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Epistola de Jovino a Antris
Gaspar Melchor De Jovellanos

EPISTOLA DE JOVINO A ANTRIS
ESCRITA DESDE EL PAULAR
Credibile est illi numen inesse loco. (Ovidio)

Desde el oculto y venerable asilo,

do la virtud austera y penitente

vive ignorada, y del liviano mundo

huída, en santa soledad se esconde,

Jovino triste al venturoso Anfriso

salud en versos flébiles envía.

Salud le envía a Anfriso, al que inspirado

de las mantuanas Musas, tal vez suele

al grave son de su celeste canto

precipitar del viejo Manzanares

el curso perezoso, tal süave

suele ablandar con amorosa lira

la altiva condición de sus zagalas.

¡Pluguiera a Dios, oh Anfriso, que el cuitado

a quien no dio la suerte tal ventura

pudiese huir del mundo y sus peligros!

¡Pluguiera a Dios, pues ya con su barquilla

logró arribar a puerto tan seguro,

que esconderla supiera en este abrigo,

a tanta luz y ejemplos enseñado!

Huyera así la furia tempestuosa

de los contrarios vientos, los escollos

y las fieras borrascas, tantas veces

entre sustos y lágrimas corridas.

Así también del mundanal tumulto

lejos, y en estos montes guarecido,

alguna vez gozara del reposo,

que hoy desterrado de su pecho vive.

Mas, ¡ay de aquél que hasta en el santo asilo

de la virtud arrastra la cadena,

la pesada cadena, con que el mundo

oprime a sus esclavos! ¡Ay del triste

en cuyo oído suena con espanto,

por esta oculta soledad rompiendo,

de su señor el imperioso grito!

Busco en estas moradas silenciosas

el reposo y la paz que aquí se esconden,

y sólo encuentro la inquietud funesta

que mis sentidos y razón conturba.

Busco paz y reposo, pero en vano

los busco, oh caro Anfriso, que estos dones,

herencia santa que al partir del mundo

dejó Bruno en sus hijos vinculada,

nunca en profano corazón entraron,

ni a los parciales del placer se dieron.

Conozco bien que fuera de este asilo

sólo me guarda el mundo sinrazones,

vanos deseos, duros desengaños,

susto y dolor; empero todavía

a entrar en él no puedo resolverme.

No puedo resolverme, y despechado,

sigo el impulso del fatal destino,

que a muy más dura esclavitud me guía.

Sigo su fiero impulso, y llevo siempre

por todas partes los pesados grillos,

que de la ansiada libertad me privan.

De afán y angustia el pecho traspasado,

pido a la muda soledad consuelo

y con dolientes quejas la importuno.

Salgo al ameno valle, subo al monte,

sigo del claro río las corrientes,

busco la fresca y deleitosa sombra,

corro por todas partes, y no encuentro

en parte alguna la quietud perdida.

¡Ay, Anfriso, qué escenas a mis ojos,

cansados de llorar, presenta el cielo!

Rodeado de frondosos y altos montes

se extiende un valle, que de mil delicias

con sabia mano ornó Naturaleza.

Párele en dos mitades, despeñado

de las vecinas rocas, el Lozoya,

por su pesca famoso y dulces aguas.

Del claro río sobre el verde margen

crecen frondosos álamos, que al cielo

ya erguidos alzan las plateadas copas,

o ya sobre las aguas encorvados,

en mil figuras miran con asombro

su forma en los cristales retratada.

De la siniestra orilla un bosque ombrío

hasta la falda del vecino monte

se extiende, tan ameno y delicioso,

que le hubiera juzgado el gentilismo

morada de algún dios, o a los misterios

de las silvanas dríadas guardado.

Aquí encamino mis inciertos pasos,

y en su recinto ombrío y silencioso,

mansión la más conforme para un triste,

entro a pensar en mi cruel destino.

La grata soledad, la dulce sombra,

el aire blando y el silencio mudo

mi desventura y mi dolor adulan.

No alcanza aquí del padre de las luces

el rayo acechador, ni su reflejo

viene a cubrir de confusión el rostro

de un infeliz en su dolor sumido.

El canto de las aves no interrumpe

aquí tampoco la quietud de un triste,

pues sólo de la viuda tortolilla

se oye tal vez el lastimero arrullo,

tal vez el melancólico trinado

de la angustiada y dulce Filomena.

Con blando impulso el céfiro süave,

las copas de los árboles moviendo,

recrea el alma con el manso ruido;

mientras al dulce soplo desprendidas

las agostadas hojas, revolando,

bajan en lentos círculos al suelo;

cúbrenle en torno, y la frondosa pompa

que al árbol adornara en primavera,

yace marchita, y muestra los rigores

del abrasado estío y seco otoño.

¡Así también de juventud lozana

pasan, oh Anfriso, las livianas dichas!

Un soplo de inconstancia, de fastidio

o de capricho femenil las tala

y lleva por el aire, cual las hojas

de los frondosos árboles caídas.

Ciegos empero y tras su vana sombra

de contino exhalados, en pos de ellas

corremos hasta hallar el precipicio,

de nuestro error y su ilusión nos guían.

Volamos en pos de ellas, como suele

volar a la dulzura del reclamo

incauto el pajarillo. Entre las hojas

el preparado visco le detiene;

lucha cautivo por huir, y en vano,

porque un traidor, que en asechanza atisba,

con mano infiel la libertad le roba

y a muerte le condena, o cárcel dura.

¡Ah, dichoso el mortal de cuyos ojos

un pronto desengaño corrió el velo

de la ciega ilusión! ¡Una y mil veces

dichoso el solitario penitente,

que, triunfando del mundo y de sí mismo,

vive en la soledad libre y contento!

Unido a Dios por medio de la santa

contemplación, le goza ya en la tierra,

y retirado en su tranquilo albergue,

observa reflexivo los milagros

de la naturaleza, sin que nunca

turben el susto ni el dolor su pecho.

Regálanle las aves con su canto

mientras la aurora sale refulgente

a cubrir de alegría y luz el mundo.

Nácele siempre el sol claro y brillante,

y nunca a él levanta conturbados

sus ojos, ora en el oriente raye,

ora del cielo a la mitad subiendo

en pompa guíe el reluciente carro,

ora con tibia luz, más perezoso,

su faz esconda en los vecinos montes.

Cuando en las claras noches cuidadoso

vuelve desde los santos ejercicios,

la plateada luna en lo más alto

del cielo mueve la luciente rueda

con augusto silencio; y recreando

con blando resplandor su humilde vista,

eleva su razón, y la dispone

a contemplar la alteza y la inefable

gloria del Padre y Criador del mundo.

Libre de los cuidados enojosos,

que en los palacios y dorados techos

nos turban de contino, y entregado

a la inefable y justa Providencia,

si al breve sueño alguna pausa pide

de sus santas tareas, obediente

viene a cerrar sus párpados el sueño

con mano amiga, y de su lado ahuyenta

el susto y las fantasmas de la noche.

¡Oh suerte venturosa, a los amigos

de la virtud guardada! ¡Oh dicha, nunca

de los tristes mundanos conocida!

¡Oh monte impenetrable! ¡Oh bosque ombrío!

¡Oh valle deleitoso! ¡Oh solitaria

taciturna mansión! ¡Oh quién, del alto

proceloso mar del mundo huyendo

a vuestra eterna calma, aquí seguro

vivir pudiera siempre, y escondido!

Tales cosas revuelvo en mi memoria,

en esta triste soledad sumido.

Llega en tanto la noche y con su manto

cobija el ancho mundo… Vuelvo entonces

a los medrosos claustros. De una escasa

luz el distante y pálido reflejo

guía por ellos mis inciertos pasos;

y en medio del horror y del silencio,

¡oh fuerza del ejemplo portentosa!,

mi corazón palpita, en mi cabeza

se erizan los cabellos, se estremecen

mis carnes y discurre por mis nervios

un súbito rigor que los embarga.

Parece que oigo que del centro oscuro

sale una voz tremenda, que rompiendo

el eterno silencio, así me dice:

«¡Huye de aquí, profano, tú que llevas

de ideas mundanales lleno el pecho,

huye de esta morada, do se albergan

con la virtud humilde y silenciosa

sus escogidos; huye y no profanes

con tu planta sacrílega este asilo.»

De aviso tal al golpe confundido,

con paso vacilante voy cruzando

los pavorosos tránsitos, y llego

por fin a mi morada, donde ni hallo

el ansiado reposo, ni recobran

la suspirada calma mis sentidos.

Lleno de congojosos pensamientos

paso la triste y perezosa noche

en molesta vigilia, sin que llegue

a mis ojos el sueño, ni interrumpan

sus regalados bálsamos mi pena.

Vuelve por fin con la risueña aurora

la luz aborrecida, y en pos de ella

el claro día a publicar mi llanto

dar nueva materia al dolor mío.

Gaspar Melchor de Jovellanos