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A Virgilio
Hugo, Victor

A
VIRGILIO

¡Oh, Virgilio! ¡Oh, poeta, mi divino maestro!

Ven, salgamos por fin de esta triste ciudad
de clamores siniestros y tan vanos, gigante
incapaz de cerrar ni un momento sus párpados,
y que encauza la espuma de un gran mar en sus piedras,
la pequeña Lutecia en la edad de los césares,

y que hoy, llena de carros, tiene más resplandor,
con el nombre brillante que hoy el mundo le da,
que la Atenas de antaño, y más ruido que Roma.

Para
ti que en los bosques, como el agua del cielo,
haces que de hoja en hoja caiga un verso secreto,
para ti, cuya hondura llena mi ensueño vago,
he encontrado allí donde ríen hierbas y flores,

entre Buc y Meudon, olvidada de todos
—y si digo Meudon, tú imagínate Tívoli—,
mi poeta, he encontrado un castísimo valle
que se mezcla al azar con risueñas colinas,
un asilo amistoso para ocultos amantes,
hecho de aguas dormidas y ramaje encorvado,
donde el sol baña en vano con sus rayos sin número

esta gruta y el bosque, fresco amparo de sombra.

Para ti lo he buscado, orgulloso y alegre,
con amor en el pecho y en los ojos el alba;
para ti lo he buscado en la dulce compaña
de quien todo secreto de mí mismo conoce,
y que, sola conmigo en la espesa floresta,
si yo fuera tu Galo ella fuese mi Lícoris.

Porque
en ella hay la flor grande y pura, el amor
misterioso y sin tiempo de la naturaleza.
Se complace, maestro, al igual que nosotros,
en las voces suavísimas, el rumor de los nidos
tan alegres que sale de los bosques oscuros,

en
el lago espejeante al revés las colinas,
y ya cuando el poniente ha perdido el color,
los pantanos que turban las pisadas intrusas,
y la humilde cabaña y la cueva que oculta
el verdor de la hierba, y que a mí me parece
una boca que se abre con terror para el grito,
y las aguas, los prados, las montañas, las chozas
y el inmenso horizonte inundado de brillos.

¡Oh,
maestro! Ya estamos en la dulce estación
de la hierba doncella, y así, pues, si consientes,

cada noche, escuchando el rumor de la fronda
sin que un eco despierten nuestros pies temerarios
vagaremos los tres, mejor dicho, los dos,
por lo agreste del valle, visionarios de aquella
soledad, sorprendiendo su secreto semblante.

Y en el fosco calvero donde el árbol nudoso
es de noche un perfil entre el monstruo y el honabre,
dejaremos humear una hoguera que vaya
lentamente apagándose sin pastor que la avive,
y tendiendo el oído a sus vagas canciones,
en la sombra y al claro de la luna, a través
de las brechas veremos a hurtadillas los sátiros
danzarines que imita aquel tu Alfesibeo.

VICTOR HUGO