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Himno al sol
Espronceda, Jose De

HIMNO
AL SOL

Para y óyeme ¡oh Sol! Yo te saludo
y extático ante tí me atrevo a hablarte.

ardiente
como tú mi fantasía,

arrebatada
en ansia de admirarte,

intrépidas
a ti sus alas guía.

¡Ojalá
que mi acento poderoso

sublime
resonando,

del
trueno pavoroso

la
temerosa voz sobrepujando,

¡oh
Sol! a ti llegara,

y
en medio de tu curso te parara!

¡Ah!
si la llama que mi mente alumbra

diera
también su ardor a mis sentidos,

al
rayo vencedor que los deslumbra,

los
anhelantes ojos alzaría,

y
en tu semblante fúlgido atrevidos

mirando
sin cesar los fijaría.

¡Cuánto
siempre te amé, sol refulgente!

¡Con
qué sencillo anhelo,

siendo
niño inocente,

seguirte
ansiaba en el tendido cielo,

y
extático te vía

y
en contemplar tu luz me embebecía!

De
los dorados límites de Oriente,

que
ciñe el rico en perlas Océano,

al
término sombroso de Occidente

las
orlas de tu ardiente vestidura

tiendes
en pompa, augusto soberano,

y
el mundo bañas en tu lumbre pura.

Vívido
lanzas de tu frente el día,

y,
alma y vida del mundo,

tu
disco en paz majestuoso envía

plácido
ardor fecundo,

y
te elevas triunfante,

corona
de los orbes centellante.

Tranquilo
subes del Cenit dorado

al
regio trono en la mitad del cielo,

de
vivas llamas y esplendor ornado,

y
reprimes tu vuelo.

Y
desde allí tu fúlgida carrera

rápido
precipitas,

y
tu rica, encendida cabellera

en
el seno del mar, trémula agitas,

y
tu esplendor se oculta,

y
el ya pasado día

con
otros mil la eternidad sepulta.

¡Cuántos
siglos sin fin, cuántos has visto

en
su abismo insondable desplomarse!

¡Cuánta
pompa, grandeza y poderío

de
imperios populosos disiparse

¿Qué
fueron ante ti? Del bosque umbrío

secas
y leves hojas desprendidas,

que
en círculos se mecen,

y
al furor de Aquilón desaparecen.

Libre
tú de la cólera divina,

viste
anegarse el universo entero,

cuando
las hojas por Jehová lanzadas,

impelidas
del brazo justiciero,

y
a mares por los vientos despeñadas,

bramó
la tempestad; retumbó en torno

el
ronco trueno, y con temblor crujieron

los
ejes de diamante de la tierra;

montes
y campos fueron

alborotado
mar, tumba del hombre.

Se
estremeció el profundo,

y
entonces tú, como Señor del mundo,

sobre
la tempestad tu trono alzabas,

vestido
de tinieblas,

y
tu faz engreías,

y
a otros mundos en paz resplandecías.

Y
otra vez nuevos siglos, nuevas gentes,

viste
llegar, huir, desvanecerse

en
remolino eterno, cual las olas

llegan,
se agolpan y huyen de Océano

y
tornan otra vez a sucederse;

mientra
inmutable tú, solo y radiante

¡Oh
Sol! siempre te elevas,

y
edades mil y mil huellas triunfante.

¿Y
habrás de ser eterno, inextinguible,

sin
que nunca jamás tu inmensa hoguera

pierda
su resplandor, siempre incansable,

audaz
siguiendo tu inmortal carrera,

hundirse
las edades contemplando,

y
solo, eterno, perenal, sublime,

monarca
poderoso dominando?

No,
que también la muerte,

si
de lejos te sigue,

no
menos anhelante te persigue.

¿Quién
sabe si tal vez pobre destello

eres
tú de otro sol que otro universo

mayor
que el nuestro un día

con
doble resplandor esclarecía?

Goza
tu juventud y tu hermosura,

¡Oh
Sol! que cuando el pavoroso día

llegue
que el orbe estalle y se desprenda

de
la potente mano

del
Padre Soberano,

y
allá a la eternidad también descienda

deshecho
en mil pedazos, destrozado

y
en piélagos de fuego

envuelto
para siempre y sepultado.

De
cien tormentas al horrible estruendo,

en
tinieblas sin fin tu llama pura

entonces
morirá. Noche sombría

cubrirá
eterna la celeste cumbre;

ni
aun quedará reliquia de tu lumbre.

JOSÉ
DE ESPRONCEDA