Angel González
(Oviedo, 1922)
De vuelta de una gloria inexistente,
después de haber avanzado un paso hacia ella, retrocedo a velocidad indecible, alegre casi como quien dobla la esquina de la calle donde hay una reyerta, llorando avergonzado como el adolescente hijo de viuda sexagenaria y pobre
expulsado de la escuela vespertina en la que era becario.
Estoy aquí, donde yo siempre estuve,
donde apenas hay sitio para mantenerse erguido.
La soledad es un farol certeramente apedreado: sobre ella me apoyo.
La esperanza es el quicio de una puerta
de la casa que fue desarraigada
de sus cimientos por los huracanes:
quicio-resquicio por donde entro y salgo
cuando paso del nunca (me quisiste) al todavía (te odio), del tampoco (me escuchas) al también (yo me callo),
del todo (me hace daño) al nada (me lastima).
No importa, sin embargo.
Los aviones de propulsión a chorro salvan rápidamente la distancia que separa Tokio de Copenhague,
Consciente de esa circunstancia,
en muchas ocasiones emprendo largos viajes; pero apenas me desplazo unos milímetros hacia los destinos más remotos, la nostalgia me muerde las entrañas, y regreso a mi posición primera alegre y triste a un tiempo
– como dije al principio:
alegre, porque sé que tú eres mi patria,
amor mío; y triste, porque toda patria, para los que la amamos,
– de acuerdo con mi personal experiencia de la patria-
tiene también bastante de presidio.
Así, en ti me quedo,
paseo largamente tus piernas y tus brazos, asciendo hasta tu boca, me asomo al borde de tus ojos,
doy la vuelta a tu cuello,
desciendo por tu espalda,
cambio de ruta para recorrer tus caderas, vuelvo a empezar de nuevo,
descansando en tu costado,
miro pasar las nubes sobre tus labios rojos, digo adios a los pájaros que cruzan por tu frente,
y si cierras los ojos cierro también los míos, y me duermo a tu sombra como si siempre fuera verano, amor,
pensando vagamente en el mundo inquietante que se extiende -imposible- detrás de tu sonrisa.