Está
la noche serena,
PARTE
SEGUNDA
Está la noche serena,
de luceros coronada,
terso
el azul de los cielos
como
transparente gasa.
Melancólica
la luna
va
trasmontando la espalda
del
otero: su alba frente
tímida
apenas levanta,
y
el horizonte ilumina,
pura
virgen solitaria,
y
en su blanca luz süave
el
cielo y la tierra baña.
Deslízase
el arroyuelo
fúlgida
cinta de plata
al
resplandor de la luna,
entre
franjas de esmeralda.
Argentadas
chispas brillan
entre
las espesas ramas,
y
en el seno de las flores
tal
vez aduermen las auras.
Tal
vez despiertas susurran,
y
al desplegarse sus alas,
mecen
el blanco azahar,
mueven
la aromosa acacia,
y
agitan ramas y flores
y
en perfumes se embalsaman:
tal
era pura esta noche
como
aquella en que sus alas
los
ángeles desplegaron
sobre
la primera llama
que
amor encendió en el mundo,
del
Edén en la morada.
¡Una
mujer! ¿Es acaso
blanca
silfa solitaria,
que
entre el rayo de la luna
tal
vez misteriosa vaga?
Blanco
es su vestido, ondea
suelto
el cabello a la espalda.
Hoja
tras hoja las flores
que
lleva en su mano, arranca.
En
su paso incierto y tardo,
inquietas
son sus miradas,
mágico
ensueño parece
que
halaga engañosa el alma.
Ora,
vedla, mira al cielo,
ora
suspira, y se para:
una
lágrima sus ojos
brotan,
acaso, y abrasa
su
mejilla; es una ola
del
mar que en fiera borrasca
el
viento de las pasiones
ha
alborotado en su alma.
Tal
vez se sienta, tal vez
azorada
se levanta;
el
jardín recorre silenciosa,
tal
vez a escuchar se para.
Es
el susurro del viento,
es
el murmullo del agua,
no
es su voz, no es el sonido
melancólico
del arpa.
Son
ilusiones que fueron:
recuerdos
¡ay! que te engañan,
sombras
del bien que pasó…
ya
te olvidó el que tú amas.
esa
noche y esa luna
las
mismas son que miraran
indiferentes
tu dicha,
cual
ora ven tu desgracia.
¡Ah
llora sí, pobre Elvira!
¡Triste
amante abandonada!
Esas
hojas de esas flores
que
distraída tú arrancas,
¿sabes
adónde, infeliz,
el
viento las arrebata?
Donde
fueron tus amores,
tu
ilusión y tu esperanza.
Deshojadas
y marchitas,
pobres
flores de tu alma!
Blanca
nube de la aurora,
teñida
de ópalo y grana,
naciente
luz te colora,
refulgente
precursora
de
la cándida mañana.
Mas
¡ay!, que se disipó
tu
pureza virginal,
tu
encanto el aire llevó
cual
la ventana ideal
que
el amor te prometió.
Hojas
del árbol caídas
juguetes
del viento son:
las
ilusiones perdidas,
¡ay!,
son hojas desprendidas
del
árbol del corazón.
¡El
corazón sin amor!
páramo
cubierto
con
la lava del dolor,
oscuro
inmenso desierto
donde
no nace una flor!
Distante
un bosque sombrío,
el
sol cayendo en la mar,
en
la playa un aduar,
y
a lo lejos un navío
viento
en popa navegar;
óptico
vidrio presenta
en
fantástica ilusión,
y
al ojo encantado ostenta
gratas
visiones, que aumenta
rica
la imaginación.
Tú
eres, mujer, un fanal
transparente
de hermosura:
¡ay
de ti!, si por tu mal
rompe
el hombre en su locura
tu
misterioso cristal.
Mas
¡ay!, dichosa tú, Elvira,
en
tu misma desventura,
que
aún deleites te procura
cuando
tu pecho suspira,
tu
misteriosa locura:
que
es la razón un tormento,
y
vale más delirar
sin
juicio, que el sentimiento
cuerdamente
analizar,
fijo
en él el pensamiento.
***
Vedla,
allí va que sueña en su locura
presente el bien que para siempre huyó.
Dulces
palabras con amor murmura:
piensa
que escucha al pérfido que amó.
Vedla,
postrada su piedad implora
cual
si presente le mirara allí:
vedla,
que sola se contempla y llora,
miradla
delirante sonreír,
Y
su frente en revuelto remolino
ha
enturbiado su loco pensamiento,
como
nublo que en negro torbellino
encubre
el cielo y amontona el viento,
vedla
cuidadosa escoger flores,
y
las lleva mezcladas en la falda,
y,
corona nupcial de sus amores,
se
entretiene en tejer una guirnalda.
Y
en medio de su dulce desvarío
triste
recuerdo el alma le importuna,
y
al margen va del argentado río,
y
allí las flores echa de una en una;
y
las sigue su vista en la corriente,
una
tras otra rápidas pasar,
y
confusos sus ojos y su mente
se
siente con sus lágrimas ahogar:
y
de amor canta, y en su tierna queja
entona
melancólica canción,
canción
que el alma desgarrada deja,
lamento
¡ay!, que llaga el corazón.
***
¿Qué
me valen tu calma y tu terneza,
tranquila
noche, solitaria luna,
si
no calmáis del hado la crudeza,
ni
me dais esperanza de fortuna?
¿Qué
me valen la gracia y la belleza,
y
amar como jamás amó ninguna,
si
la pasión que el alma me devora,
la
desconoce aquel que me enamora?
Lágrimas
interrumpen su lamento,
inclinan
sobre el pecho su semblante,
y
de ella en derredor susurra el viento
sus
últimas palabras, sollozante.
***
Murió
de amor la desdichada Elvira,
cándida
rosa que agostó el dolor,
süave
aroma que el viajero aspira
y
en sus alas el aura arrebató.
Vaso
de bendición, ricos colores
reflejó
en su cristal la luz del día,
mas
la tierra empañó sus resplandores,
y
el hombre lo rompió con mano impía.
Una
ilusión acarició su mente:
alma
celeste para amar nacida,
era
el amor de su vivir la fuente,
estaba
junto a su ilusión su vida.
Amada
del Señor, flor venturosa,
llena
de amor murió y de juventud:
despertó
alegre una alborada hermosa,
y
a la tarde durmió en el ataúd.
Mas
despertó también de su locura
al
término postrero de su vida,
y
al abrirse a sus pies la sepultura,
volvió
a su mente la razón perdida.
¡La
razón fría! la verdad amarga,
¡el
bien pasado y el dolor presente!…
Ella
feliz, que de tan dura carga
sintió
el peso al morir únicamente.
Y
conociendo ya su fin cercano,
su
mejilla una lágrima abrasó;
y
así al infiel con temblorosa mano,
moribunda
su víctima escribió:
«Voy
a morir: perdona si mi acento
vuela
importuno a molestar tu oído:
él
es, don Félix, el postrer lamento
de
la mujer que tanto te ha querido.
La
mano helada de la muerte siento…
Adiós,
ni amor ni compasión te pido…
Oye
y perdona si al dejar el mundo,
arranca
un ¡ay!, su angustia al moribundo,
¡ah!,
para siempre adiós. Por ti mi vida
dichosa
un tiempo resbalar sentí,
y
la palabra de tu boca oída,
éxtasis
celestial fué para mí.
Mi
mente aún goza la ilusión querida
que
para siempre ¡mísera!, perdí…
¡Ya
todo huyó, despareció contigo!
¡Dulces
horas de amor, yo las bendigo!
«Yo
las bendigo, sí, felices horas,
presentes
siempre en la memoria mía,
imágenes
de amor encantadoras,
que
aún vienen a halagarme en mi agonía.
Mas
¡ay!, volad, huid, engañadoras
sombras,
por siempre; mi postrero día
ha
llegado: perdón, perdón. ¡Dios mío!,
si
aún gozo en recordar mi desvarío.
«Y
tú, don Félix, si te causa enojos
que
te recuerde yo mi desventura,
piensa
están haítos de llorar mis ojos
lágrimas
silenciosas de amargura,
y
hoy, al tragar la tumba mis despojos,
concede
este consuelo a mi tristura:
estos
renglones compasivo mira,
y
olvida luego para siempre a Elvira.
«Y
jamás turbe mi infeliz memoria
con
amargos recuerdos tus placeres;
goces
te dé el vivir, triunfos la gloria,
dichas
el mundo, amor otras mujeres:
y
si tal vez mi lamentable historia
a
tu memoria con dolor trajeres,
llórame,
sí; pero palpite exento
tu
pecho de roedor remordimiento.
«Adiós
por siempre, adiós: un breve instante
siento
de vida, y en mi pecho el fuego
aún
arde de mi amor; mi vista errante
vaga
desvanecida… ¡calma luego,
oh
muerte, mi inquietud!… ¡Sola… expirante!…
Amame:
no, perdona: ¡inútil ruego!
Adiós,
adiós ¡tu corazón perdí!
-¡Todo
acabó en el mundo para mí!
Así
escribió su triste despedida
momentos
antes de morir, y al pecho
se
estrechó de su madre dolorida,
que
en tanto inunda en lágrimas su lecho.
Y
exhaló luego su postrer aliento,
y
a su madre sus brazos se apretaron
con
nervioso y convulso movimiento,
y
sus labios un nombre murmuraron.
Y
huyó su alma a la mansión dichosa
do
los ángeles moran… Tristes flores
brota
la tierra en torno de su losa,
el
céfiro lamenta sus amores.
Sobre
ella un sauce su ramaje inclina,
sombra
le presta en lánguido desmayo,
y
allí en la tarde, cuando el sol declina,
baña
su tumba en paz su último rayo…
JOSÉ
DE ESPRONCEDA