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El reo de muerte
Espronceda, Jose De

EL
REO DE MUERTE

¡Para hacer bien por el alma
del que van a ajusticiar…

Reclinado
sobre el suelo

con
lenta amarga agonía,

pensando
en el triste día

que
pronto amanecerá,

en
silencio gime el reo

y
el fatal momento espera

en
que el sol por vez postrera

en
su frente lucirá.

Un
altar y un crucifijo,

y
la enlutada capilla

lánguida
vela amarilla

tiñe
en su luz funeral,

junto
al mísero reo,

medio
encubierto el semblante,

se
oye el fraile agonizante

en
son confuso rezar.

El
rostro levanta el triste

Y
alza los ojos al cielo;

tal
vez eleva en su duelo

la
súplica de piedad:

¡Una
lágrima! ¿es acaso

de
temor o de amargura?

¡Ay!
¿a aumentar su tristura

vino
un recuerdo quizá.

Es
un joven y la vida

llena
de sueños de oro

pasó
ya, cuando aun el lloro

de
la niñez no enjugó:

El
recuerdo es de la infancia,

y
su madre que le llora

para
morir así ahora

con
tanto amor le crió.

Y
a par que sin esperanza

ve
ya la muerte en acecho,

su
corazón en su pecho

siente
con fuerza latir,

al
tiempo que mira al fraile

que
en paz ya duerme a su lado

y
que ya viejo y postrado

le
habrá de sobrevivir.

¿Mas
qué rumor a deshora

rompe
el silencio? Resuena

una
alegre cantilena

y
una guitarra a la par,

y
gritos y de botellas

que
se chocan, el sonido,

y
el amoroso estallido

de
los besos y el danzar.

Y
también pronto en son triste

lúgubre
voz sonará:

¡Para
hacer bien por el alma

del
que van a ajusticiar!

Y
la voz de los borrachos,

y
sus brindis, sus quimeras,

y
el cantar de las rameras,

y
el desorden bacanal

en
la lúgubre capilla

penetran,
y carcajadas,

cual
de lejos arrojadas

de
la mansión infernal.

Y
también pronto en son triste

lúgubre
voz sonará:

¡Para
hacer bien por el alma

del
que van a ajusticiar!

¡Maldición!
Al eco infausto

el
sentenciado maldijo

la
madre, que como a hijo

a
sus pechos le crió;

y
maldijo el mundo todo,

maldijo
su suerte impía,

maldijo
el aciago día

y
la hora en que nació.

II

Serena
la luna

alumbra
en el cielo,

domina
en el suelo

profunda
quietud.

Ni
voces se escuchan,

ni
ronco ladrido,

ni
tierno quejido

de
amante laúd.

Madrid
yace envuelto en sueño,

todo
al silencio convida,

y
el hombre duerme y no cuida

del
hombre que va a expirar.

Si
tal vez piensa en mañana,

ni
una vez piensa siquiera

en
el mísero que espera

para
morir, despertar;

que
sin pena ni cuidado

los
hombres oyen gritar:

¡Para
hacer bien por el alma

del
que van a ajusticiar!

¡Y
el juez también en su lecho

duerme
en paz!! ¡y su dinero

el
verdugo placentero

entre
sueños cuenta ya!

Tan
sólo rompe el silencio

en
la sangrienta plazuela

el
hombre del mal que vela

un
cadalso a levantar.

Loca
y confusa la encendida mente,

sueños
de angustia y fiebre y devaneo

el
alma envuelven del confuso reo,

que
inclina al pecho la abatida frente.

Y
en sueños

confunde

la
muerte,

la
vida.

Recuerda

y
olvida,

suspira,

respira

con
hondo afán.

Y
en un mundo de tinieblas

vaga
y siente miedo y frío,

y
en su horrible desvarío

palpa
en su cuello el dogal;

y
cuanto más forcejea,

cuanto
más lucha y porfía,

tanto
más en su agonía

aprieta
el nudo fatal.

Y
oye ruido, voces, gentes,

y
aquella voz que dirá:

¡Para
hacer bien por el alma

del
que van a ajusticiar!

ya
libre se contempla,

y
al aire puro respira,

y
oye de amor que suspira

la
mujer que un tiempo amó,

bella
y dulce cual solía,

tierna
flor de primavera,

el
amor de la pradera

que
el abril galán mimó.

Y
gozoso a verla vuela,

y
alcanzarla intenta en vano,

que
al tender la ansiosa mano

su
esperanza a realizar,

su
ilusión la desvanece

de
repente el sueño impío,

y
halla un cuerpo mudo y frío

y
un cadalso en su lugar.

Y
oye a su lado en son triste

lúgubre
voz resonar:

¡Para
hacer bien por el alma

del
que van a ajusticiar!

José de Espronceda