DESPEDIDA
DEL PATRIOTA GRIEGO
DE LA HIJA DEL APOSTATA
Era
de noche: en la mitad del cielo
su luz rayaba la argentada luna,
y
otra luz más amable destellaba
de
sus llorosos ojos la hermosura.
Allí
en la triste soledad se hallaron
su
amante y ella con mortal angustia,
y
su voz en amarga despedida
por
vez postrera la infeliz escucha.
«Determinado
está; sí, mi sentencia
para
siempre selló la suerte injusta,
y
cuando allá la eternidad sombría
este
momento en sus abismos hunda,
¡ojalá
para siempre que el olvido,
suavizando
el rigor de la fortuna,
la
imagen ¡ay! de las pasadas glorias
bajo
sus alas lóbregas encubra!
¿Por
qué al nacer, crüeles me arrancaron
del
seno de mi madre moribunda,
y
salvo he sido de mortales riesgos
para
vivir penando en amargura?
¿Por
qué yo fui por mi fatal destino
unido
a ti desde la tierna cuna?
¿Por
qué nos hizo iguales en riqueza
y
en linaje también mi desventura?
¿Por
qué mi infancia en inocentes juegos
brilló
contigo, y con delicia mutua
ambos
tejimos el infausto lazo
que
nuestras almas míseras anuda?
¡Ah!
para siempre adiós: vano es ahora
acariciar
memorias de ventura;
voló
ya la ilusión de la esperanza,
y
es vano amar sin esperanza alguna.
¿Qué
puede el infeliz contra el destino?
¿Qué
ruegos moverán, qué desventuras
el
bajo pecho de tu infame padre?
Infame,
sí, que al despotismo jura
vil
sumisión, y en sórdida avaricia
vende
su patria a las riquezas turcas.
El
apellida sacrosantas leyes
el
capricho de un déspota, él nos juzga
de
rebeldes doquier, su voz comprada
culpa
a su patria y al tirano adula.
El
nos ordena ante el sultán odioso
humilde
miedo y obediencia muda.
Mas
no, que el alma de la Grecia existe.
Santo
furor su corazón circunda,
que
ávido se hartará de sangre hirviente,
que
nuevo ardor le infundirá y bravura.
No
ya el tirano mandará en nosotros:
Tristes
rüinas, áridas llanuras,
cadáveres
no más serán su imperio,
será
sólo el señor de nuestras tumbas.
Ya
osan ser libres los armados brazos
y
ya romper la bárbara coyunda.
Y
con júbilo a ti, todos ¡oh muerte!
y
a ti, divina libertad, saludan.
Gritos
de triunfo, sacudido el viento
hará
que al éter resonando suban,
o
eterna muerte cubrirá la Grecia
en
noche infanda y soledad profunda.
Ese
altivo monarca, que embriagado
yace
en perfumes y lascivia impura,
despechado
sabrá que no hay cadena
que
la mano de un libre no destruya.
Con
rabia oirá de libertad el grito
sonar
tremendo en la obstinada lucha,
y
con miedo y horror su sed de sangre
torrentes
hartarán de sangre turca.
Y
tu padre también, si ora impudente
so
el poder del Islam su patria insulta,
pronto
verá cuán formidable espada
blande
en la lid la libertad sañuda.
Marcha
y dile por mí que hay mil valientes
y
yo uno de ellos, que animosos juran
morir
cual héroes o romper el cetro
a
cuya sombra el pérfido se escuda.
Que
aunque marcados con la vil cadena,
no
han sido esclavas nuestras almas nunca,
que
el heredado ardor de nuestros padres
las
hace hervir aún; que nuestra furia
nos
labrará, lidiando, en cada golpe
triunfo
seguro o noble sepultura.
Dile
que sólo en baja servidumbre
puede
vivir un alma cual la suya,
el
alma de un apóstata que indigno
llega
sus labios a la mano impura,
que
de caliente sangre reteñida,
nuevos
destrozos a su patria anuncia.
Perdóname,
infeliz, si mis palabras
rudas
ofenden tu filial ternura.
Es
verdad, es verdad: tu padre, un tiempo
mi
amigo se llamó, y ¡ojalá nunca
pasado
hubieran tan dichosos días!
Yo
no llamara injusta a la fortuna.
¡Cómo
entonces mi mano enjugaría
las
lágrimas que viertes de amargura!
Tu
padre, ¡oh Dios! como engañoso amigo
cuando
la Grecia la servil coyunda
intrépida
rompió, cuando mi pecho
respiraba
gozoso el aura pura
de
la alma libertad, pensó el inicuo
seducirme
tal vez con tu hermosura,
y
en premio vil me prometió tu mano
si
ser secuaz de su traición inmunda,
y
desolar mi patria le ofrecía,
esclavo
yo de la insolente turba
de
esclavos del sultán. Antes el cielo
mis
yertos miembros insepultos cubra,
que
goce yo de ignominiosa vida
ni
en el seno feliz de tu dulzura.
¡Ah!
para siempre adiós: la infausta suerte
que
el lazo rompe que las almas junta,
y
va a arrancar tu corazón del mío,
tan
sólo ahora una esperanza endulza.
Yo
te hallaré donde perpetuas dichas
las
almas de los ángeles disfrutan.
¡Ah!
para siempre adiós… tente… un momento,
un
beso nada más… es de amargura…
es
el último ¡oh Dios!… mi sangre hiela…
¡Ah!
los martirios del infierno nunca
igualaron
mi pena y mi agonía.
¡Terminara
la muerte aquí mi angustia,
y
aun muriera feliz! Mis ojos quema
una
lágrima ¡Oh Dios! y tú la enjugas!
¡Quién
resistir podrá! Basta… la hora
se
acerca ya que mi partida anuncia.
¡Ojalá
para siempre que el olvido,
suavizando
el rigor de la fortuna
la
imagen ¡ay! de las pasadas glorias
bajo
sus alas lóbregas encubra!»
Dice,
y se alejan. A esperar consuelo
la
hija del apóstata en la tumba;
él,
batallando pereció en las lides,
y
ella víctima fue de su amargura.
José
de Espronceda