ayuda.
Vinieron,
la cogieron y la colocaron en la cama. Permaneció con
el conocimiento perdido durante varias horas; y cuando recuperó
la vida, la mirada y el habla, había perdido el sentido
y desvariaba furiosamente.
Llamamos
a varios médicos, hombres importantes que llegaron
hasta mi casa en finos carruajes, con hermosos caballos y
criados llamativos. Estuvieron junto a su lecho durante semanas.
Celebraron una importante reunión y consultaron unos
con otros, en voz baja y solemne, en otra habitación.
Uno de ellos, el más inteligente y famoso, me llevó
con él a un lado y me rogó que me preparara
para lo peor. Me dijo que mi esposa estaba loca… ¡a
mí, al loco! Permaneció cerca de mí junto
a una ventana abierta, mirándome directamente al rostro
y dejando una mano sobre mi hombro. Con un pequeño
esfuerzo habría podido lanzarlo abajo, a la calle.
Habría sido divertido hacerlo, pero mi secreto estaba
en juego y dejé que se marchara. Unos días más
tarde me dijeron que debía someterla a algunas limitaciones:
debía proporcionarle alguien que la cuidara. ¡Me
lo pedían a mí!¡Salí al campo abierto,
donde nadie pudiera escucharme, y reí hasta que el
aire resonó con mis gritos!
Murió
al día siguiente. El anciano de cabello blanco la siguió
hasta la tumba y los orgullosos hermanos dejaron caer una
lágrima sobre el cadáver insensible de aquella
cuyos sufrimientos habían considerado con músculos
de hierro mientras vivió. Todo aquello alimentaba mi
alegría secreta, y reía oculto por el pañuelo
blanco que tenía sobre el rostro mientras regresamos
cabalgando a casa, hasta que las lágrimas brotaron
de mis ojos.
Pero
aunque había cumplido mi objetivo, y la había
asesinado, me sentí inquieto y perturbado, y pensé
que no tardarían mucho en conocer mi secreto. No podía
ocultar la alegría y el regocijo salvaje: que hervían
en mi interior y que cuando estaba a solas, en casa, me hacía
dar saltos y batir palmas, dan do vueltas y más vueltas
en un baile frenético, y gritar en voz muy alta. Cuando
salía y veía a las masas atareadas que se apresuraban
por la calle, o acudía a teatro y escuchaba el sonido
de la música y contemplaba la danza de los demás,
sentía tal gozo que m, habría precipitado entre
ellos y les habría despedazado miembro a miembro, aullando
en el éxtasi que me produciría. Pero apretaba
los dientes, afirmaba los pies en el suelo y me clavaba las
afilada uñas en las manos. Mantenía el secreto
y nadie sabía aún que yo era un loco.
Recuerdo,
aunque es una de las últimas cosa que puedo recordar,
pues ahora la realidad se mezcla con mis sueños, y
teniendo tanto que hacer, habiéndome traído
siempre aquí tan presurosa mente, no me queda tiempo
para separar entre lo dos, por la extraña confusión
en la que se halla] mezclados… Recuerdo de qué manera
finalmente se supo. ¡Ja, ja! Me parece ver ahora sus
mirada asustadas, y sentir cómo se apartaban de mí,
mientras yo hundía mi puño cerrado en sus rostros
blancos y luego escapaba como el viento, y les dejaba gritando
atrás. Cuando pienso en ello me vuelve la fuerza de
un gigante. Mirad cómo se curva esta barra de hierro
con mis furiosos tirones. Podría romperla como si fuera
una ramita, pero sé que detrás hay largas galerías
con muchas puertas; no creo que pudiera encontrar el camino
entre ellas; y aunque pudiera, sé que allá abajo
hay puertas de hierro que están bien cerradas con barras.
Saben que he sido un loco astuto, y están orgullosos
de tenerme aquí para poder mostrarme.
Veamos,
sí, había sido descubierto. Era ya muy tarde
y de noche cuando llegué a casa y encontré allí
al más orgulloso de los tres orgullosos hermanos, esperando
para verme… dijo que por un asunto urgente. Lo recuerdo
bien. Odiaba a ese hombre con todo el odio de un loco. Muchas
veces mis dedos desearon despedazarle. Me dijeron que estaba
allí y subí presurosamente las escaleras. Tenía
que decirme unas palabras. Despedí a los criados. Era
tarde y estábamos juntos y a solas… por primera vez.
Al
principio aparté cuidadosamente mis ojos de él,
pues era consciente de lo que él no podía ni
siquiera pensar, y me glorificaba en ese conocimiento: que
la luz de la locura brillaba en mis ojos como el fuego. Permanecimos
unos minutos sentados en silencio. Finalmente, habló.
Mi reciente disipación, y algunos comentarios extraños
hechos poco después de la muerte de su hermana, eran
un insulto para la memoria de ésta. Uniendo a ello
otras muchas circunstancias que al principio habían
escapado a su observación, había terminado por
pensar que yo no la había tratado bien. Deseaba saber
si tenía razón al decir que yo pensaba hacer
algún reproche a la memoria de su hermana, faltando
con ello al respeto a la familia. Exigía esa explicación
por el uniforme que llevaba puesto.
Aquel
hombre tenía un nombramiento en ejército…
¡un nombramiento comprado con mi dinero y con la desgracia
de su hermana! Él fue el que: más había
tramado para insidiar y quedarse con n riqueza. Él
había sido el principal instrumento para obligar a
su hermana a casarse conmigo, y bien sabia que el corazón
de aquélla pertenecía al piadoso muchacho. ¡Por
causa de su uniforme! ¡El uniforme e su degradación!
Volví mis ojos hacia él… no pude evitarlo;
pero no dije una sola palabra.
Vi
que bajo mi mirada se produjo en él un cambio repentino.
Era un hombre valiente, pero el color desapareció de
su rostro y retrocedió en su silla. ~ acerqué
la mía a la suya; y mientras reía, pues entonces
estaba muy alegre, vi cómo se estremecía. Sen
que la locura brotaba de mi interior. Sentí miedo de
mí mismo.
-Quería
usted mucho a su hermana cuando el vivía-le dije-.
Mucho.
Miró
con inquietud a su alrededor, y le vi sujeta con la mano el
respaldo de la silla; pero no dije nada.
-Es
usted un villano -le dije-. Le he descubierto. Descubrí
sus infernales trampas contra mí; que el corazón
de ella estaba puesto en otro cuando usted la obligó
a casarse conmigo. Lo sé… lo sé.
De
pronto, se levantó de un salto de la silla y blandió
en alto, obligándome a retroceder, pus mientras iba
hablando procuraba acercarme más a él.
Más
que hablar grité, pues sentí que pasiones tumultuosas
corrían por mis venas, y los viejos espíritus
me susurraban y tentaban para que le sacara el corazón.
-Condenado
sea-dije poniéndome en pie y lanzándome sobre
él-. Yo la maté. Estoy loco. Acabaré
con usted. ¡Sangre, sangre! ¡Tengo que tenerla!
Me
hice a un lado para evitar un golpe que, en su terror, me
lanzó con la silla, y me enzarcé con él.
Produciendo un fuerte estrépito, caímos juntos
al suelo y rodamos sobre él.
Fue
una buena pelea, pues era un hombre alto y fuerte que luchaba
por su vida, y yo un loco poderoso sediento de su destrucción.
No había ninguna fuerza igual a la mía, y yo
tenía la razón. ¡Sí, la razón,
aunque fuera un loco! Cada vez fue debatiéndose menos.
Me arrodillé sobre su pecho y le sujeté firmemente
la garganta oscura con ambas manos. El rostro se le fue poniendo
morado; los ojos se le salían de la cabeza y con la
lengua fuera parecía burlarse de mí. Apreté
todavía más.
De
pronto se abrió la puerta con un fuerte estrépito
y entró un grupo de gente, gritándose unos a
otros que cogieran al loco.
Mi
secreto había sido descubierto y ahora sólo
luchaba por mi libertad. Me puse en pie antes de que me tocara
una mano, me lancé entre los asaltantes y me abrí
camino con mi fuerte brazo, como si llevara un hacha en la
mano y les atacara con ella. Llegué a la puerta, me
lancé por el pasamanos y en un instante estaba en la
calle.
Corrí
veloz y en línea recta, sin que nadie se atreviera
a detenerme. Por detrás oía el ruido de uno;
pies, y redoblé la velocidad. Se fue haciendo más
débil en la distancia, hasta que por fin desapareció
totalmente; pero yo seguía dando saltos entre los pantanos
y riachuelos, por encima de cercas y d, muros, con gritos
salvajes que escuchaban seres extraños que venían
hacia mí por todas partes y aumentaban el sonido hasta
que éste horadaba el aire Iba llevado en los brazos
de demonios que corrían sobre el viento, que traspasaban
las orillas y los se tos, y giraban y giraban a mi alrededor
con un ruido y una velocidad que me hacía perder la
cabeza, hasta que finalmente me apartaron de ellos con un
golpe violento y caí pesadamente sobre el suelo. Al
despertar, me encontré aquí, en esta celda gris
a la qu raras veces llega la luz del sol, y por la que pasa
la luna con unos rayos que sólo sirven para mostrar
mi alrededor sombras oscuras, y para que pueda ve esa figura
silenciosa en su esquina. Cuando esto despierto, a veces puedo
oír extraños gritos procedentes de partes distantes
de este enorme lugar. N sé lo que son; pero no proceden
de ese cuerpo pálido, y tampoco ella les presta atención.
Pues desde las primeras sombras del ocaso hasta la primera
luz de la mañana, esa figura sigue en pie e inmóvil
en c mismo lugar, escuchando la música de mi cadena
d hierro, y viéndome saltar sobre mi lecho de paja.