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Canto del cruzado
Espronceda, Jose De

CANTO
DEL CRUZADO

Ya tarde en la noche la luna escondía
cercana a Occidente, su lívida faz,

y
al Norte entre nubes, relámpago ardía

que
el cielo inundaba de lumbre fugaz.

El
Tajo sus aguas con ronco bramido

despeña,
y el eco redobla el fragor;

el
bosque se mece con sordo rüido,

de
negras tormentas fatal precursor.

Al
fuego que el raudo relámpago enciende,

que
al monte y la selva parece abrasar,

un
hombre a caballo la margen desciende

y
al trote se sienten sus armas sonar.

Tal
vez a su paso con viva vislumbre

la
cruz en su escudo radiante brilló;

mas
luego en tinieblas la rápida lumbre

al
hombre y caballo consigo ocultó.

De
un monte en la altura levanta su frente

soberbio
castillo de ilustre señor;

brillantes
antorchas le adornan luciente

y
de arpas y fiesta se escucha el rumor.

Abiertas
las rejas, las luces se agitan,

y
alegre banquete se deja entrever,

los
néctares dulces al júbilo excitan

y
a cien caballeros cantando a beber.

cual
negra fantasma de forma medrosa

que
a tímida virgen de noche aterró

así
en la alta cumbre del monte escabrosa

el
hombre a caballo veloz pareció.

Al
pie del castillo llegando el guerrero,

alegre
relincha su noble trotón;

la
rienda recoge, desmonta ligero

y
para y escucha sonar la canción.

Del
arpa sonora los dulces contentos

aplauden
con bravos y vivas sin fin,

y
en coro resuenan alegres acentos,

en
alto las copas a honor del festín.

Mas
luego en silencio la mágica lira,

vibrada
suave se torna a escuchar,

y
sigue a su acento que plácido inspira

la
voz regalada de aqueste cantar:

Era
la noche, y la luna

melancólica
brillaba

con
pálida luz süave

en
el jardín de la Alhambra.

En
su soledad se goza

la
hermosísima Zoraida,

la
más bella de las moras,

la
adorada de Abenámar.

Tan
sólo rompe el silencio

entre
las flores el aura o

que
dulcemente las […]

y
su perfume exhala.

Allí,
vagando en silencio,

sus
pensamientos halagan

mil
imágenes sabrosas,

mil
cumplidas esperanzas.

Mas
¿qué estruendo de trompetas

toca
a rebato en Granada,

y
entre el confuso alboroto

retumba
el grito de alarma?

Zoraida
escucha y suspira,

que
al son de guerra, Abenámar,

el
más bravo de los moros,

es
el primero que marcha.

Ya
cerca escucha las trompas

de
las huestes castellanas,

y
relinchos, y carreras,

y
el batir de las espadas.

Precipitada
a una reja,

sube
la mora al alcázar,

y
por la vega anchurosa

yiende
la vista agitada.

Inquieta,
atento el oído,

tiembla
al crujir de las armas,

cual
tímido cervatillo

si
el viento agita las ramas.

En
su ventana, la noche

toda,
lo espera azorada.

Ya
el estruendo y voces crecen,

ya
poco a poco se callan.

Era
el rumor: los guerreros

vuelven
en triunfo a Granada.

Gallardo
en las lides,

cayó
el vencedor.

¡Ay!
llora, Zoraida,

tu
triste amador.

Su
voz moribunda

tu
nombre exhaló,

y
al pecho, expirante,

tu
banda estrechó.

Ya
el bardo a su gloria

levanta
la voz.

Eterno
su nombre

dirá
el trovador.

Gallardo
en las lides,

cayó
el vencedor.

¡Ay!
llora, Zoraida,

tu
triste amador.

El
arpa acompaña, callado ya el canto,

con
lánguidos trinos la trova gentil,

cual
dulce en la selva, con plácido encanto,

el
eco modulan los auras de Abril.

Y
luego cien arpas resuenan, y el coro

los
nobles entonan cantando a la vez,

y
el fin malogrado del ínclito moro

envidian,
y ensalzan su amor y su prez.

En
tanto el guerrero que el cántico oía,

con
fuerza en las puertas su lanza chocó,

y
allá en las almenas, al punto, el vigía:

«¿Quién
llama a estos muros?» audaz preguntó.

«Asilo
en la noche demanda un guerrero

que
errante camina», gritó el paladín.

«Abridle,
de adentro sonó un caballero,

y
encuentre acogida y asiento al festín».

Las
negras cadenas que el puente suspenden

con
ronco sonido se sienten crujir,

y
bajan el puente, y algunos descienden

armados
guerreros, las puertas a abrir.

Su
nombre preguntan; responde el soldado:

«Mi
nombre, aunque ilustre, es fuerza ocultar.

Saber
es bastante que soy un cruzado

que
vuelve de tierras allende del mar».

So
un manto sencillo de cándido lino,

do
roja aparece la espléndida cruz,

su
rostro y sus armas cubrió el paladino,

los
ojos tan sólo quedando a la luz.

En
ellos ostenta, con fiera altiveza,

fijándolos
firme, intrépido ardor.

Mas
luego se apaga con fría tristeza

o
usado descuido su noble esplendor.

En
tanto, dos pajes, sirviendo de guía,

conducen
al huésped adentro al salón,

y
sale a su encuentro con faz de alegría,

dejando
el banquete, gallardo infanzón.

La
mano, por muestra de dar bienvenida,

tendiéndole
dice: «Llegado aquí en paz,

os
dé mi castillo sabrosa acogida

y
halléis con nosotros placer y solaz».

El
huésped, en tanto que el noble le hablara,

mantiene
los ojos clavados en él,

así
que en su rostro semblanza encontrara

que
antiguos recuerdos preséntanle fiel.

«¿Sois
vos, le pregunta, gentil castellano,

de
aquesta comarca tal vez el señor?

¿Sois
vos el que nombran el conde Lozano,

honor
de Castilla, del moro terror?»

El
noble, modesto, responde al guerrero:

«Yo
soy el que llaman como vos decís,

empero
la fama da un nombre a mi acero

más
alto que nunca por él merecí.

Entrad
con nosotros, partid el contento,

ilustre
soldado de la alta Sión.

Dirás
de tus viajes el plácido cuento

y
oiremos tus hechos con grata atención».

«Mi
vida y mis hechos, el huésped responde,

ansiara
yo mismo por siempre olvidar».

Y
dice, y su rostro moreno se esconde

so
nube sombría de negro pesar.

Del
sol de la Libia quemado el semblante,

sus
ojos un punto centellear se ven,

mas
luego se apaga su brillo al instante,

y
al fuego que lanzan sucede el desdén.

Con
hondo suspiro prosigue el cruzado,

bajando
los ojos con triste mirar:

«Delante
el sepulcro de Dios he jurado

mi
historia y mi nombre jamás confiar.

Así
he prometido robarme el consuelo

que
acaso los hombres al mísero dan,

así
hasta que quiera por último el cielo

que
baje a la tumba conmigo mi afán».

Su
voz, su mirada, su rostro turbado

profundo
misterio parece encubrir.

El
Conde en silencio le asienta a su lado,

sin
más sus desdichas forzarle a decir.

Alguno
le mira, fijándole atento,

que
piensa su pecho tal vez sondear.

Mas
sólo su vista le da el pensamiento

que
es hombre que el riesgo no duda arrostrar.

En
tanto que el huésped, así indiferente,

se
vuelve a su estado de triste inacción,

el
Conde Lozano anima su gente

mandando
que entonen alegre canción.

Las
copas henchidas del néctar sabroso

se
vieron al punto volar al redor

y
el arpa vibrando con eco armonioso

así
dulcemente cantó el trovador:

El
soldado de Sión

El
que ansioso de alta gloria,

joven
dejó sus hogares,

y
lanzándose a los mares,

voló
a buscar la victoria,

vencedor
del turco fiero,

vuelve,
valiente cruzado,

del
sol el rostro tostado

y
en sangre tinto su acero.

Allí,
su lanza en la lid

dio
a su renombre esplendor,

le
cantó el trovador

como
a intrépido adalid.

Ora
vuelve, en su semblante

con
cicatrices de heridas

en
honra y pro recibidas

de
la que adora constante.

Tal
vez al verle a su reja

le
desconozca la hermosa

que
sensible y cuidadosa

oyó
otro tiempo su queja.

Mas
si no vuelve de Oriente,

cual
antes, joven hermoso,

vuelve
intrépido y brioso

y
ornada en lauros la frente.

Y
las lunas abatidas

de
los árabes altivos,

cien
caballos, cien cautivos,

cien
cimitarras vencidas,

el
soldado de Sión

rendirá
ante su hermosura

y
con humilde ternura

su
constante corazón.

Y
si amorosa un momento

tendrá
completa ventura

su
más alto pensamiento,

y
tendrá por muy dichosa

de
su destino la estrella

si
le devuelve su bella

siempre
tierna y cariñosa.

Que
por la cruz y en su honor

ha
alcanzado la victoria,

y
su nombre y su memoria

realzó
en la lid su valor,

y
buscando dónde ir

a
hacer su nombre famoso,

vuelve
a sus pies venturoso

sus
laureles a rendir.

«A
fe, dijo un noble, ya el canto acabado,

que
son muy leales esclavos de amor

los
bravos guerreros del templo sagrado,

según
en sus versos pintó el trovador.

Que
dicen hermosas que son las mujeres

que
adornan las tierras do se alza Lalén

y
ofrece el Oriente gustosos placeres,

y
todos los miran con tibio desdén».

«No
brillan mujeres allá en Palestina,

responde
un guerrero, cual brillan aquí.

Yo
pongo que nunca mujer más divina

se
vio que la hermosa que adora el Zegrí».

«Ximena
es más bella, repuso un mancebo

moviendo
los ojos con fiero mirar.

Y
rompo una lanza por ella y lo pruebo

cualquiera
en su contra se muestre a lidiar».

El
Conde al momento: «Más bella es mi esposa,

la
reina en las justas de amor y beldad.

Yo
pongo que es ella más noble y hermosa

y
acepto en la arena probar la verdad».

«Cualquiera
que venza será venturoso,

repuso
un anciano,

empero
el semblante hará más hermoso

de
aquella que adora su noble valor.

Que
allá cuando hervía mi pecho valiente

con
ansia amorosa y ardor juvenil,

recuerdo
con pena que anubla mi frente

y
aún hace a mi pecho turbado latir,

que
así por mi dama vibrando mi espada

en
negra contienda de honrar la beldad,

tendido
a mis plantas, de fiera estocada

mi
amigo más caro probó mi crueldad.

Vosotros,
hermanos en armas y amigos,

de
España esperanza, mancebos de pro,

¡oh!
no querrá el cielo lidiéis enemigos

por
causa tan leve, presente aquí yo.

Penosos
recuerdos, eterno tormento

quien
hiera a su amigo por pago tendrá,

y
siempre turbado doquier su contento

la
sombra del muerto delante hallará.

Allá
vuestra espada

se
cruce al alfanje que en sangre crüel

regó
el desolado campo castellano,

y
arranque a su frente antiguo laurel.

Volved
por las armas si algún caballero

con
lengua villana se atreve a su honor,

o
bien si el osado moteja altanero

sus
mismos galanes de poco valor.

Que
entonces la honra exige que muerto

o
quede el que el duelo audaz provocó,

o
que ante testigos confiese el entuerto

que
con sus palabras o acciones causó.

Tomad
mi consejo y usad de prudencia;

al
noble extranjero nombrad vuestro juez,

mostradle
las damas y dadle sentencia.

Ninguno
contienda otra vez.

Llegado
de climas y tierras lejanas,

do
ha visto las bellas de cada país,

a
un lado dejando pretensiones vanas,

no
dudo que todos en él convenís.

Y
aquel que aún sostenga tenaz su porfía,

y
dude a esta prueba tan fácil ceder,

por
cierto en su dama muy poco confía

y
no por muy bella la debe tener».

JOSÉ
DE ESPRONCEDA