Marianne
Enriqueta Ochoa
Después de leer tantas cosas eruditas
estoy cansada, hija, por no tener los pies más fuertes y más duro el riñón
para andar los caminos que me faltan.
Perdona este reniego pasajero
al no encontrar mi ubicación precisa
y pasarme el insomnio acodada en la ventana
cuando la lluvia cae,
pensando en la rabia que muerde
la relación del hombre con el hombre;
ahondando el túnel cada vez más estrecho
de esta soledad en sí, un poco la muerte anticipada.
Qué bueno que naciste con la cabeza en su sitio
que no se te achica la palabra en el miedo,
que me has visto morir en mí misma cada instante
buscando a Dios, al hombre, al milagro.
Tú sabes que nacimos desnudos, en total desamparo, y no te importa
ni te sorprende el nudo de sombra que descubres.
Todo se muere a tiempo y se llora a retazos,
has dicho.
Sin embargo, es azul le cristal de tu mirada
y te amanece fresca el agua del corazón,
quitas fácil el hollín que pone el hombre sobre las cosas y entiendes en tu propio dolor al mundo.
Porque ya sabes
Que sobre todos los ojos de la tierra
Algún día, sin remedio, llueve.