LA
LUNA DE QUESO
La Luna
es de queso. Un queso grande, redondo y blanco.
Tan blanca
es, que el Ratoncito Pérez se quedaba embobado mirándola
noche tras noche. Y siempre pensaba lo mismo: ¿cómo
podría él darle un mordisquito a esa Luna tan
apetitosa?
Por
más que lo intentaba, no lograba llegar con sus saltitos
ni siquiera un poquito cerca. Pero estaba seguro que la tocaba
con su hociquito. ¡Casi podía oler el aroma que
desprendía!
Por las noches, soñaba que excavaba túneles
en la Luna blanca de queso. Y pasaba horas y horas comiendo
y excavando, túnel tras túnel hasta que, de
pronto, ¡la Luna se acababa y él se caía
al vacío! Pero siempre se despertaba en su colchón,
¡aunque con un buen susto!
Lo siguiente
que hizo, fue buscar un lugar lo suficientemente alto desde
el que pudiese acercarse lo bastante para saltar a ella.
Buscó y buscó. Se subió a las casas más
altas; a los campanarios más puntiagudos; incluso a
alguna montaña. Pero desde ninguno de esos sitios conseguía
llegar con sus saltitos a rozar la Luna de queso.
Tan desilusionado y triste estaba, que se encerró en
su casita y no salió durante días y días.
Sus vecinos, extrañados, se preguntaban si estaría
enfermo. Pero no contestaba a sus llamadas.
Entonces, un buen día, salió de su casita, con
el hatillo al hombro y muy sonriente. «¿Dónde
vas tan contento?», le preguntaron sus vecinos. Pero
el Ratoncito Pérez se limitó a mirarles con
su cara sonriente y se marchó. Y nunca jamás
se le volvió a ver por allí.
Pero
dicen que de alguna manera consiguió su deseo, porque
de repente, a la Luna blanca de queso le empezaron a aparecer
unos extraños agujeros negros.
Y todos dicen que esos agujeros los hizo el Ratoncito Pérez,
que se comió la Luna blanca de queso…
Texto:
Luz Olego