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A buen Juez mejor testigo
Zorrilla, Jose

A BUEN
JUEZ, MEJOR TESTIGO
V
JOSÉ ZORRILLA

Era entonces de Toledo
por el rey, gobernador,
el justiciero y valiente
don Pedro Ruiz de Alarcón.
Muchos años por su patria
el buen viejo peleó;
cercenado tiene un brazo,
mas entero el corazón.
La mesa tiene delante,
los jueces en derredor,
los corchetes a la puerta
y en la derecha el bastón.
Está, como presidente
del tribunal superior,
entre un dosel y una alfombra,
reclinado en un sillón,
escuchando con paciencia
la casi asmática voz
con que un tétrico escribano
solfea una apelación.
Los asistentes bostezan
al murmullo arrullador;
los jueces, medio dormidos,
hacen pliegues al ropón;
los escribanos repasan
sus pergaminos al sol,
los corchetes a una moza
guiñan en un corredor,
y abajo, en Zocodover,
gritan en discorde son,
los que en el mercado venden,
lo vendido y el valor.
Una mujer en tal punto,
en faz de grande aflicción,
rojos de llorar los ojos,
ronca de gemir la voz,
suelto el cabello y el manto,
tomó plaza en el salón
diciendo a gritos: « ¡Justicia,
jueces, justicia, señor! »
Y a los pies se arroja humilde
de don Pedro de Alarcón,
en tanto que los curiosos
se agitan alrededor.
Alzóla cortés don Pedro,
calmando la confusión
y el tumultuoso murmullo
que esta escena ocasionó,
diciendo:
«Mujer, ¿qué quieres?»
«Quiero justicia, señor.»
«¿De qué?»
«De una prenda hurtada.»
«¿Qué prenda?»
«Mi corazón.»
«¿Tú lo diste?»
«Lo presté.»
«¿Y no te le han vuelto?»
«No.»
«¿Tienes testigos?»
«Ninguno.»
«¿Y promesa?»
«¡Sí, por Dios!
Que al partirse de Toledo
un juramento empeno.»
«¿Quién es él?»
«Diego Martínez.»
«¿Noble?»
«Y capitán, señor.»
«Presentadme al capitán,
que cumplirá si juró.»
Quedó en silencio la sala,
y a poco en el corredor
se oyó de botas y espuelas
el acompasado son.
Un portero, levantando
el tapiz, en alta voz
dijo: «El capitán don Diego.»
Y entró luego en el salón
Diego Martínez, los ojos
llenos de orgullo y furor.
«¿Sois el capitán don Diego
-díjole don Pedro vos?»
Contestó altivo y sereno
Diego Martínez:
«Yo soy.»
«¿Conocéis a esta muchacha?»
«Ha tres años, salvo error.»
«¿ Hicísteisla juramento
de ser su marido?»
«No.)>
«¿Juráis no haberlo jurado?»
«Si, juro.»
«Pues id con Dios.»
« ¡Miente!», clamó Inés
llorando
de despecho y de rubor.
«Mujer, ¡piensa lo que dices…!»
«Digo que miente, juró.»
«¿Tienes testigos?»
«Ninguno.»
«Capitán, idos con Dios,
y dispensad que acusado
dudara de vuestro honor.»
Tomó Martínez la espalda,
con brusca satisfacción,
e Inés, que le vio partirse;
resuelta y firme gritó:
«Llamadle, tengo un testigo;
llamadie otra vez, señor.»
Volvió el capitán don Diego,
sentóse Ruiz de Alarcón,
la multitud aquietóse
y la de Vargas siguió:
«Tengo un testigo a quien nunca
faltó verdad ni razón.»
«¿Quién?»
«Un hombre que de lejos
nuestras palabras oyó,
mirándonos desde arriba.»
«¿Estaba en algún balcón?»
«No, que estaba en un suplicio
donde ha timpo que expiró.»
«¿Luego es muerto?»
«No, que vive.»
«Estáis loca, ¡vive Dios!
¿Quién fue?»
«El Cristo de la Vega,
a cuya faz perjuró.»
Pusiéronse en pie los jueces
al nombre del Redentor,
escuchando con asombro
tan excelsa apelación.
Reinó un profundo silencio
de sorpresa y de pavor,
y Diego bajó los ojos
de vergilenza y confusión.
Un instante con los jueces
don Pedro en secreto habló,
y levantóse diciendo
con respetuosa voz:
«La ley es ley para todos;
tu testigo es el mejor,
mas para tales testigos
no hay más tribunal que Dios.
Haremos.. lo que sepamos.
Escribano, al caer el sol
al Cristo que está en la Vega
tomaréis declaración.»