El hombre
de nieve
AUTOR:
Hans Christian Andersen
-¡Cómo cruje dentro de mi cuerpo! ¡Realmente
hace un frío delicioso! -exclamó el hombre de
nieve-. ¡Es bien verdad que el viento cortante puede
infundir vida en uno! ¿Y dónde está aquel
abrasador que mira con su ojo enorme?
Se
refería al Sol, que en aquel momento se ponía.
-¡No
me hará parpadear! Todavía aguanto firmes mis
terrones.
Le
servían de ojos dos pedazos triangulares de teja. La
boca era un trozo de un rastrillo viejo; por eso tenía
dientes.
Había
nacido entre los hurras de los chiquillos, saludado con el
sonar de cascabeles y el chasquear de látigos de los
trineos.
Acabó
de ocultarse el sol, salió la Luna, una Luna llena,
redonda y grande, clara y hermosa en el aire azul.
-Otra
vez ahí, y ahora sale por el otro lado -dijo el hombre
de nieve. Creía que era el sol que volvía a
aparecer-. Le hice perder las ganas de mirarme con su ojo
desencajado. Que cuelgue ahora allá arriba enviando
la luz suficiente para que yo pueda verme. Sólo quisiera
saber la forma de moverme de mi sitio; me gustaría
darme un paseo. Sobre todo, patinar sobre el hielo, como vi
que hacían los niños. Pero en cuestión
de andar soy un zoquete.
-¡Fuera,
fuera! -ladró el viejo mastín. Se había
vuelto algo ronco desde que no era perro de interior y no
podía tumbarse junto a la estufa-. ¡Ya te enseñará
el sol a correr! El año pasado vi cómo lo hacía
con tu antecesor. ¡Fuera, fuera, todos fuera!
-No
te entiendo, camarada -dijo el hombre de nieve-. ¿Es
acaso aquél de allá arriba el que tiene que
enseñarme a correr?
Se
refería a la luna.
-La
verdad es que corría, mientras yo lo miraba fijamente,
y ahora vuelve a acercarse desde otra dirección.
-¡Tú
qué sabes! -replicó el mastín-. No es
de extrañar, pues hace tan poco que te amasaron. Aquello
que ves allá es la Luna, y lo que se puso era el Sol.
Mañana por la mañana volverá, y seguramente
te enseñará a bajar corriendo hasta el foso
de la muralla. Pronto va a cambiar el tiempo. Lo intuyo por
lo que me duele la pata izquierda de detrás. Tendremos
cambio.
«No
lo entiendo -dijo para sí el hombre de nieve-, pero
tengo el presentimiento de que insinúa algo desagradable.
Algo me dice que aquel que me miraba tan fijamente y se marchó,
al que él llama Sol, no es un amigo de quien pueda
fiarme».
-¡Fuera,
fuera! -volvió a ladrar el mastín, y, dando
tres vueltas como un trompo, se metió a dormir en la
perrera.
Efectivamente,
cambió el tiempo. Por la mañana, una niebla
espesa, húmeda y pegajosa, cubría toda la región.
Al amanecer empezó a soplar el viento, un viento helado;
el frío calaba hasta los huesos, pero ¡qué
maravilloso espectáculo en cuanto salió el sol!
Todos los árboles y arbustos estaban cubiertos de escarcha;
parecían un bosque de blancos corales. Se habría
dicho que las ramas estaban revestidas de deslumbrantes flores
blancas. Las innúmeras ramillas, en verano invisibles
por las hojas, destacaban ahora con toda precisión;
era un encaje cegador, que brillaba en cada ramita. El abedul
se movía a impulsos del viento; había vida en
él, como la que en verano anima a los árboles.
El espectáculo era de una magnificencia incomparable.
Y ¡cómo refulgía todo, cuando salió
el sol! Parecía que hubiesen espolvoreado el paisaje
con polvos de diamante, y que grandes piedras preciosas brillasen
sobre la capa de nieve. El centelleo hacía pensar en
innúmeras lucecitas ardientes, más blancas aún
que la blanca nieve.
-¡Qué
incomparable belleza! -exclamó una muchacha, que salió
al jardín en compañía de un joven, y
se detuvo junto al hombre de nieve, desde el cual la pareja
se quedó contemplando los árboles rutilantes.
-Ni
en verano es tan bello el espectáculo -dijo, con ojos
radiantes.
-Y
entonces no se tiene un personaje como éste -añadió
el joven, señalando el hombre de nieve- ¡Maravilloso!
La
muchacha sonrió, y, dirigiendo un gesto con la cabeza
al muñeco, se puso a bailar con su compañero
en la nieve, que crujía bajo sus pies como si pisaran
almidón.
-¿Quiénes
eran esos dos? -preguntó el hombre de nieve al perr
-. Tú que eres mas viejo que yo en la casa, ¿los
conoces?
-Claro
-respondió el mastín-. La de veces que ella
me ha acariciado y me ha dado huesos. No le muerdo nunca.
-Pero,
¿qué hacen aquí? -preguntó el
muñeco.
-Son
novios -gruñó el can-. Se instalarán
en una perrera a roer huesos. ¡Fuera, fuera!
-¿Son
tan importantes como tú y como yo? -siguió inquiriendo
el hombre de nieve.
-Son
familia de los amos -explicó el perro-. Realmente saben
bien pocas cosas los recién nacidos, a juzgar por ti.
Yo soy viejo y tengo relaciones; conozco a todos los de la
casa. Hubo un tiempo en que no tenía que estar encadenado
a la intemperie. ¡Fuera, fuera!
-El
frío es magnífico -respondió el hombre
de nieve-. ¡Cuéntame, cuéntame! Pero no
metas tanto ruido con la cadena, que me haces crujir.
-¡Fuera,
fuera! -ladró el mastín-. Yo era un perrillo
muy lindo, según decían. Entonces vivía
en el interior del castillo, en una silla de terciopelo, o
yacía sobre el regazo de la señora principal.
Me besaban en el hocico y me secaban las patas con un pañuelo
bordado. Me llamaban «guapísimo», «perrillo
mono» y otras cosas. Pero luego pensaron que crecía
demasiado, y me entregaron al ama de llaves. Fui a parar a
la vivienda del sótano; desde ahí puedes verla,
con el cuarto donde yo era dueño y señor, pues
de verdad lo era en casa del ama. Cierto que era más
reducido que arriba, pero más cómodo; no me
fastidiaban los niños arrastrándome de aquí
para allá. Me daban de comer tan bien como arriba y
en mayor cantidad. Tenía mi propio almohadón,
y además había una estufa que, en esta época
precisamente, era lo mejor del mundo. Me metía debajo
de ella y desaparecía del todo. ¡Oh, cuántas
veces sueño con ella todavía! ¡Fuera,
fuera!
-¿Tan
hermosa es una estufa? -preguntó el hombre de nieve
¿Se me parece?
-Es
exactamente lo contrario de ti. Es negra como el carbón,
y tiene un largo cuello con un cilindro de latón. Devora
leña y vomita fuego por la boca. Da gusto estar a su
lado, o encima o debajo; esparce un calor de lo más
agradable. Desde donde estás puedes verla a través
de la ventana.
El
hombre de nieve echó una mirada y vio, en efecto, un
objeto negro y brillante, con una campana de latón.
El fuego se proyectaba hacia fuera, desde el suelo. El hombre
experimentó una impresión rara; no era capaz
de explicársela. Le sacudió el cuerpo algo que
no conocía, pero que conocen muy bien todos los seres
humanos que no son muñecos de nieve.
-¿Y por qué la abandonaste? -preguntó
el hombre. Algo le decía que la estufa debía
ser del sexo femenino-. ¿Cómo pudiste abandonar
tan buena compañía?
-Me
obligaron -dijo el perro-. Me echaron a la calle y me encadenaron.
Había mordido en la pierna al señorito pequeño,
porque me quitó un hueso que estaba royendo. ¡Pata
por pata!, éste es mi lema. Pero lo tomaron a mal,
y desde entonces me paso la vida preso aquí, y he perdido
mi voz sonora. Fíjate en lo ronco que estoy: ¡fuera,
fuera! Y ahí tienes el fin de la canción.
El
hombre de nieve ya no lo escuchaba. Fija la mirada en la vivienda
del ama de llaves, contemplaba la estufa sostenida sobre sus
cuatro pies de hierro, tan voluntariosa como él mismo.
-¡Qué
manera de crujir este cuerpo mío! -dijo-. ¿No
me dejarán entrar? Es un deseo inocente, y nuestros
deseos inocentes debieran verse cumplidos. Es mi mayor anhelo,
el único que tengo; sería una injusticia que
no se me permitiese satisfacerlo. Quiero entrar y apoyarme
en ella, aunque tenga que romper la ventana.
-Nunca
entrarás allí -dijo el mastín-. ¡Apañado
estarías si lo hicieras!
-Ya
casi lo estoy -dijo el hombre-; creo que me derrumbo.
El
hombre de nieve permaneció en su lugar todo el día,
mirando por la ventana. Al anochecer, el aposento se volvió
aún más acogedor. La estufa brillaba suavemente,
más de lo que pueden hacerlo la luna y el sol, con
aquel brillo exclusivo de las estufas cuando tienen algo dentro.
Cada vez que le abrían la puerta escupía una
llama; tal era su costumbre. El blanco rostro del hombre de
nieve quedaba entonces teñido de un rojo ardiente,
y su pecho despedía también un brillo rojizo.
-¡No
resisto más! -dijo-. ¡Qué bien le sienta
eso de sacar la lengua!
La
noche fue muy larga, pero al hombre no se lo pareció.
La pasó absorto en dulces pensamientos, que se le helaron
dando crujidos.
Por
la madrugada, todas las ventanas del sótano estaban
heladas, recubiertas de las más hermosas flores que
nuestro hombre pudiera soñar; sólo que ocultaban
la estufa. Los cristales no se deshelaban, y él no
podía ver a su amada. Crujía y rechinaba; hacía
un tiempo ideal para un hombre de nieve, y, sin embargo, el
nuestro no estaba contento. Debería haberse sentido
feliz, pero no lo era; sentía nostalgia de la estufa.
-Es
una mala enfermedad para un hombre de nieve -dijo el perro-.
También yo la padecí un tiempo, pero me curé.
¡Fuera, fuera! Ahora tendremos cambio de tiempo.
Y,
efectivamente, así fue. Comenzó el deshielo.
El
deshielo aumentaba, y el hombre de nieve decrecía.
No decía nada ni se quejaba, y éste es el más
elocuente síntoma de que se acerca el fin.
Una
mañana se desplomó. En su lugar quedó
un objeto parecido a un palo de escoba. Era lo que había
servido de núcleo a los niños para construir
el muñeco.
-Ahora
comprendo su anhelo -dijo el perro mastín-. El hombre
tenía un atizador en el cuerpo. De ahí venía
su inquietud. Ahora la ha superado. ¡Fuera, fuera!
Y
poco después quedó también superado el
invierno.
-¡Fuera,
fuera! -ladraba el perro; pero las chiquillas, en el patio,
cantaban:
Brota,
asperilla, flor mensajera;
cuelga, sauce, tus lanosos mitones;
cuclillo, alondra, envíennos canciones;
febrero, viene ya la primavera.
Cantaré con ustedes
y todos se unirán al jubiloso coro.
¡Baja ya de tu cielo, oh, sol de oro!
¡Quién se acuerda hoy del hombre de nieve!