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El verdugo
Espronceda, Jose De

EL
VERDUGO

De
los hombres lanzado al desprecio,

de
su crimen la víctima fui;

y
se evitan de odiarse a sí mismos,

fulminando
sus odios en mí.

Y
su rencor al
poner en mi mano, me hicieron

su
vengador; y
se dijeron:

«Que
nuestra vergüenza común caiga en él;

se
marque en su frente nuestra maldición;

su
pan amasado con sangre y con hiel,

su
escudo con armas de eterno baldón

sean
la herencia que
legue al hijo,

el
que maldijo la «sociedad».

Y
de mí huyeron,

de
sus culpas el manto me echaron,

y
mi llanto y mi voz escucharon

¡sin
piedad!!!

Al
que a muerte condenan le ensalzan…

¿Quién
al hombre del hombre hizo juez?

¿Que
no es hombre ni siente el verdugo

imaginan
los hombres tal vez?

Y
ellos no ven que
yo soy de la imagen divina

¡copia
también!

Y
cual dañina

fiera
a que arrojan un triste animal,

que
ya entre sus dientes se siente crujir,

así
a mí, instrumento del genio del mal

me
arrojan el hombre que traen a morir.

Y
ellos son justos,

yo
soy maldito,

yo
sin delito

soy
criminal:

Mirad
al hombre

que
me paga una muerte; el dinero

me
echa al suelo con rostro altanero,

¡a
mi, su igual!

El
tormento que quiebra los huesos

y
del reo el histérico ¡ay!

y
el crujir de los nervios rompidos

bajo
el golpe del hacha que cae,

son
mi placer,

y
al rumor que en las piedras rodando

hace,
al caer,

del
triste saltando

la
hirviente cabeza de sangre en un mar,

allí
entre el bullicio del pueblo feroz

mi
frente serena contemplan brillar,

tremenda,
radiante con júbilo atroz.

Que
de los hombres

en
mí respira toda
la ira,

todo
el rencor;

que
a mí pasaron

la
crueldad de sus almas impía,

y
al cumplir su venganza y la mía

gozo
en mi horror!

Ya
más alto que el grande, que altivo

con
sus plantas hollara la ley,

al
verdugo los pueblos miraron

y
mecido en los hombros de un rey;

y
en él se hartó,

embriagado
de gozo aquel día

cuando
expiró;

y
su alegría

su
esposa y sus hijos pudieron notar;

que
en vez de la densa tiniebla de horror,

miraron
la risa su labio amargar,

lanzando
sus ojos fatal resplandor.

Que
el verdugo

con
su encono

sobre
el trono

se
asentó.

Y
aquel pueblo

que
tan alto le alzara bramando,

otro
rey de venganzas, temblando,

en
él miró.

En
mí vive la historia del mundo

que
el destino con sangre escribió,

y
en sus páginas rojas Dios mismo

mi
figura impaciente grabó.

La
eternidad

ha
tragado cien siglos y ciento,

y
la maldad

su
monumento

en
mí todavía contempla existir.

Y
en vano es que el hombre do brota la luz

con
viento de orgullo pretenda subir:

¡Preside
el verdugo los siglos aún!

Y
cada gota

que
me ensangrienta,

del
hombre ostenta

un
crimen más.

Y
yo aún existo,

fiel
recuerdo de edades pasadas,

a
quien siguen cien sombras airadas

¡siempre
detrás!

¡Oh!
¿por qué te ha engendrado el verdugo,

tú,
hijo mío, tan puro y gentil?

En
tu boca la gracia de un ángel

presta
gracia a tu risa infantil.

¡Ay!
tu candor,

tu
inocencia, tu dulce hermosura

me
inspira horror.

¡Oh!
tu ternura,

mujer,
¿a qué gastas con ese infeliz?

¡Oh!
muéstrate madre piadosa con él,

¡ahógale,
y piensa será así feliz!

¿Qué
importa que el mundo te llame cruel?

Mi
vil oficio

querrás
que siga

¡que
te maldiga

tal
vez querrás!

Piensa
que un día

al
que hoy miras jugar inocente,

¡maldecido
cual yo y delincuente

también
verás.

José
de Espronceda