El gobernador, al enterarse de esto, llamó al predicador y le preguntó:
-¿Con qué derecho llamas demonios a nuestros dioses? ¿Quién eres tú? ¿De dónde eres? ¿En nombre de quién dices lo que por ahí andas diciendo?
El santo le respondió:
-Me llamo Jorge; soy de Capadocia; pertenezco a una familia de noble abolengo. He sido militar; con la ayuda de Cristo conquisté las tierras de Palestina; pero he renunciado al señorío que me fue reconocido sobre ellas, a mis títulos y cargos y a mi oficio y a todos los bienes que poseía para sin trabas de honores y de riquezas, servir directamente al Dios del cielo.
El gobernador trató de hacerle ver la conveniencia de que renunciara a su fe, mas al no conseguirlo ordenó que le dieran los siguientes tormentos: que le ataran a un potro, que le rasgaran las carnes con garfios de hierro, que le aplicaran teas encendidas a sus costados, que le quemaran las entrañas tras ponerlas al descubierto y que le restregaran con sal todo su cuerpo llagado.
Después de haberle torturado tan atrozmente durante todo el día, al llegar la noche el Señor rodeado de vivísima claridad se apareció al mártir, lo consoló con dulcísimas palabras, y lo dejó tan confortado que a Jorge le pareció que cuanto había padecido a lo largo de la jornada carecía enteramente de importancia.
En vista de que con amenazas y torturas no conseguía nada, Daciano cambió de táctica e intentó probar fortuna recurriendo al procedimiento de los halagos y de las promesas.
-Jorge, hijo mío, -díjole el gobernador- ya ves cuán buenos son nuestros dioses contigo; blasfemas de ellos y no sólo no se enfadan, sino que pacientemente soportan tus ataques y se muestran dispuestos a perdonar tus injurias si te conviertes a nuestra religión. Yo creo, amadísimo hijo, que debes hacer lo que te aconsejo; abandona esas supersticiones cristianas y da culto a nuestros ídolos; no te pesará, porque ellos y yo te colmaremos de honores.
Jorge, sonriendo, le contestó:
-¿Por qué en vez de ensañarte conmigo torturándome despiadadamente, no me dijiste estas cosas desde el principio? Por aquí debieras haber empezado. Esto ya está mejor. Aquí me tienes, dispuesto a hacer lo que me propones.
Daciano no se dio cuenta de la ironía que implicaba tal respuesta, y, rebosando de alegría, mandó publicar un pregón, convocando al público para que asistiera a los sacrificios que Jorge, depuesta su actitud anterior de obstinación, ofrecería por fin en honor de los ídolos. Mandó el gobernador que la ciudad fuese engalanada. El día previsto para el gran acontecimiento, la multitud, curiosa, alegre y expectante, abarrotó el templo en que Jorge iba a adorar públicamente a los dioses.
A la hora convenida Jorge entró en el recinto, se arrodilló y pidió interiormente al Señor que, por el honor debido a su santo nombre y para favorecer la conversión del pueblo, se dignara destruir aquel edificio y las imágenes de los ídolos, de manera que no quedara el menor vestigio ni del templo ni de las estatuas idolátricas que en él había.
Nada más acabar su oración descendió del cielo una ráfaga de fuego tan potente que en un abrir y cerrar de ojos redujo a cenizas el templo, las imágenes y hasta las personas de los sacerdotes paganos que promovían la idolatría. Después, en un segundo momento, la tierra se abrió, engulló los montones de cenizas, y se cerró de nuevo.
Daciano, enterado de lo ocurrido, hizo comparecer ante sí a Jorge y le dijo:
-Eres el más abominable de los hombres. ¿Cómo es posible que tu malicia haya llegado hasta el extremo de cometer un crimen tan horrible?
Jorge le respondió:
-¡Señor y rey! No me juzgues tan severamente. Ven conmigo y verás cómo ofrezco sacrificios.
-No lograrás engañarme de nuevo,- contestó Daciano-. Ya sé lo que pretendes; quieres que te acompañe para que la tierra me trague también a mí como tragó al templo y a las imágenes de mis dioses.
Entonces Jorge le increpó de esta manera:
-¡Dime, miserable, dime! ¿Cómo podrán ayudarte esos dioses que no pudieron ayudarse a sí mismos?
A este diálogo asistía Alejandra, esposa de Daciano. Presa de incontenible indignación, éste, volviéndose hacia ella, exclamó:
-¡Oh esposa mía! Es tanta la rabia que siento al ver que este hombre me ha vencido, que creo que voy a morir de despecho.
Alejandra le respondió:
-No me extrañaría nada, ¡oh tirano, cruel! ¿No te dije infinidad de veces que dejaras de perseguir a los cristianos? ¿No te he advertido insistentemente que estos hombres cuentan con la protección de su Dios? Pues ahora te digo todavía más; presta atención a mis palabras: yo quiero hacerme cristiana.
Daciano, estupefacto exclamó:
-¡Oh dolor! ¿Qué es lo que oigo? Pero, ¿es que también a ti te han seducido?
En aquel momento el gobernador mandó que colgaran a su esposa por los cabellos de una viga, y que la azotaran sin piedad hasta que muriera en el tormento.
Mientras padecía este suplicio, Alejandría, mirando a Jorge que se hallaba presente, le dijo:
-¡Oh Jorge, luz de la verdad! ¿Qué va a ser de mí pues voy a morir y no estoy bautizada?
El santo le respondió:
-¡Hija mía! No te preocupes por esto. La sangre que estás derramando tiene en este caso el mismo valor que el bautismo y equivale a una corona de gloria.
Al poco rato, la esposa de Daciano, sin dejar de orar al Señor mientras pudo, expiró.
Daciano, en cuanto expiró su esposa, condenó a Jorge a ser arrastrado por la ciudad hasta llegar al sitio en que había de ser decapitado, al día siguiente se ejecutó la sentencia. El santo, antes de morir, rogó al Señor que se dignara conceder a cuantos le pidieran algo por mediación suya lo que solicitasen, y mereció oír una voz que decía desde lo alto: «Ten la seguridad de que este ruego tuyo ha sido escuchado en el cielo y será tenido en cuenta». Acto seguido el verdugo segó la cabeza del invicto mártir
Su muerte ocurrió en tiempo de los emperadores Diocleciano y Maximiano, que iniciaron su gobierno hacia el año 287 de la era cristiana.
(Fragmento:»La Leyenda dorada»
Santiago de la Vorágine)