PULGARCITO
Érase
una vez un leñador y una leñadora que tenían
siete hijos, todos ellos varones. El mayor tenía diez
años y el menor, sólo siete. Puede ser sorprendente
que el leñador haya tenido tantos hijos en tan poco
tiempo; pero es que a su esposa le cundía la tarea
pues los hacía de dos en dos.
Eran muy pobres y sus siete hijos eran una pesada carga ya
que ninguno podía aún ganarse la vida. Sufrían
además porque el menor era muy delicado y no hablaba
palabra alguna, interpretando como estupidez lo que era un
rasgo de la bondad de su alma. Era muy pequeñito y
cuando llegó al mundo no era más gordo que el
pulgar, por lo cual lo llamaron Pulgarcito.
Este pobre niño era en la casa el que pagaba los platos
rotos y siempre le echaban la culpa de todo. Sin embargo,
era el más fino y el más agudo de sus hermanos
y, si hablaba poco, en cambio escuchaba mucho.
Sobrevino un año muy difícil, y fue tanta la
hambruna, que esta pobre pareja resolvió deshacerse
de sus hijos. Una noche, estando los niños acostados,
el leñador, sentado con su mujer junto al fuego le
dijo:
-Tú ves que ya no podemos alimentar a nuestros hijos;
ya no me resigno a verlos morirse de hambre ante mis ojos,
y estoy resuelto a dejarlos perderse mañana en el bosque,
lo que será bastante fácil pues mientras estén
entretenidos haciendo atados de astillas, sólo tendremos
que huir sin que nos vean.
-¡Ay! exclamó la leñadora, ¿serías
capaz de dejar tu mismo perderse a tus hijos?
Por mucho que su marido le hiciera ver su gran pobreza, ella
no podía permitirlo; era pobre, pero era su madre.
Sin embargo, al pensar en el dolor que sería para ella
verlos morirse de hambre, consistió y fue a acostarse
llorando.
Pulgarcito oyó todo lo que dijeron pues, habiendo escuchado
desde su cama que hablaban de asuntos serios, se había
levantado muy despacio y se deslizó debajo del taburete
de su padre para oírlos sin ser visto. Volvió
a la cama y no durmió más, pensando en lo que
tenía que hacer.
Se levantó de madrugada y fue hasta la orilla de un
riachuelo donde se llenó los bolsillos con guijarros
blancos, y en seguida regresó a casa. Partieron todos,
y Pulgarcito no dijo nada a sus hermanos de lo que sabía.
Fueron a un bosque muy tupido donde, a diez pasos de distancia,
no se veían unos a otros.
El leñador se puso a cortar leña y sus niños
a recoger astillas para hacer atados. El padre y la madre,
viéndolos preocupados de su trabajo, se alejaron de
ellos sin hacerse notar y luego echaron a correr por un pequeño
sendero desviado.
Cuando los niños se vieron solos, se pusieron a bramar
y a llorar a mares. Pulgarcito los dejaba gritar, sabiendo
muy bien por dónde volverían a casa; pues al
caminar había dejado caer a lo largo del camino los
guijarros blancos que llevaba en los bolsillos. Entonces les
dijo:
-No teman, hermanos; mi padre y mi madre nos dejaron aquí,
pero yo los llevaré de vuelta a casa, no tienen más
que seguirme.
Lo siguieron y él los condujo a su morada por el mismo
camino que habían hecho hacia el bosque. Al principio
no se atrevieron a entrar, pero se pusieron todos junto a
la puerta para escuchar lo que hablaban su padre y su madre.
En el momento en que el leñador y la leñadora
llegaron a su casa, el señor de la aldea les envió
diez escudos que les estaba debiendo desde hacía tiempo
y cuyo reembolso ellos ya no esperaban. Esto les devolvió
la vida ya que los infelices se morían de hambre. El
leñador mandó en el acto a su mujer a la carnicería.
Como hacía tiempo que no comían, compró
tres veces más carne de la que se necesitaba para la
cena de dos personas.
Cuando estuvieron saciados, la leñadora dijo:
-¡Ay! ¿qué será de nuestros pobres
hijos? Buena comida tendrían con lo que nos queda.
Pero también, Guillermo, fuiste tú el que quisiste
perderlos. Bien decía yo que nos arrepentiríamos.
¿Qué estarán haciendo en ese bosque?
¡Ay!: ¡Dios mío, quizás los lobos
ya se los han comido! Eres harto inhumano de haber perdido
así a tus hijos.
El leñador se impacientó al fin, pues ella repitió
más de veinte veces que se arrepentirían y que
ella bien lo había dicho. Él la amenazó
con pegarle si no se callaba. No era que el leñador
no estuviese hasta más afligido que su mujer, sino
que ella le machacaba la cabeza, y sentía lo mismo
que muchos como él que gustan de las mujeres que dicen
bien, pero que consideran inoportunas a las que siempre bien
lo decían. La leñadora estaba deshecha en lágrimas.
-¡Ay! ¿dónde están ahora mis hijos,
mis pobres hijos? Una vez lo dijo tan fuerte que los niños,
agolpados a la puerta, la oyeron y se pusieron a gritar todos
juntos:
-¡Aquí estamos, aquí estamos!
Ella corrió de prisa a abrirles la puerta y les dijo
abrazándolos:
-¡Qué contenta estoy de volver a verlos, mis
queridos niños! Están bien cansados y tienen
hambre; y tú, Pierrot, mira cómo estás
de embarrado, ven para limpiarte.
Este Pierrot era su hijo mayor al que amaba más que
a todos los demás, porque era un poco pelirrojo, y
ella era un poco colorina.
Se sentaron a la mesa y comieron con un apetito que deleitó
al padre y la madre; contaban el susto que habían tenido
en el bosque y hablaban todos casi al mismo tiempo.
Estas buenas gentes estaban felices de ver nuevamente a sus
hijos junto a ellos, y esta alegría duró tanto
como duraron los diez escudos. Cuando se gastó todo
el dinero, recayeron en su preocupación anterior y
nuevamente decidieron perderlos; pero para no fracasar, los
llevarían mucho más lejos que la primera vez.
No pudieron hablar de esto tan en secreto como para no ser
oídos por Pulgarcito, quien decidió arreglárselas
igual que en la ocasión anterior; pero aunque se levantó
de madrugada para ir a recoger los guijarros, no pudo hacerlo
pues encontró la puerta cerrada con doble llave. No
sabía que hacer; cuando la leñadora, les dio
a cada uno un pedazo de pan como desayuno; pensó entonces
que podría usar su pan en vez de los guijarros, dejándolo
caer a migajas a lo largo del camino que recorrerían;
lo guardo, pues, en el bolsillo.
El padre y la madre los llevaron al lugar más oscuro
y tupido del bosque y junto con llegar, tomaron por un sendero
apartado y dejaron a los niños.
Pulgarcito no se afligió mucho porque creía
que podría encontrar fácilmente el camino por
medio de su pan que había diseminado por todas partes
donde había pasado; pero quedó muy sorprendido
cuando no pudo encontrar ni una sola miga; habían venido
los pájaros y se lo habían comido todo.
Helos ahí, entonces, de lo más afligidos, pues
mientras más caminaban más se extraviaban y
se hundían en el bosque. Vino la noche, y empezó
a soplar un fuerte viento que les producía un susto
terrible. Por todos lados creían oír los aullidos
de lobos que se acercaban a ellos para comérselos.
Casi no se atrevían a hablar ni a darse vuelta.
Empezó a caer una lluvia tupida que los caló
hasta los huesos; resbalaban a cada paso y caían en
el barro de donde se levantaban cubiertos de lodo, sin saber
qué hacer con sus manos.
Pulgarcito se trepó a la cima de un árbol para
ver si descubría algo; girando la cabeza de un lado
a otro, divisó una lucecita como de un candil, pero
que estaba lejos más allá del bosque.
Bajó del árbol; y cuando llegó al suelo,
ya no vio nada más; esto lo desesperó. Sin embargo,
después de caminar un rato con sus hermanos hacia donde
había visto la luz, volvió a divisarla al salir
del bosque.
Llegaron a la casa donde estaba el candil no sin pasar muchos
sustos, pues de tanto en tanto la perdían de vista,
lo que ocurría cada vez que atravesaban un bajo. Golpearon
a la puerta y una buena mujer les abrió. Les preguntó
qué querían; Pulgarcito le dijo que eran unos
pobres niños que se habían extraviado en el
bosque y pedían albergue por caridad. La mujer, viéndolos
a todos tan lindos, se puso a llorar y les dijo:
-¡Ay! mis pobres niños, ¿dónde
han venido a caer? ¿Saben ustedes que esta es la casa
de un ogro que se come a los niños?
-¡Ay, señora! respondió Pulgarcito que
temblaba entero igual que sus hermanos, ¿qué
podemos hacer? los lobos del bosque nos comerán con
toda seguridad esta noche si usted no quiere cobijarnos en
su casa. Siendo así, preferimos que sea el señor
quien nos coma; quizás se compadecerá de nosotros,
si usted se lo ruega.
La mujer del ogro, que creyó poder esconderlos de su
marido hasta la mañana siguiente, los dejó entrar
y los llevó a calentarse a la orilla de un buen fuego,
pues había un cordero entero asándose al palo
para la cena del ogro.
Cuando empezaban a entrar en calor, oyero n tres o cuatro
fuertes golpes en la puerta: era el ogro que regresaba. En
el acto la mujer hizo que los niños se ocultaran debajo
de la cama y fue a abrir la puerta. El ogro preguntó
primero si la cena estaba lista, si habían sacado vino,
y en seguida se sentó a la mesa. El cordero estaba
aún sangrando, pero por eso mismo lo encontró
mejor. Olfateaba a derecha e izquierda, diciendo que olía
a carne fresca.
-Tiene que ser, le dijo su mujer, ese ternero que acabo de
preparar lo que sentís.
-Huelo carne fresca, otra vez te lo digo, repuso el ogro mirando
de reojo a su mujer, aquí hay algo que no comprendo.
Al decir estas palabras, se levantó de la mesa y fue
derecho a la cama.
-¡Ah, dijo él, así me quieres engañar,
maldita mujer! ¡No sé por qué no te como
a ti también! Suerte para ti que eres una bestia vieja.
Esta caza me viene muy a tiempo para festejar a tres ogros
amigos que deben venir en estos días.
Sacó a los niños de debajo de la cama, uno tras
otro. Los pobres se arrodillaron pidiéndole misericordia;
pero estaban ante el más cruel de los ogros quien,
lejos de sentir piedad, los devoraba ya con los ojos y decía
a su mujer que se convertirían en sabrosos bocados
cuando ella les hiciera una buena salsa. Fue a coger un enorme
cuchillo y mientras se acercaba a los infelices niños,
lo afilaba en una piedra que llevaba en la mano izquierda.
Ya había cogido a uno de ellos cuando su mujer le dijo:
-¿Qué queréis hacer a esta hora? ¿No
tendréis tiempo mañana por la mañana?
-Cállate, repuso el ogro, así estarán
más tiernos.
-Pero todavía tenéis tanta carne, replicó la mujer; hay un ternero, dos corderos y la mitad de un puerco
-Tienes razón, dijo el ogro; dales una buena cena para
que no adelgacen, y llévalos a acostarse.
La buena mujer se puso contentísima, y les trajo una
buena comida, pero ellos no podían tragar. de puro
susto. En cuanto al ogro, siguió bebiendo, encantado
de tener algo tan bueno para festejar a sus amigos. Bebió
unos doce tragos más que de costumbre, que se le fueron
un poco a la cabeza, obligándolo a ir a acostarse.
El ogro tenía siete hijas muy chicas todavía.
Estas pequeñas ogresas tenían todas un lindo
colorido pues se alimentaban de carne fresca, como su padre;
pero tenían ojitos grises muy redondos, nariz ganchuda
y boca grande con unos afilados dientes muy separados uno
de otro. Aún no eran malvadas del todo, pero prometían
bastante, pues ya mordían a los niños para chuparles
la sangre.
Las habían acostado temprano, y estaban las siete en
una gran cama, cada una con una corona de oro en la cabeza.
En el mismo cuarto había otra cama del mismo tamaño;
ahí la mujer del ogro puso a dormir a los siete muchachos,
después de lo cual se fue a acostar al lado de su marido.
Pulgarcito; que había observado que las hijas del ogro
llevaban coronas de oro en la cabeza y temiendo que el ogro
se arrepintiera de no haberlos degollado esa misma noche,
se levantó en mitad de la noche y tomando los gorros
de sus hermanos y el suyo, fue despacito a colocarlos en las
cabezas de las niñas, después de haberles quitado
sus coronas de oro, las que puso sobre la cabeza de sus hermanos
y en la suya a fin de que el ogro los tomase por sus hijas,
y a sus hijas por los muchachos que quería degollar.
La cosa resultó tal como había pensado; pues
el ogro, habiéndose despertado a medianoche, se arrepintió
de haber dejado para el día siguiente lo que pudo hacer
la víspera. Salió, pues, bruscamente de la cama,
y cogiendo su enorme cuchillo:
-Vamos a ver, dijo, cómo están estos chiquillos;
no lo dejemos para otra vez.
Subió entonces al cuarto de sus hijas y se acercó
a la cama donde estaban los muchachos; todos dormían
menos Pulgarcito que tuvo mucho miedo cuando sintió
la mano del ogro que le tanteaba la cabeza, como había
hecho con sus hermanos. El ogro, que sintió las coronas
de oro:
-Verdaderamente, dijo, ¡buen trabajo habría hecho!
Veo que anoche bebí demasiado.
Fue en seguida a la cama de las niñas donde, tocando
los gorros de los muchachos:
-¡Ah!, exclamó, ¡aquí están
nuestros mozuelos!, trabajemos con coraje.
Diciendo estas palabras, degolló sin trepidar a sus
siete hijas. Muy satisfecho después de esta expedición,
volvió a acostarse junto a su mujer.
Apenas Pulgarcito oyó los ronquidos del ogro, despertó
a sus hermanos y les dijo que se vistieran rápido y
lo siguieran. Bajaron muy despacio al jardín y saltaron
por encima del muro. Corrieron durante toda la noche, tiritando
siempre y sin saber a dónde se dirigían.
El ogro, al despertar, dijo a su mujer:
-Anda arriba a preparar a esos chiquillos de ayer.
Muy sorprendida quedó la ogresa ante la bondad de su
marido sin sospechar de qué manera entendía
él que los preparara; y creyendo que le ordenaba vestirlos,
subió y cuál no seria su asombro al ver a sus
siete hijas degolladas y nadando en sangre. Empezó por desmayarse (que es lo primero que discurren casi todas
las mujeres en circunstancias parecidas).
El ogro, temiendo que la mujer tardara demasiado tiempo en
realizar la tarea que le había encomendado, subió
para ayudarla. Su asombro no fue menor que el de su mujer
cuando vio este horrible espectáculo.
-¡Ay! ¿qué hice? exclamó. ¡Me
la pagarán estos desgraciados, y en el acto!
-Echó un tazón de agua en la nariz de su mujer
y haciéndola volver en sí:
-Dame pronto mis botas de siete leguas, le dijo, para ir a
agarrarlos.
Se puso en campaña, y después de haber recorrido
lejos de uno a otro lado, tomó finalmente el camino
por donde iban los pobres muchachos que ya estaban a sólo
cien pasos de la casa de sus padres. Vieron al ogro ir de
cerro en cerro, y atravesar ríos con tanta facilidad
como si se tratara de arroyuelos.
Pulgarcito, que descubrió una roca hueca cerca de donde
estaban, hizo entrar a sus hermanos y se metió él
también, sin perder de vista lo que hacia el ogro.
Este, que estaba agotado de tanto caminar inútilmente
(pues las botas de siete leguas son harto cansadoras), quiso
reposar y por casualidad fue a sentarse sobre la roca donde
se habían escondido los muchachos. Como no podía
más de fatiga, se durmió después de reposar
un rato, y se puso a roncar en forma tan espantosa que los
niños se asustaron igual que cuando sostenía
el enorme cuchillo para cortarles el pescuezo.
Pulgarcito sintió menos miedo, y les dijo a sus hermanos
que huyeran de prisa a la casa mientras el ogro dormía
profundamente y que no se preocuparan por él. Le obedecieron
y partieron raudos a casa.
Pulgarcito, acercándose al ogro le sacó suavemente
las botas y se las puso rápidamente. Las botas eran
bastante anchas y grandes; pero como eran mágicas,
tenían el don de adaptarse al tamaño de quien
las calzara, de modo que se ajustaron a sus pies y a sus piernas
como si hubiesen sido hechas a su medida.
Partió derecho a casa del ogro donde encontró a su mujer que lloraba junto a sus hijas degolladas.
-Su marido, le dijo Pulgarcito, está en grave peligro;
ha sido capturado por una banda de ladrones que han jurado
matarlo si él no les da todo su oro y su dinero. En
el momento en que lo tenían con el puñal al
cuello, me divisó y me pidió que viniera a advertirle
del estado en que se encuentra, y a decirle que me dé
todo lo que tenga disponible en la casa sin guardar nada,
porque de otro modo lo matarán sin misericordia. Como
el asunto apremia, quiso que me pusiera sus botas de siete
leguas para cumplir con su encargo, también para que
usted no crea que estoy mintiendo.
La buena mujer, asustadísima, le dio en el acto todo
lo que tenía: pues este ogro no dejaba de ser buen
marido, aun cuando se comiera a los niños. Pulgarcito,
entonces, cargado con todas las riquezas del ogro, volvió
a la casa de su padre donde fue recibido con la mayor alegría.
Hay muchas personas que no están de acuerdo con esta
última circunstancia, y sostienen que Pulgarcito jamás
cometió ese robo; que, por cierto, no tuvo ningún
escrúpulo en quitarle las botas de siete leguas al
ogro porque éste las usaba solamente para perseguir
a los niños.
Estas personas aseguran saberlo de buena fuente, hasta dicen
que por haber estado comiendo y bebiendo en casa del leñador.
Aseguran que cuando Pulgarcito se calzó las botas del
ogro, partió a la corte, donde sabía que estaban
preocupados por un ejército que se hallaba a doscientas
leguas, y por el éxito de una batalla que se había
librado. Cuentan que fue a ver al rey y le dijo que si lo
deseaba, él le traería noticias del ejército
esa misma tarde. El rey le prometió una gruesa cantidad
de dinero si cumplía con este cometido.
Pulgarcito trajo las noticias esa misma tarde, y habiéndose
dado a conocer por este primer encargo, ganó todo lo
que quiso; pues el rey le pagaba generosamente por transmitir
sus órdenes al ejército; además, una
cantidad de damas le daban lo que él pidiera por traerles
noticias de sus amantes, lo que le proporcionaba sus mayores
ganancias. Había algunas mujeres que le encargaban
cartas para sus maridos, pero le pagaban tan mal y representaba
tan poca cosa, que ni se dignaba tomar en cuenta lo que ganaba
por ese lado.
Después de hacer durante algún tiempo el oficio
de correo, y de haber amasado grandes bienes, regresó
donde su padre, donde la alegría de volver a verlo
es imposible de describir. Estableció a su familia
con las mayores comodidades. Compró cargos recién
creados para su padre y sus hermanos y así fue colocándolos
a todos, formando a la vez con habilidad su propia corte.
CHARLES PERRAULT