EL
REO DE MUERTE
¡Para hacer bien por el alma
del que van a ajusticiar…
Reclinado
sobre el suelo
con
lenta amarga agonía,
pensando
en el triste día
que
pronto amanecerá,
en
silencio gime el reo
y
el fatal momento espera
en
que el sol por vez postrera
en
su frente lucirá.
Un
altar y un crucifijo,
y
la enlutada capilla
lánguida
vela amarilla
tiñe
en su luz funeral,
junto
al mísero reo,
medio
encubierto el semblante,
se
oye el fraile agonizante
en
son confuso rezar.
El
rostro levanta el triste
Y
alza los ojos al cielo;
tal
vez eleva en su duelo
la
súplica de piedad:
¡Una
lágrima! ¿es acaso
de
temor o de amargura?
¡Ay!
¿a aumentar su tristura
vino
un recuerdo quizá.
Es
un joven y la vida
llena
de sueños de oro
pasó
ya, cuando aun el lloro
de
la niñez no enjugó:
El
recuerdo es de la infancia,
y
su madre que le llora
para
morir así ahora
con
tanto amor le crió.
Y
a par que sin esperanza
ve
ya la muerte en acecho,
su
corazón en su pecho
siente
con fuerza latir,
al
tiempo que mira al fraile
que
en paz ya duerme a su lado
y
que ya viejo y postrado
le
habrá de sobrevivir.
¿Mas
qué rumor a deshora
rompe
el silencio? Resuena
una
alegre cantilena
y
una guitarra a la par,
y
gritos y de botellas
que
se chocan, el sonido,
y
el amoroso estallido
de
los besos y el danzar.
Y
también pronto en son triste
lúgubre
voz sonará:
¡Para
hacer bien por el alma
del
que van a ajusticiar!
Y
la voz de los borrachos,
y
sus brindis, sus quimeras,
y
el cantar de las rameras,
y
el desorden bacanal
en
la lúgubre capilla
penetran,
y carcajadas,
cual
de lejos arrojadas
de
la mansión infernal.
Y
también pronto en son triste
lúgubre
voz sonará:
¡Para
hacer bien por el alma
del
que van a ajusticiar!
¡Maldición!
Al eco infausto
el
sentenciado maldijo
la
madre, que como a hijo
a
sus pechos le crió;
y
maldijo el mundo todo,
maldijo
su suerte impía,
maldijo
el aciago día
y
la hora en que nació.
II
Serena
la luna
alumbra
en el cielo,
domina
en el suelo
profunda
quietud.
Ni
voces se escuchan,
ni
ronco ladrido,
ni
tierno quejido
de
amante laúd.
Madrid
yace envuelto en sueño,
todo
al silencio convida,
y
el hombre duerme y no cuida
del
hombre que va a expirar.
Si
tal vez piensa en mañana,
ni
una vez piensa siquiera
en
el mísero que espera
para
morir, despertar;
que
sin pena ni cuidado
los
hombres oyen gritar:
¡Para
hacer bien por el alma
del
que van a ajusticiar!
¡Y
el juez también en su lecho
duerme
en paz!! ¡y su dinero
el
verdugo placentero
entre
sueños cuenta ya!
Tan
sólo rompe el silencio
en
la sangrienta plazuela
el
hombre del mal que vela
un
cadalso a levantar.
Loca
y confusa la encendida mente,
sueños
de angustia y fiebre y devaneo
el
alma envuelven del confuso reo,
que
inclina al pecho la abatida frente.
Y
en sueños
confunde
la
muerte,
la
vida.
Recuerda
y
olvida,
suspira,
respira
con
hondo afán.
Y
en un mundo de tinieblas
vaga
y siente miedo y frío,
y
en su horrible desvarío
palpa
en su cuello el dogal;
y
cuanto más forcejea,
cuanto
más lucha y porfía,
tanto
más en su agonía
aprieta
el nudo fatal.
Y
oye ruido, voces, gentes,
y
aquella voz que dirá:
¡Para
hacer bien por el alma
del
que van a ajusticiar!
ya
libre se contempla,
y
al aire puro respira,
y
oye de amor que suspira
la
mujer que un tiempo amó,
bella
y dulce cual solía,
tierna
flor de primavera,
el
amor de la pradera
que
el abril galán mimó.
Y
gozoso a verla vuela,
y
alcanzarla intenta en vano,
que
al tender la ansiosa mano
su
esperanza a realizar,
su
ilusión la desvanece
de
repente el sueño impío,
y
halla un cuerpo mudo y frío
y
un cadalso en su lugar.
Y
oye a su lado en son triste
lúgubre
voz resonar:
¡Para
hacer bien por el alma
del
que van a ajusticiar!
José de Espronceda