Abuelita
AUTOR: Hans Christian Andersen,
Abuelita es muy vieja, tiene muchas arrugas y el pelo completamente
blanco, pero sus ojos brillan como estrellas, sólo
que mucho más hermosos, pues su expresión es
dulce, y da gusto mirarlos. También sabe cuentos maravillosos
y tiene un vestido de flores grandes, grandes, de una seda
tan tupida que cruje cuando anda. Abuelita sabe muchas, muchísimas
cosas, pues vivía ya mucho antes que papá y
mamá, esto nadie lo duda. Tiene un libro de cánticos
con recias cantoneras de plata; lo lee con gran frecuencia.
En medio del libro hay una rosa, comprimida y seca, y, sin
embargo, la mira con una sonrisa de arrobamiento, y le asoman
lágrimas a los ojos. ¿Por qué abuelita
mirará así la marchita rosa de su devocionario?
¿No lo sabes? Cada vez que las lágrimas de la
abuelita caen sobre la flor, los colores cobran vida, la rosa
se hincha y toda la sala se impregna de su aroma; se esfuman
las paredes cual si fuesen pura niebla, y en derredor se levanta
el bosque, espléndido y verde, con los rayos del sol
filtrándose entre el follaje, y abuelita vuelve a ser
joven, una bella muchacha de rubias trenzas y redondas mejillas
coloradas, elegante y graciosa; no hay rosa más lozana,
pero sus ojos, sus ojos dulces y cuajados de dicha, siguen
siendo los ojos de abuelita.
Sentado
junto a ella hay un hombre, joven, vigoroso, apuesto. Huele
la rosa y ella sonríe – ¡pero ya no es la sonrisa
de abuelita! – sí, y vuelve a sonreír. Ahora
se ha marchado él, y por la mente de ella desfilan
muchos pensamientos y muchas figuras; el hombre gallardo ya
no está, la rosa yace en el libro de cánticos,
y… abuelita vuelve a ser la anciana que contempla la rosa
marchita guardada en el libro.
Ahora
abuelita se ha muerto. Sentada en su silla de brazos, estaba
contando una larga y maravillosa historia.
-Se
ha terminado -dijo- y yo estoy muy cansada; dejadme echar
un sueñito.
Se
recostó respirando suavemente, y quedó dormida;
pero el silencio se volvía más y más
profundo, y en su rostro se reflejaban la felicidad y la paz;
se habría dicho que lo bañaba el sol… y entonces
dijeron que estaba muerta.
La pusieron en el negro ataúd, envuelta en lienzos
blancos. ¡Estaba tan hermosa, a pesar de tener cerrados
los ojos! Pero todas las arrugas habían desaparecido,
y en su boca se dibujaba una sonrisa. El cabello era blanco
como plata y venerable, y no daba miedo mirar a la muerta.
Era siempre la abuelita, tan buena y tan querida. Colocaron
el libro de cánticos bajo su cabeza, pues ella lo había
pedido así, con la rosa entre las páginas. Y
así enterraron a abuelita.
En
la sepultura, junto a la pared del cementerio, plantaron un
rosal que floreció espléndidamente, y los ruiseñores
acudían a cantar allí, y desde la iglesia el
órgano desgranaba las bellas canciones que estaban
escritas en el libro colocado bajo la cabeza de la difunta.
La luna enviaba sus rayos a la tumba, pero la muerta no estaba
allí; los niños podían ir por la noche
sin temor a coger una rosa de la tapia del cementerio.
Los muertos saben mucho más de cuanto sabemos todos
los vivos; saben el miedo, el miedo horrible que nos causarían
si volviesen. Pero son mejores que todos nosotros, y por eso
no vuelven. Hay tierra sobre el féretro, y tierra dentro
de él. El libro de cánticos, con todas sus hojas,
es polvo, y la rosa, con todos sus recuerdos, se ha convertido
en polvo también. Pero encima siguen floreciendo nuevas
rosas y cantando los ruiseñores, y enviando el órgano
sus melodías. Y uno piensa muy a menudo en la abuelita,
y la ve con sus ojos dulces, eternamente jóvenes. Los
ojos no mueren nunca. Los nuestros verán a abuelita,
joven y hermosa como antaño, cuando besó por
vez primera la rosa, roja y lozana, que yace ahora en la tumba
convertida en polvo.