GIANNI VATTIMO
La huella de la huella
Se suele decir que la experiencia religiosa es la experiencia de un éxodo; pero si es un éxodo, se trata probablemente de un viaje de regreso. Sin duda, esto no se debe a alguna característica esencial, pero el hecho es que en nuestras condiciones de existencia (Occidente cristiano, modernidad secularizada, estados de ánimo de fin de siglo preocupados por la amenaza de riesgos apocalípticos inéditos) la religión se vive como un retorno.
Es volver a hacer presente algo que pensábamos haber olvidado definitivamente, la reactivación de una huella latente, la reapertura de una herida, la reaparición de lo inhibido, la revelación de que lo que pensábamos haber sido, Überwindung (en el sentido de sobrepasar, volverse verdadero y hacer a un lado lo que resulta), no es sino una Verwindung, una larga convalecencia que de nuevo debe ajustar cuentas con la huella indeleble de su enfermedad.
Si se trata de un retorno, ¿no es accidental este resurgimiento de la religión con respecto a su propia esencia? ¿No es como si –por una razón histórica, individual o social cualquiera– sucediera simple-mente que olvidáramos, que nos alejáramos (tal vez con cierto sentimiento de culpa) y que, por una razón igual de fortuita, ahora el olvido de pronto se volviera menor? Pero este mecanismo (en ese caso, habría una verdad esencial de la religión que existiría en alguna parte, inmóvil, mientras que los individuos y las generaciones sólo van y vienen en torno a ella en un movimiento perfectamente externo e insignificante) ya se ha hecho impracticable en filosofía: si decimos que una tesis es verdadera, ¿deberemos tachar de estúpidos o de absurdos a todos los grandes o no tan grandes pensadores del pasado que no la reconocieron como tal? Esto significaría, en otros términos, que se trata de una historia de la verdad (una historia del ser) que no es tan esencial para su «contenido»… A la luz de estas consideraciones, parece entonces preferible la hipótesis según la cual la reaparición de la religión, su retorno, en nuestra experiencia no es un dato puramente accidental que debería hacerse a un lado para que nos concentráramos sólo en los contenidos que, por ello, regresan. Al contrario, podemos sospechar legítimamente que el retorno es un aspecto (o el aspecto) esencial de la experiencia religiosa.
Por lo tanto, ésta es la huella que queremos seguir, asumiendo como constitutivo, para una reflexión renovada sobre la religión, el hecho mismo de su retorno, de su reaparición, su llamado con una voz que estamos seguros de haber escuchado antes. Si aceptamos que el retorno no es un aspecto externo ni accidental de la experiencia religiosa, entonces incluso las modalidades concretas de ese retorno, como las experimentamos en nuestras condiciones históricas fuertemente determinadas, deberán considerarse también esenciales. Pero ¿hacia dónde debemos mirar para tomar en consideración las modalidades concretas actuales del retorno de lo religioso? Parece que estas modalidades son en principio de dos tipos que, por lo menos a primera vista, no se pueden vincular de inmediato. Por una parte, el retorno de lo religioso (como exigencia, nueva vitalidad de las iglesias y de las sectas, búsqueda de doctrinas y prácticas paralelas: la «moda» de las religiones orientales, etc.), más claramente representativo de la cultura común, está motivado principalmente por la amenaza de ciertos riesgos generales que nos parecen inéditos y sin precedentes en la historia de la humanidad. Inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial apareció el temor ante una posible guerra atómica y hoy, que ese riesgo parece menor debido a la nueva configuración de las relaciones internacionales, vemos que, al contrario, se difunde el temor de una proliferación descontrolada de ese mismo tipo de armas y, más generalmente, la angustia frente a las amenazas que pesan sobre la ecología planetaria y ante las nuevas posibilidades de manipulaciones genéticas. Otro temor igualmente difundido, por lo menos en las sociedades desarrolladas, es el de la pérdida del sentido de la existencia, el profundo fastidio que inevitablemente parece acompañar al consumo desenfrenado. La «hipótesis demasiado extrema» que era Dios para Nietzsche evoca y reactualiza sobre todo el carácter radical de los riesgos que parecen amenazar la existencia de la especie y su propia «esencia» (el código genético puede ser modificado…). Esta forma de retorno de lo religioso, que se expresa en la búsqueda y la afirmación, con frecuencia violenta, de las identidades locales, étnicas y tribales, suele unirse también a un rechazo a la modernización como causa de la destrucción de las raíces auténticas de la existencia.
Por el lado de la filosofía y la reflexión explícita, el retorno de lo religioso parece producirse según modalidades totalmente diferentes, ligadas a experiencias teóricas que aparecen más bien lejanas y opuestas a la inspiración «fundamentalista» de la nueva religiosidad, inspirada en los temores apocalípticos difundidos en nuestra sociedad. El derrumbe de los interdictos filosóficos en contra de la religión, puesto que se trata precisamente de eso, coincide con la disolución de los grandes sistemas que han acompañado el desarrollo de la ciencia, la técnica y la organización social modernas; y por lo tanto, también con la desaparición de todo fundamentalismo, en otras palabras, con la desaparición de aquello que la conciencia común parece buscar en su retorno a lo religioso. En realidad –y también ésta es una idea muy difundida–, es posible que la nueva vitalidad de la religión dependa en rigor del hecho de que la filosofía y el pensamiento crítico en general –al haber abandonado la noción misma de fundamento– (ya) no son capaces de dar un sentido a la existencia, que se busca entonces en la religión. Pero esta lectura de la situación –que incluye a muchos adeptos, incluso donde no parecería que los hubiera– considera ipso facto resuelto el problema mismo del retorno que fue nuestro punto de partida. En otras palabras, la historicidad de la condición actual está pensada en términos de una simple desviación que nos habría alejado del fundamento siempre presente y disponible, produciendo, por la misma razón, una ciencia y una técnica «inhumanas»; desde este punto de vista, el retorno que habría que emprender no es sino un abandono de la historicidad y la recuperación de una condición auténtica concebible tan sólo como «la permanencia en lo esencial». Así, el problema que se nos plantea es saber si la religión es inseparable de la metafísica en el sentido heideggeriano del término; en otras palabras, si es posible pensar a Dios únicamente como el fundamento inmóvil de la historia, del cual todo parte y hacia el cual todo debe volver, con la dificultad de asignar algún sentido al vaivén que de allí resulta. Cabe señalar que acaso este tipo de dificultad decidió a Heidegger a invitarnos a repensar el sentido del ser fuera de los esquemas objetivistas y esencialistas de la metafísica. Como se sabe, durante los años cruciales en que preparaba El ser y el tiempo, Heidegger se interesó en parti-cular por una reflexión sobre la religión relacionada con los problemas de la historicidad, la temporalidad y, en última instancia, la libertad y la predestinación.
Frente a esta contradicción, que no es sólo aparente, entre la necesidad de fundamentos que se expresa en el retorno de la religión en la conciencia común y su propio redescubrimiento (del carácter plausible) de la religión después de la disolución de las metanarraciones metafísicas, parece que la filosofía debe tratar de reconocer y sacar a la luz las raíces comunes de esas dos formas de «retorno», sin renunciar a sus propias motivaciones teóricas y aprovechando esas motivaciones como la base de una radicalización crítica de una misma conciencia común. (Inútil decir que aquí se expresa también una concepción general de la relación entre filosofía y conciencia común de la época, que nos es imposible desarrollar más, pero que se vincula menos a un historicismo de trazo hegeliano que a una reflexión heideggeriana sobre la relación entre el final de la metafísica y el despliegue cabal de la ciencia y la técnica como estructura sustentadora de la sociedad moderna tardía: en otras palabras, el mismo Heidegger, o más bien sobre todo Heidegger, piensa y practica la filosofía como su propio tiempo comprendido por el pensamiento, como una expresión reflexionada de temáticas que, aun antes de pertenecer oscuramente a la conciencia común, constituyen historias del ser, momentos constitutivos de la época.)
La raíz común entre la necesidad religiosa que se expresa en nuestra sociedad y el retorno de la religión (y de su carácter plausible) a la filosofía está constituida en la actualidad por la referencia a la modernidad como la época de la ciencia y la técnica o, según la expresión heideggeriana, como la época de las «concepciones del mundo». Si la reflexión crítica quiere presentarse como una interpretación auténtica de la necesidad religiosa en la conciencia común, conviene demostrar que esa necesidad no se conforma con una pura y simple reanudación de la religiosidad «metafísica», es decir, huir de la confusión de la modernidad y la Babel de la sociedad secularizada mediante un fundamentalismo renovado. ¿Es posible tal demostración? Esta pregunta traduce simplemente el problema fundamental de la filosofía heideggeriana, pero también puede leerse como una variación del proyecto nietzscheano del superhombre, descrito como el hombre capaz de elevarse hasta posibilidades insólitas de dominación del mundo. Reaccionar ante el problemático y caótico carácter del mundo moderno tardío mediante un retorno a Dios como fundamento metafísico significa, en términos nietzscheanos, rechazar el desafío de lo sobrehumano o, más aún, condenarse a esa condición de esclavitud que Nietzsche considera inevitable para todos aquellos que, en realidad, no asuman ese desafío. (Si se piensa en las transformaciones que la existencia individual y social sufre en la sociedad de comunicación de masas, esta alternativa entre sobrehumanidad y esclavitud no parece de hecho retórica ni tan inverosímil.) Además, desde el punto de vista heideggeriano, es evidente que reaccionar a la Babel de la posmodernidad con un retorno a Dios como fundamento sólo significa tratar de salir de la metafísica, oponiendo a su disolución final la reanudación de una de sus representaciones «precedentes», que sólo parece deseable precisamente porque está más apar-tada –aunque sólo en apariencia– de las condiciones actuales de las que se quiere salir. La insistencia de Heidegger en la necesidad de esperar que el ser nos vuelva a hablar y en el carácter prioritario de su oferta en relación con toda iniciativa del hombre (pienso, desde luego, en ¿Qué significa pensar? y en el texto sobre el humanismo) sólo significa que sobrepasar la metafísica no podría consistir en oponer una condición de autenticidad ideal a la degeneración de la ciencia y la técnica modernas, porque el ser sólo se da en su circunstancia y, precisamente, «allí donde está el peligro, allí también crece lo que salva»; sobrepasar la metafísica y su fase de extrema disolución –la Babel de la modernidad tardía y, por lo tanto, sus temores apocalípticos– debe buscarse en una respuesta que no sea tan sólo «reactiva» (utilizamos otra vez un término que se debe a Nietzsche) al llamado del ser, que se da por principio en su circunstancia, es decir, en el mundo de la ciencia y la técnica y la organización total, en el Gestell. Considerar la técnica sabiendo que su esencia no es algo técnico –como Heidegger no deja de recordar–, es decir, ver la técnica como el punto de llegada extremo de la metafísica y del olvido del ser en la idea de fun-damento significa en rigor prepararse para sobrepasar la metafísica mediante una recepción no reactiva del destino técnico del ser en sí.
En su retorno a la religión, la conciencia común tiende a adoptar una actitud reactiva. En otras palabras, tiende a desplegarse como una búsqueda nostálgica de un fundamento último e inquebrantable. En los términos de El ser y el tiempo, esta tendencia no sería sino la propensión (estructural) a la inautenticidad, que se funda, en último análisis, en lo finito mismo de la existencia y a lo cual la filosofía sólo opone, en esa obra misma, la posibilidad de la autenticidad (también estructural), descubierta por lo analítico existencial y accesible en la decidida proyección existencial hacia su propia muerte. Pero en los términos del proyecto de sobrepasar la metafísica como rememoración y recepción de la historia del ser, no parece concebible la oposición –en el fondo platónica– de la filosofía respecto de la conciencia común. Quizá deba pensarse a la filosofía como recepción crítica –es decir, como rememoración del Geschick del ser, de las vicisitudes de sus Schickungen– del llamado, que sólo puede oírse en la condición misma de la inautenticidad, concebida ya no como estructural sino ligada a la circunstancia del ser y, en ese caso, a la oferta del ser en la fase final de la metafísica. Esto puede decirse con mayor sencillez si se insiste en el carácter no accidental de la oferta, para nosotros, de la experiencia religiosa como retorno.
La filosofía ha redescubierto el carácter plausible de la religión (sólo) porque las metanarraciones metafísicas se disolvieron y, por ello, puede considerar la necesidad religiosa de la conciencia común fuera de los esquemas de la crítica de la Ilustración. La tarea crítica del pensamiento frente a la conciencia común consiste, aquí y ahora, en poner en evidencia el hecho de que el retorno de la religión también está definido positivamente para esa conciencia, puesto que se presenta en el mundo de la ciencia y la técnica de la modernidad tardía, es decir que su relación con este mundo no puede concebirse únicamente en los términos de una huida y una alternativa polémica; o bien, lo cual sería lo mismo, por lo menos desde el punto de vista de la diferencia entre metafísica y ontología, en términos de reducción de sus nuevas posibilidades a supuestas leyes naturales, a normas esenciales.
El hecho de que la figura del retorno (y, por lo tanto, de la historicidad) es esencial y no accidental para la experiencia religiosa no significa al principio, o exclusivamente, que la religión a la que queremos volver deba representarse como defi-nida por pertenecer a la época del final de la metafísica; en primer lugar, lo que la filosofía deriva de la experiencia de la esencialidad de la figura del retorno es una identificación general de la religión con la positividad, en el sentido de lo fáctico, lo circunstancial, etc. Tal vez aquí sólo estamos traduciendo lo que la filosofía de la religión ha indicado por lo general como la creaturalidad que constituiría el contenido esencial de la experiencia religiosa (pero no hay ninguna razón para rechazar esta proximidad o dependencia respecto de la reflexión filosófica religiosa tradicional: es otro aspecto de la positividad que aquí tratamos).
En general, parece que la posibilidad de repensar filosóficamente la religión depende en esencia del vínculo entre los dos sentidos de la positividad que acabamos de indicar: en primer lugar, el hecho de que es determinante, para el contenido mismo de la experiencia religiosa reencontrada, que su retorno se produzca en las condiciones históricas precisas de nuestra existencia en esta modernidad tardía y que no se defina, entonces, en relación con esta existencia, exclusivamente como un salto fuera de ella; en segundo lugar, que el retorno en sí indique como un carácter constitutivo de la religión su positividad en cuanto dependencia en relación con una facultad original, eventualmente legible como dimensión creatural, una dependencia tal vez en el sentido de Schleiermacher.
Hacer justicia al significado de la experiencia del retorno significará, en primer lugar, permanecer en el horizonte de este doble sentido de la positividad. La creaturalidad, como historicidad concreta y determinada, pero recíprocamente la historicidad como procedencia de un origen que, dado que no es metafísicamente estructural, esencial, también tiene todos los rasgos de la circunstancialidad y la libertad. Permanecer en la luz de esta relación, pues, no es sencillo: la historia de la religiosidad «metafísica» parece mostrar en rigor la dificultad según la cual la positividad se resuelve por completo en una pura y simple creaturalidad, cuyo resultado es el hecho de que la historicidad concreta de la existencia se considera sólo como lo finito, más allá de lo cual la experiencia religiosa nos haría dar «un salto» (a Dios, a la trascendencia) o debería considerarse, cuando mucho, como el lugar para una prueba. He intentado mostrar en otra parte cómo ese riesgo, que tal vez sea más que un riesgo, está presente en el pensamiento filosófico de Levinas y, en cierto sentido, caracteriza la posición tradicional de Derrida (por lo menos, de manera explícita, en el ensayo sobre Levinas en La escritura y la diferencia). Desde luego –como, por otra parte, aparece con claridad si consideramos los orígenes judeocristianos del historicismo moderno, magistralmente presentados por Löwith–, el riesgo simétrico de esta posición está en la identificación de la positividad con la historicidad intramundana, que llevaría lo divino al determinismo histórico: la historia del mundo como tribunal del mundo, según la frase hegeliana. Mediante esta insistencia sobre la positividad, el autor en que nos basamos, desde luego, no es Hegel sino Schelling, aun cuando no pretendemos ninguna fidelidad literal a su última filosofía. La concepción de la religión que se esboza aquí retiene de la filosofía positiva de Schelling sobre todo el interés por la mitología; no tanto –y esto marca probablemente una diferencia– como el modo de conocimiento más adecuado de verdades que trascienden la razón, sino como el lenguaje más apropiado para la narración de sucesos que, positivos en el doble sentido al que hemos aludido, sólo pueden transmitirse en forma de mitos. La reflexión de Pareyson sobre la experiencia religiosa y su vínculo con el mito (véase la antología Filosofia della liberta) –en referencia constante a Schelling– tiene aquí una importancia capital, aun cuando deba completarse debidamente para impedir que se reduzca la positividad de la experiencia religiosa a una pura creaturalidad (con la tendencia resultante de asumir el pensamiento mítico dentro de una especie de abstracción ahistórica e incluso la dificultad de distinguir el mito cristiano del mito griego). (En mi ensayo publicado en Etica dell’interpretazione desarrollo el tema.) La palabra mito, por su parte, funciona aquí como el emblema de todo lo que es positivo en el doble sentido que damos a esa palabra. Es el lugar donde se da la historicidad que al mismo tiempo es radical y (por lo mismo) irreductible a la inmanencia de la historicidad intramundana. Encontramos así otro aspecto importante de la reflexión filosófica religiosa, sea o no contemporánea: el que insiste en lo «religioso» (no disponemos de otros términos por el momento) como irrupción del Otro y como discontinuidad en el curso horizontal de la historia. En nuestra opinión, sin embargo, ese carácter de discontinuidad y de irrupción se concibe con demasiada frecuencia –una vez más– como una mera negación «apocalíptica» de la historicidad, como un nuevo comienzo absoluto que niega todo vínculo con el pasado y establece una relación puramente vertical con la trascen-dencia, considerada a su vez como una plenitud metafísica pura del fundamento eterno.
Al mito como término general de la positividad se unen todos los contenidos típicamente positivos de la experiencia religiosa que regresa en nuestra condición presente, contenidos que, al igual que los mitos, no pueden traducirse totalmente en los términos de la racionalidad argumentativa. Así, por ejemplo, más aún que el sentimiento de culpa y de pecado, está la necesidad del perdón. No debe sorprender que indiquemos como un contenido característico de la experiencia religiosa la necesidad del perdón más que el sentido de la culpa y la percepción del mal y de su carácter inexplicable. Es probable que toquemos aquí uno de los rasgos de la especificidad histórica con que se nos presenta hoy la experiencia religiosa: de hecho, tanto la intensidad del sentimiento de culpa como la dimensión radical de la experiencia del mal parecen inseparables de una concepción que no dudamos en llamar una metafísica de la subjetividad, una especie de visión enfática de la libertad que parece chocar con muchos aspectos de esa misma espiritualidad con la que hoy se encuentra la religión. En otras palabras: si es cierto que ahora la religión se nos presenta de nuevo como una exigencia profunda y filosóficamente plausible, esto se debe también y sobre todo a una disolución general de las certezas racionalistas que ha experimentado el sujeto moderno; por esta misma razón, el sentimiento de culpa y el carácter «inexplicable» del mal son elementos tan cruciales y tan decisivos. El mal y la culpa son menos «escandalosos» desde el momento en que el sujeto no se toma tan en serio como lo implica el estado de ánimo metafísico, explícita o implícitamente racionalista. No obstante, esto no impide que la experiencia de lo finito, sobre todo como inadecuación de nuestras respuestas a las «preguntas» que provienen de los otros (o incluso del Otro, en el sentido de Levinas), se represente como necesidad de ese «suplemento» que sólo logramos representar como trascendente. Es probable que no sea difícil unir a esta necesidad –que es al mismo tiempo un deseo de responder a la pregunta del otro y el llamado a una trascendencia capaz de compensar la insuficiencia de nuestras respuestas– el significado de las tres virtudes teologales de la tradición cristiana, tanto como los postulados de la razón práctica kantiana (por lo menos los que tienen que ver con la existencia de Dios y la inmortalidad del alma).
El horizonte del mito, que incluye la positividad tal como nos hemos propuesto definirla aquí, incluye, junto con la necesidad del perdón, otros aspectos constitutivos de la experiencia religiosa: el modo en que uno encara el enigma de la muerte (su propia muerte pero, sobre todo, la muerte de los demás) y el del dolor, y la experiencia de la plegaria, tal vez una de las más difíciles de traducir en términos filosóficamente sensatos. Tanto la necesidad del perdón como la experiencia de la mortalidad, el dolor y la plegaria pueden definirse como «posi-tivos», en el sentido de que son maneras de encontrarse con la circunstancialidad radical de la existencia, maneras de afianzar una «pertenencia» que también sea procedencia y, en un sentido que es difícil de precisar pero que vivimos en la experiencia misma del retorno, del ser devuelto (verfallen); por lo menos, en tanto que el retorno aparece siempre como la recuperación de una condición de la que hemos «caído» (en la regio dissimilitudinis de la que hablan los místicos medievales).
Pero, una vez más: estos «contenidos» positivos, y positivos de una manera tan característica, de la experiencia del retorno en los que se presenta lo religioso también son positivos, sobre todo en el sentido de que no resultan de una reflexión abstracta sobre sí mismos, no provienen de la profundización de una autoconciencia humana en general, sino que más bien constituyen datos en un lenguaje ya determinado, que es más o menos literalmente el lenguaje de la tradición judeocristiana, el lenguaje de la Biblia. ¿No sería entonces más preciso hablar de un retorno a la letra de los textos sagrados del Antiguo y Nuevo Testamentos? ¿Por qué, por ejemplo, insistir en la necesidad del perdón y no sólo en el pecado original, en la promesa de Redención, en el relato de la Encarnación, la Pasión, la muerte y la resurrección de Jesús? Pero el retorno que experimentamos, ¿no es un retorno a la verdad de las Escrituras? ¿Podemos hacer justicia a la experiencia del retorno al concebirlo como un movimiento que sólo tiene que ver con nosotros, como si encontráramos un objeto olvidado, las Escrituras sagradas, que han permanecido intactas en alguna parte, esperando, por alguna razón, que nosotros (nuestra cultura, el mundo contemporáneo, etcétera) las volvamos a descubrir? Si, como creemos, la hermenéutica en cuanto filosofía de la interpretación no podía nacer más que de la tradición judeocristiana (remito a las hipótesis desarrolladas en el ensayo «Storia della salvezza, storia dell’interpretazione», Micromega, 3, mayo 1992), también es cierto que esta tradición aún está profundamente marcada por ella. Hay otro aspecto de la positividad del que no podemos hacer abstracción: experimentamos el retorno de lo religioso en un mundo en que se ha hecho inevitable la conciencia de la Wirkungsgeschichte (me refiero a las nociones de «historia de los efectos» y de «historia de la eficiencia», elaboradas por Gadamer en Warheit und Metode) de todo texto, sobre todo del texto bíblico; en otras palabras, experimentamos el hecho de que los textos sagrados que marcan nuestra experiencia religiosa se dan dentro de una tradición que los transpone en el sentido en que su mediación no les permite subsistir como objetos inmodificables; tal vez la insistencia de las ortodoxias en la letra de los textos sagrados registra en realidad este irremediable estado de mediación, más que prevenirlo. De manera un poco «vertiginosa», pero sólo un poco, los rasgos de la experiencia del retorno pertenecen ya al texto sagrado en sí –Antiguo y Nuevo Testamentos– al que estamos regresando. El hecho de que la experiencia religiosa se nos presente como un retorno es ya un signo y es consecuencia de que vivimos la experiencia en los términos de las Santas Escrituras judeocristianas. A partir de San Agustín y de su reflexión sobre la Trinidad, la teología cristiana, en sus raíces más profundas, es una teología hermenéutica: la estructura interpretativa, la transposición, la mediación y, sin duda, el ser devuelto no tienen que ver sólo con la anunciación y la comunicación de Dios con el hombre; definen la vida íntima de Dios que, por esta misma razón, no podría pensarse en los términos de una plenitud metafísica inmutable (en relación con la cual, precisamente, la Revelación sólo sería un episodio «ulterior» y un accidente, un quoad nos).
¿Lo único que hacemos entonces es traducir en términos bíblicos y teológicos una temática filosófica bastante reconocible, la de la circunstancialidad del ser? Probablemente también sea así. Pero sería contradictorio, desde el punto de vista de la circunstancialidad del ser, asumir ese hecho como marginal, como si la filosofía, llegada por sí sola al problema de sobrepasar la metafísica, descubriera «por consiguiente» su propia analogía con los contenidos de la tradición judeocristiana. La circunstancialidad del ser, pues, se afirmaría como un dato encontrado objetivamente por dos modos de pensamiento, formas de experiencias diferentes que habrían llegado a ello cada una por sus propios medios: una vez más, como modos accidentales de encontrarse con un dato independiente, ubicado por algún origen cualquiera en el ser en sí. Pero la filosofía que se descubre como «análoga» a la teología trinitaria no proviene de otro mundo: la filosofía que responde al llamado de sobrepasar la metafísica proviene de la tradición judeocristiana, y el contenido de sobrepasar la metafísica no es sino la maduración de la conciencia de esta procedencia.
Como se puede ver, no se trata de articular el discurso filosófico de manera que haga sitio para el carácter plausible de la religión, como en el fondo siempre lo ha pensado la filosofía que se concibió como «abierta» y amigable frente a la experiencia religiosa, comenzando por la que cultivó la idea de ilustrar los preambula fidei, ya sea como teología natural de tipo metafísico, o bien sólo como una teoría antropológica de lo finito y del carácter problemático de la existencia que exigiría un salto hacia la trascendencia (incluso el paso de la filosofía negativa a la filosofía positiva de Schelling sin duda no es más que eso). La experiencia religiosa como experiencia de la positividad, en el sentido que hemos indicado, más bien lleva a poner en duda radicalmente toda figura tradicional de la relación entre filosofía y religión. El retorno de lo religioso que vivimos en la conciencia común y, en términos diferentes, en el discurso filosófico (en el que caen los interdictos metafísicos, científicos o historicistas en contra de la religión) se presenta como un descubrimiento de la positividad que parece ser idéntica, en su significación, a la idea de la circunstancialidad del ser a la que llega la filosofía a partir de Heidegger. La comprobación de esta identidad, si quiere corresponder radicalmente a su propio contenido, no puede ser simplemente una comprobación. De hecho, la idea de la circunstancialidad del ser excluye que se pueda hablar de una misma estructura metafísica experimentada por dos modos de pensamiento diferentes. La positividad, o la circunstancialidad, atrae la atención sobre el origen. La filosofía que plantea el problema de sobrepasar la metafísica es la misma que descubre la positividad en la experiencia religiosa, pero este descubrimiento significa precisamente la conciencia de la procedencia. ¿Puede y debe resolverse esta conciencia en un retorno a su propio origen? En otros términos, al descubrir que proviene de la teología judeocristiana, ¿debe la filosofía, por ello, apartar su propia figura «derivada» para recuperar su figura original? Así sería si el contenido mismo de la teología que se descubre aquí como origen no excluyera toda superioridad metafísica del origen; si, en otras palabras, esta teología no fuese una teología trinitaria. El hecho de que la procedencia como tal sea tan esencial para nuestra experiencia religiosa, por otra parte, es un rasgo distintivo del retorno de lo religioso, y constituye igualmente el resultado de una filosofía que no es más metafísica que el «contenido» de la tradición religiosa que ahora se redescubre: el Dios trinitario no es alguien que nos invita a regresar al fundamento en el sentido metafísico del término sino que, según la expresión evangélica, Dios más bien llama a que se lean los signos de los tiempos. En suma, la sentencia «radical» de Nietzsche, según la cual el conocimiento progresivo del origen aumenta lo insignificante del origen, se aplica tanto a la filosofía como a la religión que redescubre, aunque en términos diferentes; esta expresión, de manera apenas paradójica, puede considerarse como el último eco de la teología trinitaria cristiana.
Así, para la filosofía, el conocimiento redescubierto de la procedencia de la religión no se resuelve con un salto hacia atrás para recuperar su lenguaje auténtico; y esto es así precisamente para no contradecir el sentido de lo que se ha encontrado. ¿Significa esto, entonces, permanecer en el proceso al que uno descubre que pertenece, sin que la conciencia de esta procedencia implique más que un refuerzo de esa misma pertenencia? Pero –como lo muestra el carácter contradictorio de todo historicismo radical– tal actitud sólo atribuiría a este proceso el mismo valor perentorio y coercitivo del ontos on, del fundamento metafísico. Encontramos aquí las mismas aporías que la idea de sobrepasar la metafísica no deja de descubrir de nuevo en su propio camino (a partir de la imposibilidad de concluir El ser y el tiempo): ¿cómo hablar de la circunstancia del ser con la ayuda de un lenguaje siempre prestado de la estabilidad de las esencias? O bien, en la temática de la posmodernidad, ¿cómo decretar el final de los metarrelatos sino contando la historia de su disolución?
Cuando reconoce precisa y únicamente su propia procedencia de la teología trinitaria, la filosofía se prepara para sobre-pasar estas aporías o, por lo menos, para descubrir en ellas un sentido no sólo contradictorio. El hecho de que se trata en rigor de la teología trinitaria, y no de cualquier «teología natural», de una apertura genérica hacia lo trascendente, etc., se confirma con lo que (por lo menos, según la hipótesis que he desarrollado con mayor detalle en otra parte) constituye una recaída metafísica de ciertas filosofías que, aunque profundamente marcadas por un sentimiento religioso, no se sitúan, sin embargo, en el nivel de la circunstancialidad del ser, sino que tienden a repensar la circunstancialidad en sí en términos sólo «esencialistas» y estructurales. Tal es el caso de Emmanuel Levinas, para quien la filosofía se abre más bien sobre la experiencia religiosa como irrupción del Otro, pero esta irrupción termina por resolverse en una disolución de la circunstancialidad misma, que pierde todo significado específico. Es difícil encontrar en Levinas alguna atención a los «signos de los tiempos»; el tiempo, la temporalidad existencial característica del hombre tan sólo podría formar un signo con la eternidad de Dios, que se revela como alteridad radical y apela a la llegada de una responsabilidad que sólo de manera fortuita puede considerarse históricamente definida (nuestro prójimo siempre es alguien concreto, pero, precisamente: siempre).
Desde luego, la referencia a Levinas no es sólo un ejemplo entre otros de la recaída a la metafísica. Levinas es, sin duda, el filósofo contemporáneo que más lejos ha llevado el esfuerzo por sobrepasar la metafísica (que él llama «ontología»), redescubriendo las raíces bíblicas del pensamiento occidental junto a sus raíces griegas. La herencia bíblica remite a la filosofía a lo que, según los términos de Heidegger y no de Levinas, llamamos la «circunstancialidad del ser», y la lleva a reconocer el carácter violento del esencialismo metafísico de origen griego. Pero, mientras siga limitado al Antiguo Testamento, este retorno a la Biblia no sobrepasa el reconocimiento de la creaturalidad. Si el Dios que encuentra la filosofía es sólo Dios Padre, el alejamiento de la idea metafísica del fundamento es débil y, en realidad, así damos unos pasos hacia atrás.
Esta circunstancialidad radical del ser con que se encuentra el pensamiento posmetafísico, en su esfuerzo por liberarse de la coerción de lo que está presente, no se puede comprender sólo a la luz de la creaturalidad, que queda en el horizonte de una religiosidad «natural», estructural y pensada en términos esencialistas. Parece que sólo a la luz de la doctrina cristiana de la Encarnación del hijo de Dios puede concebirse la filosofía como una lectura de los signos de los tiempos, sin reducirse a un registro pasivo del curso del tiempo. «A la luz de la Encarnación» constituye otra vez una expresión que intenta captar una relación cuya dimensión problemática irresuelta forma el núcleo mismo de la experiencia de la circunstancialidad: la Encarnación de Dios que aquí se menciona no sólo es una manera de expresar en forma mítica lo que la filosofía descubre como resultado de una búsqueda racional. La Encarnación tampoco es la verdad última de los enunciados filosóficos, desmitificada y llevada a su sentido propio. Como ya lo hemos comprobado de distintas maneras en los análisis anteriores, esta relación problemática entre filosofía y Revelación religiosa es el sentido mismo de la Encarnación. En otras palabras, Dios encarna, se revela primero en la anunciación bíblica que, al final, «da lugar» a la idea posmetafísica de la circunstancialidad del ser. Sólo cuando encuentra su propia procedencia neotestamentaria puede representarse este pensamiento posmetafísico como una idea de la circunstancialidad del ser que no se reduce a la mera aceptación de lo existente, al mero relativismo histórico y cultural. En otros términos, la Encarnación confiere a la historia el sentido de una revelación redentora y no sólo de una acumulación confusa de circunstancias que perturban el carácter estructural del verdadero ser. Sólo a la luz de la doctrina de la Encarnación puede concebirse que la historia también tenga un sentido redentor (o en lenguaje filosófico, emancipador), siendo la historia de anunciaciones y de respuestas, de interpretaciones y no de «descubrimientos» o de presencias «verdaderas» que se imponen.
En su esfuerzo por sobrepasar la metafísica, la filosofía responde al llamado de la época en que aquélla parece en prin-cipio imposible de continuar (es la historia del nihilismo relatada por Nietzsche y que Heidegger hace emblemática en la voluntad de poder nietzscheana). Así, la filosofía se vuelve hermenéutica, recepción e interpretación de anunciaciones transpuestas (del Geschick) y se encuentra ante la necesidad de una renuncia: renunciar a la tranquilizadora dimensión perentoria de la presencia. El que no haya hechos sino sólo interpretaciones, como enseña Nietzsche, no constituye, por su parte, un hecho tranquilizador, sino «sólo» una interpretación. Esta renuncia a la presencia confiere a la filosofía posmetafísica, y sobre todo a la hermenéutica, un carácter de término inevitable. En otras palabras, sobrepasar la metafísica no puede darse como nihilismo. No obstante, si bien el sentido del nihilismo tampoco debe resolverse en una metafísica de la nada –como sería el caso si se imaginara un proceso en que el ser, al final, no estaría y el no ser, la nada, estaría–, no puede pensarse más que como un proceso de reducción indefinido, un desvanecimiento. ¿Es posible tal pensamiento fuera del horizonte de la Encarnación? Tal es sin duda la pregunta decisiva a la que debe intentar responder la hermenéutica de hoy, si realmente quiere avanzar en el camino abierto por el llamado a la rememoración del ser (es decir, el Ereigniss) formulado por Heidegger.
Texto aparecido en La religion, Editions du Seuil, 1996. ©Gianni Vattimo. Traducido del italiano al francés por Marilene Raiola; del francés al español por Mónica Mansour.
Gianni Vattimo, «La huella de la huella», Fractal n° 4, enero-marzo, 1997,año 1,volumen II, pp. 87-108.