EPISTOLA A BERMUDO SOBRE LOS VANOS DESEOS
Y ESTUDIO DE LOS HOMBRES
Sus,
alerta, Bermudo, y pon en vela
tu
corazón. Rabiosa la fortuna
le
acecha, y mientras arrullando a otros,
los
adormece en mal seguro sueño,
súbito
asalto quiere dar al tuyo.
El
golpe atroz, con que arruinó sañuda
tu
pobre estado su furor no harta,
si
de tu pecho desterrar no logra
la
dulce paz que a la inocencia debe.
Tal
es su condición, que no tolera
que
a su despecho el hombre sea dichoso.
Así
a tus ojos insidiosa ostenta
las
fantasmas del bien, que va sembrando
sobre
la senda del favor, y pugna
por
arrancar de tu virtud los quicios.
Guay,
no la atiendas; mira que robarte
quiere
la dicha que en tu mano tienes.
No
está en la suya, no; puede a su grado
venturosos
hacer, mas no felices.
¿Lo
extrañas? ¿Quieres, como el vulgo idiota,
de
la felicidad y la fortuna
los
nombres confundir, o por los vanos
bienes
y gustos con que astuta brinda
el
verdadero bien medir? ¡Oh engaño
de
la humana razón! Di, ¿qué promete
digno
de un ser, que a tan excelsa dicha
destinado
nació? ¡Pesa sus dones
de
tu razón en la balanza, y mira
cuánta
es su liviandad! Hay quien, ardiendo
en
pos de gloria y rumoroso nombre,
suda,
se afana, despiadado, al precio
de
sangre y fuego y destrucción le compra;
mas
si la muerte con horrendo brazo
de
un alto alcázar su pendón tremola,
se
hincha su corazón, y hollando fiero
cadáveres
de hermanos y enemigos,
un
triunfo canta, que en secreto llora
su
alma horrorizada. Altivo menos,
empero
astuto más, otro suspira
por
el inquieto y mal seguro mando,
y
adula, y va solícito siguiendo
el
aura del favor; su orgullo esconde
en
vil adulación; sirve y se humilla
para
ensalzarse; y a la cumbre toca,
irgue
altanero la ceñuda frente,
y
sueño y gozo interior sosiego
al
esplendor del mando sacrifica;
mas
mientra incierto en lo que goza teme,
a
un giro instable de la rueda cae
precipitado
en hondo y triste olvido.
Tal
otro busca con afán estados,
oro
y riquezas; tierras y tesoros,
¡ah!
con sudor y lágrimas regados,
su
sed no apagan. Junta, ahorra, ahúcha,
mas
con sus bienes crece su deseo,
y
cuanto más posee más anhela.
Así,
la llave del arcón en mano,
pobre
se juzga, y pues lo juzga, es pobre.
A
otra ilusión consagra sus vigilias
aquel
que huyendo de la luz y el lecho
de
la esposa y amigos, la alta noche
en
un garito o mísera zahúrda
con
sus viles rivales pasa oculto.
Entre
el temor fluctúa y la esperanza
su
alma atormentada. Hele: ya expuso,
con
mano incierta y pecho palpitante,
a
la vuelta de un dado su fortuno.
Cayó
la suerte; pero ¿qué le brinda?
¿Es
buena? Su ansia y su zozobra crecen.
¿Aciaga?
¡Oh Dios!, le abruma y le despeña
en
vida infame o despechada muerte.
¿Y
es más feliz quien fascinado al brillo
de
unos ojuelos arde y enloquece,
y
vela, y ronda, y ruega, y desconfía,
y
busca al precio de zozobra y penas
el
rápido placer de un solo instante?
No
le guía el amor, que en pecho impuro
entrar
no puede su inocente llama.
Sólo
le arrastra el apetito; ciego
se
desboca en pos de él. Mas ¡ay!, que si abre
con
llave de oro al fin el torpe quicio,
envuelta
en su placer traga su muerte.
Pues
mira a aquél, que abandonado al ocio,
ve
vacías huir las raudas horas
sobre
su inútil existencia. ¡Ah! lentas
las
cree aún, y su incesante curso
precipitar
quisiera; en qué gastarlas
no
sabe, y entra, y sale, y se pasea,
fuma,
charla, se aburre, torna, vuelve,
y
huyendo siempre del afán, se afana.
Mas
ya en el lecho está: cédele al sueño
la
mitad de la vida, y aun le ruega
que
la enojosa luz le robe. ¡Oh necio!
¿A
la dulzura del descanso aspiras?
Búscala
en el trabajo. Sí, en el ocio
siempre
tu alma roerá el fastidio,
y
hallará en tu reposo su tormento.
Mas
¿qué, si a Baco y Ceres entregado
y
arrellanado ante su mesa, engulle
de
uno al otro crepúscúlo, poniendo
en
su vientre a su dios y a su fortuna?
La
tierra y mar no bastan a su gula.
Lenguaraz
y glotón, con otros tales
en
francachelas y embriagueces pasa
sus
vanos días, y entre obscenos brindis,
carcajadas
y broma disoluta,
se
harta sin tasa y sin pudor delira;
mas
a fuerza de hartarse, embota y pierde
apetito
y estómago. Ofendida
Naturaleza,
insípidos le ofrece
los
sabores que al pobre deliciosos.
En
vano espera de una y otra India
estímulos,
en vano pide al arte
salsas
que ya su paladar rehúsa;
el
ansia crece y el vigor se agota,
y
así consunto en medio a la carrera,
antes
su vida que su gula acaba.
¡Oh
placeres amargos! ¡Oh locura
de
aquel que los codicia, y humillado
ante
un mentido numen los implora!
¡Oh,
y cuál la diosa pérfida le burla!
Sonríele
tal vez, empero nunca
de
angustia exento o sinsabor le deja,
que
a vueltas del placer le da fastidio,
y
en pos del goce, saciedad y tedio.
Si
le confía, luego un escarmiento
su
mal prevista condición descubre.
Avara,
nunca sus deseos llena;
voltaria,
siempre en su favor vacila;
inconstante
y cruel, aflige ahora
al
que halagó poco ha, ahora derriba
al
que ayer ensalzó, y ora del cieno
otro
a las nubes encarama, sólo
por
derribarle con mayor estruendo.
¿No
ves, con todo, aquella inmensa turba,
que,
rodeando de tropel su templo,
se
avanza al aldabón, de incienso hediondo
para
ofrecer al ídolo cargada?
¡Huye
de ella, Bermudo! ¡No el contagio
toque
a tu alma de tan vil ejemplo!
Huye,
y en la virtud busca tu asilo,
que
ella feliz te hará. No hay, no lo pienses,
dicha
más pura que la dulce calma
que
inspira al varón justo. Ella modesto
le
hace en prosperidad, ledo y tranquilo
en
sobria medianía, resignado
en
pobreza y dolor. Y si bramando
el
huracán de la implacable envidia,
le
hunde en infortunio, ella piadosa
le
acorre y salva, su alma revistiendo
de
alta, noble y longánime constancia.
¡Y
qué si hasta su premio alza la vista!
¿Hay
algo, di, que a la esperanza iguale
de
la inmortal corona que le atiende?
Mas
te oigo preguntar: «Aqueste instinto,
que
mi alma eleva a la verdad, esta ansia
de
indagar y saber, ¿será culpable?
¿No
podré hallar, siguiéndola, mi dicha?
¿Condenarásla?»
No. ¿Quién se atreviera,
quién,
que su origen y su fin conozca?
Sabiduría
y virtud son dos hermanas
descendidas
del cielo para gloria
perfección
del hombre. Le alejando
del
vicio y del engaño, ellas le acercan
a
la divinidad. Sí, mi Bermudo;
mas
no las busques en la falsa senda
que
a otros, astuta, muestra la fortuna.
¿Dónde
pues? Corre al templo de Sofía,
y
allí las hallarás. Ruégala… ¡Mira
cuál
se sonríe! Instala, interpone
la
intercesión de las amables musas,
y
te la harán propicia. Pero guarte,
que
si no cabe en su favor engaño,
cabe
en el culto que le da insolente
el
vano adorador. Nunca propicia
la
ve quien, oro o fama demandando,
impuro
incienso quema ante sus aras.
¿No
ves a tantos como de ellas tornan
de
orgullo llenos, de saber vacíos?
¡Ay
del que, en vez de la verdad, iluso,
su
sombra abraza! En la opinión fiado,
el
buen sendero dejará, y sin guía
de
razón ni virtud, tras las fantasmas
del
error correrá precipitado.
¿El
sabio entonces hallará la dicha
en
las quimeras que sediento busca?
¡Ah!,
no: tan sólo vanidad y engaño.
Mira
en aquel, a quien la aurora encuentra
midiendo
el cielo, y de los astros que huyen
las
esplendentes órbitas. Insomne,
aun
a la noche llama presurosa,
y
acusa al astro que su afán retarda.
Vuelve,
la obra portentosa admira,
sin
ver la mano que la obró. Se eleva
sobre
las lunas de Urano, y de un vuelo
desde
la Nave a los Triones pasa.
Mas
¿qué siente después? Nada; calcula,
mide,
y no ve que el cielo, obedeciendo
la
voz del grande Autor, gira, y callado,
horas
hurtando a su existencia ingrata,
a
un desengaño súbito le acerca.
Otro,
del cielo descuidado, lee
en
el humilde polvo y le analiza.
Su
microscopio empuña; ármale y cae
sobre
un átomo vil. ¡Cuán necio triunfa,
si
allí le ofrece el mágico instrumento
leve
señal de movimiento y vida!
Su
forma indaga, y demandando al vidro
lo
que antevió su ilusa fantasía,
cede
al engaño y da a la vil materia
la
omnipotencia que al gran Ser rehúsa.
Así
delira ingrato, mientras otro
pretende
escudriñar la íntima esencia
de
este sublime espíritu que le anima.
¡Oh
cuál le anatomiza, y cual si fuese
un
fluïdo sutil, su voz, su fuerza,
y
sus funciones y su acción regula!
Mas
¿qué descubre? Sólo su flaqueza,
que
es dado al ojo ver el alto cielo,
pero
verse a sí, en sí, no le fue dado.
Con
todo, osada su razón penetra
al
caos tenebroso; le recorre
con
paso titubeante, y desdeñando
la
lumbre celestial, en los senderos
y
laberintos del error se pierde.
Confuso
así, mas no desengañado,
entre
la duda y la opinión vacila.
Busca
la luz, y sólo palpa sombras.
Medita,
observa, estudia, y sólo alcanza
que
cuanto más aprende, más ignora.
Materia,
forma, espíritu, movimiento,
y
estos instantes que incesantes huyen,
y
del espacio el piélago sin fondo,
sin
cielo y sin orillas: nada alcanza,
nada
comprende. Ni su origen halla,
ni
su término, y todo lo ve, absorto
de
eternidad en el abismo hundirse.
Tal
vez, saliendo de él más deslumbrado,
se
arroja a alzar el temerario vuelo
hasta
el trono de Dios, y presuntuoso,
con
débil luz escudriñar pretende
lo
que es inescrutable. Sondeando
de
la divina esencia el golfo inmenso,
surca
ciego por él. ¿Qué hará sin rumbo?
Dudas
sin cuento en su ignorancia busca,
y
las propone y las disputa, y piensa
que
la ignorancia que excitarlas supo
resolverlas
sabrá. ¿Viste, oh Bermudo,
intento
más audaz? ¡Qué! ¡sin más
lumbre
que
su razón, un átomo podría
incomprensible
comprender? ¿Linderos
en
lo inmenso encontrar? ¿Y en lo infinito,
principio,
medio o fin? ¡Oh Ser eterno!
¿Has
dado al hombre parte en tus consejos?
¿O
en el santuario, a su razón cerrado,
le
admites ya? ¿Tan alta es la tarea
que
a su débil espíritu confiaste?
No,
no es ésta, Bermudo. Conocerle
y
adorarle en sus ubras, derretirse
en
gratitud y amor por tantos bienes
como
benigno en tu mansión derrama,
cantar
su gloria y bendecir su nombre:
he
aquí tu estudio, tu deber, tu empleo,
y
de tu ser y tu razón la dicha.
Tal
es, oh dulce amigo, la que el sabio
debe
buscar, mientras los necios la huyen.
¿Saber
pretendes? Franca está la senda:
perfecciona
tu ser y serás sabio;
ilustra
tu razón, para que se alce
a
la verdad eterna, y purifica
tu
corazón, para que la ame y siga.
Estúdiate
a ti mismo, pero busca
la
luz en tu Hacedor. Allí la fuente
de
alta sabiduría, allí tu origen
verás
escrito, allí el lugar que ocupas
en
su obra magnífica, allí tu alto
destino,
y la corona perdurable
de
tu ser, sólo a la virtud guardada.
Sube,
Bermudo, allí; busca en su seno
esta
verdad, esta virtud, que eternas
de
su saber y amor perenne manan;
que
si las buscas fuera de él, tinieblas,
ignorancia
y error hallarás sólo.
De
este saber y amor lee un destello
en
tantas criaturas como cantan
su
omnipotencia, en la admirable escala
de
perfección con que adornarlas supo,
en
el orden que siguen, en las leyes
que
las conservan y unen, y en los fines
de
piedad y de amor que en todas brillan
y
la bondad de su Hacedor pregonan.
Ésta
tu ciencia sea, ésta tu gloria.
Serás
sabio y feliz si eres virtuoso,
que
la verdad y la virtud son una.
Sólo
en su posesión está la dicha,
y
ellas tan sólo dar a tu alma pueden
segura
paz en tu conciencia pura,
en
la moderación de tus deseos
libertad
verdadera, y alegría
de
obrar y hacer el bien en la dulzura.
Lo
demás, viento, vanidad, miseria.
Gaspar
Melchor de Jovellanos