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Dos hermanos
Andersen, Hans Crhistian

Dos hermanos

Hans Christian Andersen

En una de las islas danesas, cubierta de sembrados entre los
que se elevan antiguos anfiteatros, y de hayedos con corpulentos
árboles, hay una pequeña ciudad de bajas casas
techadas de tejas rojas. En el hogar de una de aquellas casas
se elaboran cosas maravillosas; hierbas diversas y raras eran
hervidas en vasos, mezcladas y destiladas, y trituradas en
morteros. Un hombre de avanzada edad cuidaba de todo ello.

-Hay
que atender siempre a lo justo -decía-; sí,
a lo justo, lo debido; atenerse a la verdad en todas las partes,
y no salirse de ella.

En
el cuarto de estar, junto al ama de casa, estaban dos de los
hijos, pequeños todavía, pero con grandes pensamientos.
La madre les había hablado siempre del derecho y la
justicia y de la necesidad de no apartarse nunca de la verdad,
que era el rostro de Dios en este mundo.

El
mayor de los muchachos tenía una expresión resuelta
y alegre. Su lectura referida eran libros sobre fenómenos
de la Naturaleza, del sol y las estrellas; eran para él
los cuentos más bellos. ¡Qué dicha poder
salir en viajes de descubrimiento, o inventar el modo de imitar
a las aves y lanzarse a volar! Sí, resolver este problema,
ahí estaba la cosa. Tenían razón los
padres: la verdad es lo que sostiene el mundo.

El
hermano menor era más sosegado, siempre absorto en
sus libros. Leía la historia de Jacob, que se vestía
con una piel de oveja para confundirse con Esaú y quitarle
de este modo el derecho de primogenitura; y al leerlo cerraba,
airado, el diminuto puño, amenazando al impostor. Cuando
se hablaba de tiranos, de la injusticia y la maldad que imperaban
en el mundo, le asomaban las lágrimas a los ojos. La
idea del derecho, de la verdad que debía vencer y que
forzosamente vencería, lo dominaba por entero. Un anochecer,
el pequeño estaba ya acostado, pero las cortinas no
habían sido aún corridas, y la luz penetraba
en la alcoba. Se había llevado el libro con el propósito
de terminar la historia de Solón.

Los
pensamientos lo transportaron a una distancia inmensa; le
pareció como si la cama fuese un barco con las velas
desplegadas. ¿Soñaba o qué era aquello?
Surcaba las aguas impetuosas, los grandes mares del tiempo,
oía la voz de Solón. Inteligible, aunque dicho
en lengua extraña, resonaba la divisa danesa: «Con
la ley se edifica un país».

El
genio de la Humanidad estaba en el humilde cuarto, e, inclinándose
sobre el lecho, estampaba un beso en la frente del muchacho:
«Hazte fuerte en la fama y fuerte en las luchas de la
vida. Con la verdad en el pecho, vuela en busca del país
de la verdad».

El hermano mayor no se había acostado aún; asomado
a la ventana, contemplaba cómo la niebla se levantaba
de los prados. No eran los elfos los que allí bailaban,
como le dijera una vieja criada, bien lo sabía él.
Eran vapores más cálidos que el aire, y por
eso subían. Brilló una estrella fugaz, y en
el mismo instante los pensamientos del niño se trasladaron
desde los vapores del suelo a las alturas, junto al brillante
meteoro. Centelleaban las estrellas en el cielo; habríase
dicho que de ellas pendían largos hilos de oro que
llegaban hasta la Tierra.

«Levanta
el vuelo conmigo», pareció cantar y resonar una
voz en el corazón del muchacho. El poderoso genio de
las generaciones, más veloz que el ave, que la flecha,
que todo lo terreno capaz de volar, lo llevó a los
espacios, donde rayos, de estrella a estrella, unían
entre sí los cuerpos celestes; nuestra Tierra giraba
en el aire tenue, y aparecía una ciudad tras otra.
En las esferas se oía: «¿Qué significa
cerca y lejos, cuando te eleva el genio poderoso del espíritu?».

Y
el niño seguía en la ventana, mirando al exterior,
y su hermanito leía en la cama, y su madre, los llamaba
por sus nombres:

-¡Anders
y Hans Christian!
Dinamarca los conoce.
El mundo conoce a los dos hermanos Örsted.