
DESVELADO CAÍN
A la orilla del aire yo destruyo la sombra
delgada de los pájaros solitarios que habitan caídos en el cielo
pequeño del rocío, de ese húmedo espejo donde todas las cosas
del alba se derrumban,
se hunden en el frío metal en donde el trino sonámbulo se hermana con la niñez del agua.
A la orilla del aire yo destruyo la rosa
del rosal, la azucena, la nube y la guitarra que también es alondra
nacida en una nueva presencia quejumbrosa de metales heridos.
A la orilla del aire yo destruyo el aliento
del ángel, la paloma.
Nada queda en mis manos que no rompa en procura de mí mismo en el fondo, en la íntima entraña sepulta de las cosas donde lo eterno esculpe su máscara de siempre,
su soledad más honda.
¡Oh Padre imaginado
tras el terrible cielo por donde pasa el viento del misterio soplando la voz de sus campanas!
-¿Qué cosa es que supongo hallar
tras de tu niebla?
¿Cuál enigma vislumbro oculto tras la negra semilla de tu árbol?
La noche milenaria
que enroscada descansa sin rostro entre mis huesos, la noche que me oprime por dentro y me devora,
¿no es la misma que cava con sus dedos de sombra su abismo en los objetos?
Por aquí desemboco rodando hasta la gota donde la más antigua de mis voces descansa.
Si tú el cálido aliento de tu pulmón soplaste, para forjar del barro miserable la estatua preciosa de la vida.
Yo levanté mi mano valiente hasta tu rostro, para inventar la humana presencia de la Muerte.
Desde entonces yo he sido también un dios creador,
arquitecto único de ese orbe distingo
donde el fecundo cielo no hizo del verbo luz, sorda parte de un mundo donde la intacta sombra es virgen todavía.
No es Abel el que muere herido por el golpe salido de mi mano, no es Abel el que muere.
Con él sólo destruyo las formas permanentes del símbolo primero:
igual me hubiera sido la presencia de alba, lo inmutable del cielo.
Franklin Mieses Burgos