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La mujer salvaje y la queridita
Baudelaire, Charles Pierre

LA MUJER SALVAJE Y LA QUERIDITA

POEMAS EN PROSA

En
verdad, querida, me molestáis sin tasa y compasión;
diríase, al oíros suspirar, que padecéis
más que las espigadoras sexagenarias y las viejas
pordioseras que van recogiendo mendrugos de pan a las
puertas de las tabernas.

Si vuestros suspiros expresaran siquiera remordimiento,
algún honor os harían; pero no traducen
sino la saciedad del bienestar y el agobio del descanso.

Y, además, no cesáis de verteros en palabras
inútiles:
¡Quiéreme! ¡Lo necesito «tanto»!
¡Consuélame por aquí, acaríciame
por «allá»

! Mirad: voy a intentar curaros; quizá por dos
sueldos encontremos el modo, en mitad de una fiesta
y sin alejarnos mucho.

«Contemplemos bien, os lo ruego,
esta sólida jaula de hierro tras de la cual se
agita,
aullando como un condenado,
sacudiendo los barrotes como un orangután exasperado
por el destierro, imitando a la perfección ya
los brincos circulares del tigre, ya los estúpidos
balanceos del oso blanco, ese monstruo hirsuto cuya
forma imita asaz vagamente la vuestra.

«Ese monstruo es un animal de aquellos a quienes
se suelen llamar
«¡ángel mío!», es decir,
una mujer.

El monstruo aquél, el que grita a voz en cuello,
con un garrote en la mano, es su marido. Ha encadenado
a su mujer legítima como a un animal, y la va
enseñando por las barriadas, los días
de feria, con licencia de los magistrados; no faltaba
más.

¡Fijaos bien! Veis con qué veracidad -¡acaso
no simulada!- destroza conejos vivos y volátiles
chillones, que su cornac le arroja. «Vaya -dice
éste-, no hay que comérselo todo en un
día»; y tras las prudentes palabras le
arranca cruelmente la presa, dejando un instante prendida
la madeja de los desperdicios a los dientes de la bestia
feroz, quiero decir de la mujer.

¡Ea!, un palo para calmarla; porque está
flechando con ojos terribles de codicia el alimento
arrebatado. ¡Dios eterno! El garrote no es garrote
de comedia. ¿Oísteis sonar la carne, a
pesar de la pelambrera postiza? Por eso ahora se le
saltan los ojos de la cabeza y aúlla muy naturalmente.
En su rabia, centellea toda, como hierro en el yunque.

¡Tales son las costumbres conyugales de estos
dos descendientes de Eva y de Adán, obras de
vuestras manos, Dios mío!

Incontestablemente, desdichada es esta mujer, aunque,
en último término, quizá los goces
titilantes de la gloria no lo sean desconocidos. Desdichas
más irremediables hay que no tienen compensación.
Pero en el mundo adonde la arrojaron, nunca pudo ella
pensar que una mujer mereciera otro destino.

¡Hablemos ahora vos y yo, preciosa querida! A
la vista de los infiernos que pueblan el mundo, ¿qué
he de pensar yo de vuestro lindo infierno, si vos no
descansáis más que sobre telas tan suaves
como vuestra piel, y sólo coméis carnes
cocidas, cuyos pedazos se cuida de trinchar un doméstico
hábil?

¿Y qué pueden significar para mí
todos esos suspirillos que os hinchan el pecho perfumado,
robusta coqueta? ¿Y todas esas afectaciones aprendidas
en los libros, y esa infatigable melancolía,
hecha para inspirar a los espectadores un sentimiento
en todo distinto de la compasión? A la verdad,
me entran ganas algunas veces de enseñaros lo
que es la verdadera desdicha.

Viéndoos así, hermosa delicada mía,
con los pies en el fango, vueltos vaporosamente los
ojos al cielo, como para pedirle rey, se os tomara con
verosimilitud por una rana joven invocando al ideal.
Si despreciáis la viga -lo que yo soy ahora,
como sabéis-, cuidado con la grúa que
ha de mascaros, tragaros y mataros a su gusto.

Por poeta que sea,
no soy tan cándido como quisierais creer,
y si harto a menudo me cansáis con vuestros primorosos
lloriqueos,
he de trataros como a mujer salvaje,
o arrojaros por la ventana como botella vacía.

CHARLES BAUDELAIRE