A LA FORTUNA
Oh diosa, tú que riges la grata Ancio
y eres capaz, con tu presencia, de elevar
a un mortal del peldaño más bajo
o trocar en exequias las soberbias victorias.
A ti acude, con solícito ruego,
el pobre labrador; a ti, del mar señora,
acude todo aquel que en nave Bitinia
surca las ondas del mar Carpático.
Te teme a ti el áspero Dacio y los Escitas nómadas
las ciudades te temen, y las razas, y el fiero Lacio,
y las madres de los reyes bárbaros,
y los tiranos revestidos de púrpura,
no sea que con pie injurioso
derribes la columna firme
o que una muchedumbre inmensa
llame a las armas, a las armas
al resto de los ciudadanos
y destruya su imperio.
La cruel Necesidad siempre te precede,
llevando en su indomable mano
gruesos clavos y cuñas;
no falta el garfio riguroso
ni el líquido plomo.
Te protege la Esperanza,
y la rara Lealtad,
cubierta con un velo blanco,
no rehúsa tu compañía
cuando tú, en ropa fúnebre,
abandonas las casas poderosas.
Pero el vulgo desleal y la ramera
perjura retroceden; secas
las ánforas, huyen los amigos
falaces para no compartir el yugo.
Consérvanos a César, que va a partir
contra los últimos del orbe,
los Britanos, y al enjambre reciente
de jóvenes que ha de infundir terror
a los pueblos de Oriente y al rojo Océano.
¡Ay, ay! Nos avergüenzan
las cicatrices y los crímenes fratricidas.
¡Siglo cruel! ¿Ante qué hemos retrocedido?
¿Qué ley divina hemos respetado?
¿Cuándo la juventud contuvo
la mano por temor a los dioses?
¿Qué altares respetó?
¡Ojalá temples sobre un yunque nuevo
nuestro mellado hierro
contra los Masagetas y los Árabes!
Autor
Horacio