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A la expedicion espa?ola para propagar?
Quintana, Manuel Jose

MANUEL
JOSE QUINTANA

A
LA EXPEDICION ESPAÑOLA
PARA PROPAGAR LA VACUNA EN AMÉRICA

BAJO
LA DIRECCION DE DON FRANCISCO BALMIS

¡Virgen
del mundo, América inocente!
Tú, que el preciado seno

al
cielo ostentas de abundancia lleno,

y
de apacible juventud la frente;

tú,
que a fuer de más tierna y más hermosa

entre
las zonas de la madre tierra

debiste
ser del hado,

ya
contra ti tan inclemente y fiero,

delicia
dulce y el amor primero,

óyeme:
si hubo vez en que mis ojos,

los
fastos de tu historia recorriendo,

no
se hinchasen de lágrimas; si pudo

mi
corazón sin compasión, sin ira

tus
lástimas oír, ¡ah!, que negado

eternamente
a la virtud me vea,

y
bárbaro y malvado,

cual
los que así te destrozaron, sea.

Con
sangre están escritos

en
el eterno libro de la vida

esos
dolientes gritos

que
tu labio afligido al cielo envía.

Claman
allí contra la patria mía,

y
vedan estampar gloria y ventura

en
el campo fatal donde hay delitos.

¿No
cesarán jamás? ¿No son bastantes

tres
siglos infelices

de
amarga expiación? Ya en estos días

no
somos, no, los que a la faz del mundo

las
alas de la audacia se vistieron

y
por el ponto Atlántico volaron;

aquéllos
que al silencio en que yacías,

sangrienta,
encadenada, te arrancaron.

«Los
mismos ya no sois; pero mi llanto

por
eso ha de cesar? Yo olvidaría

el
rigor de mis duros vencedores:

su
atroz codicia, su inclemente saña

crimen
fueron del tiempo y no de España.

Mas
¿cuándo, ¡ay, Dios!, los dolorosos males

podré
olvidar que aún mísera me ahogan?

Y
entre ellos… ¡Ah!, venid a contemplarme,

si
el horror no os lo veda, emponzoñada

con
la peste fatal que a desolarme

de
sus funestas naves fue lanzada.

Como
en árida mies hierro enemigo,

como
sierpe que infesta y que devora,

tal
su ala abrasadora

desde
aquel tiempo se ensañó conmigo.

Miradla
embravecerse, y cuál sepulta

allá
en la estancia oculta

de
la muerte, mis hijos, mis amores.

Tened,
¡ay! compasión de mi agonía,

los
que os llamáis de América señores;

ved
que no basta a su furor insano

una
generación: ciento se traga;

y
yo, expirante, yerma, a tanta plaga

demando
auxilio, y le demando en vano.»

Con
tales quejas el Olimpo hería,

cuando
en los campos de Albión natura

de
la viruela hidrópica al estrago

el
venturoso antídoto oponía.

La
esposa dócil del celoso toro

de
este precioso don fue enriquecida,

y
en las copiosas fuentes le guardaba

donde
su leche cándida a raudales

dispensa
a tantos alimento y vida.

JENNER
lo revelaba a los mortales;

las
madres desde entonces

sus
hijos a su seno

sin
susto de perderlos estrecharon,

desde
entonces la doncella hermosa

no
tembló que estragase este veneno

su
tez de nieve y su color de rosa.

A
tan inmenso don agradecida,

la
Europa toda en ecos de alabanza

con
el nombre de JENNER se recrea;

ya
en su exaltación eleva altares

donde,
a par de sus genios tutelares,

siglos
y siglos adorar le vea.

De
tanta gloria a la radiante lumbre,

en
noble emulación llenando el pecho,

alzó
la frente un español: «No sea»,

clamó,
«que su magnánima costumbre

en
tan grande ocasión mi patria olvide.

El
don de la invención es de Fortuna.

Gócele
allá un inglés; España ostente

su
corazón espléndido y sublime,

y
dé a su majestad mayor decoro,

llevando
este tesoro

donde
con más violencia el mal oprime.

Yo
volaré, que un Numen me lo manda,

yo
volaré; del férvido Oceano

arrostraré
la furia embravecida,

y
en medio de la América infestada

sabré
plantar el árbol de la vida.»

Dijo;
y apenas de su labio ardiente

estos
ecos benéficos salieron,

cuando,
tendiendo al aire el blando lino,

ya
en el puerto la nave se agitaba

por
dar principio a tan feliz camino.

Lánzase
el argonauta a su destino.

Ondas
del mar, en plácida bonanza

llevad
ese depósito sagrado

por
vuestro campo líquido y sereno;

de
mil generaciones la esperanza

va
allí, no la aneguéis; guardad el trueno,

guardad
el rayo, y la fatal tormenta

al
tiempo en que, dejando

aquellas
playas fértiles remotas,

de
vicios y oro y maldición preñadas,

vengan
triunfando las soberbias flotas.

A
BALMIS respetad ¡Oh, heroico pecho,

que
en tan bello afanar tu aliento empleas.

Ve
impávido a tu fin. La horrenda saña

de
un ponto siempre ronco y borrascoso,

del
vértigo espantoso

la
devorante boca,

la
negra faz de cavernosa roca

donde
el viento quebranta los bajeles,

de
los rudos peligros que te aguardan

los
más grandes no son ni más crueles.

Espéralos
del hombre: el hombre impío,

encallado
en error ciego, envidioso,

será
quien sople el huracán violento

que
combata bramando el noble intento.

Mas
sigue, insiste en él firme y seguro;

y
cuando llegue de la lucha el día,

ten
fijo en la memoria

que
nadie sin tesón y ardua porfía

pudo
arrancar las palmas de la gloria.

Llegas,
en fin. La América saluda

a
su gran bienhechor, y al punto siente

purificar
sus venas

el
destinado bálsamo; tú entonces

de
ardor más generoso el pecho llenas,

y,
obedeciendo al Numen que te guía,

mandas
volver la resonante prora

a
los reinos del Ganges y a la Aurora.

El
mar del Mediodía

te
vio asombrado sus inmensos senos

incansable
surcar; Luzón te admira,

siempre
sembrando el bien en tu camino,

y
al acercarte al industrioso chino

es
fama que en su tumba respetada

por
verte alzó la venerable frente

Confucio,
y que exclamaba en su sorpresa:

«¡Digna
de mi virtud era esta empresa!»

¡Digna,
hombre grande, era de ti! ¡Bien digna

de
aquella luz altísima y divina

que
en días más felices

la
razón, la virtud aquí encendieron!

Luz
que se extingue ya: BALMIS, no tornes;

no
crece ya en Europa

el
sagrado laurel con que te adornes.

Quédate
allá, donde sagrado asilo

tendrán
la paz, la independencia hermosa;

quédate
allá, donde por fin recibas

el
premio augusto de tu acción gloriosa.

Un
pueblo, por ti inmenso, en dulces himnos,

con
fervoroso celo

levantará
tu nombre al alto cielo;

y
aunque en los sordos senos


ya durmiendo de la tumba fría

no
los oirás, escúchalos al menos

en
los acentos de la musa mía.