LA
ESCALERA
Ludmila
Teatini
Era su lugar preferido; cuando Pablo no aparecía por
ningún lado, lo encontraban acurrucado en ese rincón
de la casa, haciendo rodar sus autitos o acariciando a Cleo,
la vieja gata blanca y negra. Pero había algo que a
los grandes les llamaba la atención: los ojos negros
de Pablo miraban siempre hacia el techo con insistencia:
– ¿Qué mirás Pablito?
– La escalera…
– ¡Mira que eres soñador!… ¿De qué escalera me hablas?
– Esa mami…
Y
señalaba con su manito una escalera de caracol que
sólo veía él. Una escalera de peldaños
y pasamanos blancos que giraba y giraba subiendo hasta llegar
al blanco techo de la casa. La mamá de Pablo seguía
el juego preguntando:
– ¿No se puede subir?
– No porque termina ahí, en el techo
Los
grandes ya se habían acostumbrado. Cuando lo descubrían
en ese rincón lo miraban y sonreían comprensivos.
Cierta noche, un ratito antes de que todos se fueran a dormir,
Cleo ronroneaba en los brazos de Pablito. Desde su rincón
favorito los dos miraban con atención la invisible
escalera blanca.
–
Cleo, ¿vos también la ves, verdad? ¡Lástima
que no podemos subir! Sería bueno tener un lugar tranquilo
para jugar vos y yo, y papi y mami también.
Y como descubriendo algo maravilloso, siguió hablándole
a la gata.
–
Cleo… ¿si vos la ves… seguro que vos podrías…?,
¿no te animás a subir?
Entonces
la gata de ojos dorados dejó los brazos de Pablo. Se
estiró sin apuro y camino hacia la escalera con sus
pasos silenciosos. Después se sentó en el primer
peldaño, luego en el siguiente y en el de más
arriba; Cleo estaba tensa, atenta con sus largos y blancos
bigotes hacia delante, como cuando los gatos están
a punto de descubrir algo.
– ¡Mamá…! ¡Papá!.. Cleo ya está
en la escalera ¡miren! Ella la ve y está subiendo.
Los
padres se miraron sorprendidos. Y también vieron la
blanca escalera de caracol con sus blancos peldaños.
–
Y no termina ahí…miren… termina en ese lugar azul
¿vamos?
Los
tres comenzaron a subir muy lentamente dándose las
manos detrás de Cleo que conocía de alturas.
Más arriba se abrió un espacio azul que no era
cielo sino… de uno en uno entraron, muy calladitos los tres
y vieron muchas cosas…
– ¡Esa muñeca!, pero si es la que tanto quise tener
cuando era chica. Si, estoy segura, siempre la miraba en la
vidriera – dijo la mamá.
– ¡El tren que le pedí a los Reyes Magos hace
mucho! ¡Y el auto, ese a control remoto, el del otro
día en la juguetería!, ¿te acordás
papá?
Y
casi sin voz, emocionada, agregó la mamá:
–
Esa es Perlita, mi muñeca. Me la regalaron cuando cumplí
seis años… no está rota. Me acuerdo cómo
lloré cuando se cayó, nunca pudieron arreglarla.
Si tu abuela la viera seguro que la reconocería.
– ¡El barrilete que me hizo tu abuelo!. Me acuerdo cuando
se soltó por el viento… ¡hace tantos años!
– dijo temblando el papá.
Muy
lentamente, uno a uno, fueron reconociendo sus juguetes más
queridos, más deseados; allí al alcance de su
vista ninguno de los tres se atrevían a tocarlos. Sólo
podían ver cómo en ese espacio azul estaban
guardados para siempre sus sueños, sus deseos, sus
ilusiones. Así, tomados de la mano, sintieron de pronto
que era hora de bajar, en silencio, alegres como niños
los tres, Cleo detrás. Nunca más vieron la blanca
escalera de caracol a pesar de que muchas veces la buscaron
con los ojos. Tal vez por eso, poco a poco, ese lugar se convirtió
en el preferido de los cuatro, Allí hacían planes
nuevos, Allí se contaban sus más queridos recuerdos,
Allí dónde sus sueños existían
más allá de una blanca escalera de caracol.