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Epistola a Bermudo sobre los vanos deseos
Gaspar Melchor De Jovellanos

EPISTOLA A BERMUDO SOBRE LOS VANOS DESEOS
Y ESTUDIO DE LOS HOMBRES

Sus,
alerta, Bermudo, y pon en vela

tu
corazón. Rabiosa la fortuna

le
acecha, y mientras arrullando a otros,

los
adormece en mal seguro sueño,

súbito
asalto quiere dar al tuyo.

El
golpe atroz, con que arruinó sañuda

tu
pobre estado su furor no harta,

si
de tu pecho desterrar no logra

la
dulce paz que a la inocencia debe.

Tal
es su condición, que no tolera

que
a su despecho el hombre sea dichoso.

Así
a tus ojos insidiosa ostenta

las
fantasmas del bien, que va sembrando

sobre
la senda del favor, y pugna

por
arrancar de tu virtud los quicios.

Guay,
no la atiendas; mira que robarte

quiere
la dicha que en tu mano tienes.

No
está en la suya, no; puede a su grado

venturosos
hacer, mas no felices.

¿Lo
extrañas? ¿Quieres, como el vulgo idiota,

de
la felicidad y la fortuna

los
nombres confundir, o por los vanos

bienes
y gustos con que astuta brinda

el
verdadero bien medir? ¡Oh engaño

de
la humana razón! Di, ¿qué promete

digno
de un ser, que a tan excelsa dicha

destinado
nació? ¡Pesa sus dones

de
tu razón en la balanza, y mira

cuánta
es su liviandad! Hay quien, ardiendo

en
pos de gloria y rumoroso nombre,

suda,
se afana, despiadado, al precio

de
sangre y fuego y destrucción le compra;

mas
si la muerte con horrendo brazo

de
un alto alcázar su pendón tremola,

se
hincha su corazón, y hollando fiero

cadáveres
de hermanos y enemigos,

un
triunfo canta, que en secreto llora

su
alma horrorizada. Altivo menos,

empero
astuto más, otro suspira

por
el inquieto y mal seguro mando,

y
adula, y va solícito siguiendo

el
aura del favor; su orgullo esconde

en
vil adulación; sirve y se humilla

para
ensalzarse; y a la cumbre toca,

irgue
altanero la ceñuda frente,

y
sueño y gozo interior sosiego

al
esplendor del mando sacrifica;

mas
mientra incierto en lo que goza teme,

a
un giro instable de la rueda cae

precipitado
en hondo y triste olvido.

Tal
otro busca con afán estados,

oro
y riquezas; tierras y tesoros,

¡ah!
con sudor y lágrimas regados,

su
sed no apagan. Junta, ahorra, ahúcha,

mas
con sus bienes crece su deseo,

y
cuanto más posee más anhela.

Así,
la llave del arcón en mano,

pobre
se juzga, y pues lo juzga, es pobre.

A
otra ilusión consagra sus vigilias

aquel
que huyendo de la luz y el lecho

de
la esposa y amigos, la alta noche

en
un garito o mísera zahúrda

con
sus viles rivales pasa oculto.

Entre
el temor fluctúa y la esperanza

su
alma atormentada. Hele: ya expuso,

con
mano incierta y pecho palpitante,

a
la vuelta de un dado su fortuno.

Cayó
la suerte; pero ¿qué le brinda?

¿Es
buena? Su ansia y su zozobra crecen.

¿Aciaga?
¡Oh Dios!, le abruma y le despeña

en
vida infame o despechada muerte.

¿Y
es más feliz quien fascinado al brillo

de
unos ojuelos arde y enloquece,

y
vela, y ronda, y ruega, y desconfía,

y
busca al precio de zozobra y penas

el
rápido placer de un solo instante?

No
le guía el amor, que en pecho impuro

entrar
no puede su inocente llama.

Sólo
le arrastra el apetito; ciego

se
desboca en pos de él. Mas ¡ay!, que si abre

con
llave de oro al fin el torpe quicio,

envuelta
en su placer traga su muerte.

Pues
mira a aquél, que abandonado al ocio,

ve
vacías huir las raudas horas

sobre
su inútil existencia. ¡Ah! lentas

las
cree aún, y su incesante curso

precipitar
quisiera; en qué gastarlas

no
sabe, y entra, y sale, y se pasea,

fuma,
charla, se aburre, torna, vuelve,

y
huyendo siempre del afán, se afana.

Mas
ya en el lecho está: cédele al sueño

la
mitad de la vida, y aun le ruega

que
la enojosa luz le robe. ¡Oh necio!

¿A
la dulzura del descanso aspiras?

Búscala
en el trabajo. Sí, en el ocio

siempre
tu alma roerá el fastidio,

y
hallará en tu reposo su tormento.

Mas
¿qué, si a Baco y Ceres entregado

y
arrellanado ante su mesa, engulle

de
uno al otro crepúscúlo, poniendo

en
su vientre a su dios y a su fortuna?

La
tierra y mar no bastan a su gula.

Lenguaraz
y glotón, con otros tales

en
francachelas y embriagueces pasa

sus
vanos días, y entre obscenos brindis,

carcajadas
y broma disoluta,

se
harta sin tasa y sin pudor delira;

mas
a fuerza de hartarse, embota y pierde

apetito
y estómago. Ofendida

Naturaleza,
insípidos le ofrece

los
sabores que al pobre deliciosos.

En
vano espera de una y otra India

estímulos,
en vano pide al arte

salsas
que ya su paladar rehúsa;

el
ansia crece y el vigor se agota,

y
así consunto en medio a la carrera,

antes
su vida que su gula acaba.

¡Oh
placeres amargos! ¡Oh locura

de
aquel que los codicia, y humillado

ante
un mentido numen los implora!

¡Oh,
y cuál la diosa pérfida le burla!

Sonríele
tal vez, empero nunca

de
angustia exento o sinsabor le deja,

que
a vueltas del placer le da fastidio,

y
en pos del goce, saciedad y tedio.

Si
le confía, luego un escarmiento

su
mal prevista condición descubre.

Avara,
nunca sus deseos llena;

voltaria,
siempre en su favor vacila;

inconstante
y cruel, aflige ahora

al
que halagó poco ha, ahora derriba

al
que ayer ensalzó, y ora del cieno

otro
a las nubes encarama, sólo

por
derribarle con mayor estruendo.

¿No
ves, con todo, aquella inmensa turba,

que,
rodeando de tropel su templo,

se
avanza al aldabón, de incienso hediondo

para
ofrecer al ídolo cargada?

¡Huye
de ella, Bermudo! ¡No el contagio

toque
a tu alma de tan vil ejemplo!

Huye,
y en la virtud busca tu asilo,

que
ella feliz te hará. No hay, no lo pienses,

dicha
más pura que la dulce calma

que
inspira al varón justo. Ella modesto

le
hace en prosperidad, ledo y tranquilo

en
sobria medianía, resignado

en
pobreza y dolor. Y si bramando

el
huracán de la implacable envidia,

le
hunde en infortunio, ella piadosa

le
acorre y salva, su alma revistiendo

de
alta, noble y longánime constancia.

¡Y
qué si hasta su premio alza la vista!

¿Hay
algo, di, que a la esperanza iguale

de
la inmortal corona que le atiende?

Mas
te oigo preguntar: «Aqueste instinto,

que
mi alma eleva a la verdad, esta ansia

de
indagar y saber, ¿será culpable?

¿No
podré hallar, siguiéndola, mi dicha?

¿Condenarásla?»
No. ¿Quién se atreviera,

quién,
que su origen y su fin conozca?

Sabiduría
y virtud son dos hermanas

descendidas
del cielo para gloria

perfección
del hombre. Le alejando

del
vicio y del engaño, ellas le acercan

a
la divinidad. Sí, mi Bermudo;

mas
no las busques en la falsa senda

que
a otros, astuta, muestra la fortuna.

¿Dónde
pues? Corre al templo de Sofía,

y
allí las hallarás. Ruégala… ¡Mira

cuál
se sonríe! Instala, interpone

la
intercesión de las amables musas,

y
te la harán propicia. Pero guarte,

que
si no cabe en su favor engaño,

cabe
en el culto que le da insolente

el
vano adorador. Nunca propicia

la
ve quien, oro o fama demandando,

impuro
incienso quema ante sus aras.

¿No
ves a tantos como de ellas tornan

de
orgullo llenos, de saber vacíos?

¡Ay
del que, en vez de la verdad, iluso,

su
sombra abraza! En la opinión fiado,

el
buen sendero dejará, y sin guía

de
razón ni virtud, tras las fantasmas

del
error correrá precipitado.

¿El
sabio entonces hallará la dicha

en
las quimeras que sediento busca?

¡Ah!,
no: tan sólo vanidad y engaño.

Mira
en aquel, a quien la aurora encuentra

midiendo
el cielo, y de los astros que huyen

las
esplendentes órbitas. Insomne,

aun
a la noche llama presurosa,

y
acusa al astro que su afán retarda.

Vuelve,
la obra portentosa admira,

sin
ver la mano que la obró. Se eleva

sobre
las lunas de Urano, y de un vuelo

desde
la Nave a los Triones pasa.

Mas
¿qué siente después? Nada; calcula,

mide,
y no ve que el cielo, obedeciendo

la
voz del grande Autor, gira, y callado,

horas
hurtando a su existencia ingrata,

a
un desengaño súbito le acerca.

Otro,
del cielo descuidado, lee

en
el humilde polvo y le analiza.

Su
microscopio empuña; ármale y cae

sobre
un átomo vil. ¡Cuán necio triunfa,

si
allí le ofrece el mágico instrumento

leve
señal de movimiento y vida!

Su
forma indaga, y demandando al vidro

lo
que antevió su ilusa fantasía,

cede
al engaño y da a la vil materia

la
omnipotencia que al gran Ser rehúsa.

Así
delira ingrato, mientras otro

pretende
escudriñar la íntima esencia

de
este sublime espíritu que le anima.

¡Oh
cuál le anatomiza, y cual si fuese

un
fluïdo sutil, su voz, su fuerza,

y
sus funciones y su acción regula!

Mas
¿qué descubre? Sólo su flaqueza,

que
es dado al ojo ver el alto cielo,

pero
verse a sí, en sí, no le fue dado.

Con
todo, osada su razón penetra

al
caos tenebroso; le recorre

con
paso titubeante, y desdeñando

la
lumbre celestial, en los senderos

y
laberintos del error se pierde.

Confuso
así, mas no desengañado,

entre
la duda y la opinión vacila.

Busca
la luz, y sólo palpa sombras.

Medita,
observa, estudia, y sólo alcanza

que
cuanto más aprende, más ignora.

Materia,
forma, espíritu, movimiento,

y
estos instantes que incesantes huyen,

y
del espacio el piélago sin fondo,

sin
cielo y sin orillas: nada alcanza,

nada
comprende. Ni su origen halla,

ni
su término, y todo lo ve, absorto

de
eternidad en el abismo hundirse.

Tal
vez, saliendo de él más deslumbrado,

se
arroja a alzar el temerario vuelo

hasta
el trono de Dios, y presuntuoso,

con
débil luz escudriñar pretende

lo
que es inescrutable. Sondeando

de
la divina esencia el golfo inmenso,

surca
ciego por él. ¿Qué hará sin rumbo?

Dudas
sin cuento en su ignorancia busca,

y
las propone y las disputa, y piensa

que
la ignorancia que excitarlas supo

resolverlas
sabrá. ¿Viste, oh Bermudo,

intento
más audaz? ¡Qué! ¡sin más
lumbre

que
su razón, un átomo podría

incomprensible
comprender? ¿Linderos

en
lo inmenso encontrar? ¿Y en lo infinito,

principio,
medio o fin? ¡Oh Ser eterno!

¿Has
dado al hombre parte en tus consejos?

¿O
en el santuario, a su razón cerrado,

le
admites ya? ¿Tan alta es la tarea

que
a su débil espíritu confiaste?

No,
no es ésta, Bermudo. Conocerle

y
adorarle en sus ubras, derretirse

en
gratitud y amor por tantos bienes

como
benigno en tu mansión derrama,

cantar
su gloria y bendecir su nombre:

he
aquí tu estudio, tu deber, tu empleo,

y
de tu ser y tu razón la dicha.

Tal
es, oh dulce amigo, la que el sabio

debe
buscar, mientras los necios la huyen.

¿Saber
pretendes? Franca está la senda:

perfecciona
tu ser y serás sabio;

ilustra
tu razón, para que se alce

a
la verdad eterna, y purifica

tu
corazón, para que la ame y siga.

Estúdiate
a ti mismo, pero busca

la
luz en tu Hacedor. Allí la fuente

de
alta sabiduría, allí tu origen

verás
escrito, allí el lugar que ocupas

en
su obra magnífica, allí tu alto

destino,
y la corona perdurable

de
tu ser, sólo a la virtud guardada.

Sube,
Bermudo, allí; busca en su seno

esta
verdad, esta virtud, que eternas

de
su saber y amor perenne manan;

que
si las buscas fuera de él, tinieblas,

ignorancia
y error hallarás sólo.

De
este saber y amor lee un destello

en
tantas criaturas como cantan

su
omnipotencia, en la admirable escala

de
perfección con que adornarlas supo,

en
el orden que siguen, en las leyes

que
las conservan y unen, y en los fines

de
piedad y de amor que en todas brillan

y
la bondad de su Hacedor pregonan.

Ésta
tu ciencia sea, ésta tu gloria.

Serás
sabio y feliz si eres virtuoso,

que
la verdad y la virtud son una.

Sólo
en su posesión está la dicha,

y
ellas tan sólo dar a tu alma pueden

segura
paz en tu conciencia pura,

en
la moderación de tus deseos

libertad
verdadera, y alegría

de
obrar y hacer el bien en la dulzura.

Lo
demás, viento, vanidad, miseria.

Gaspar
Melchor de Jovellanos