Cuento de terror,
Howard Phillips Lovecraft
Me pides que explique por qué siento miedo de la corriente de aire frío; por qué tiemblo más que otros cuando entro en un cuarto frío, y parezco asqueado y repelido cuando el escalofrío del atardecer avanza a través de un suave día otoñal
. Están aquellos que dicen que reacciono al frío como otros lo hacen al mal olor, y soy el último en negar esta impresión. Lo que haré está relacionado con el más horrible hecho con que nunca me encontré, y dejo a tu juicio si ésta es o no una explicación congruente de mi peculiaridad.
Es un error imaginar que ese horror está inseparablemente asociado a la oscuridad, el silencio, y la soledad. Me encontré en el resplandor de media tarde, en el estrépito de la metrópolis, y en medio de un destartalado y vulgar albergue con una patrona prosaica y dos hombres fornidos a mi lado. En la primavera de 1923 había adquirido un almacén de trabajo lúgubre e desaprovechado en la ciudad de Nueva York; y siendo incapaz de pagar un alquiler nada considerable, comencé a caminar a la deriva desde una pensión barata a otra en busca de una habitación que me permitiera combinar las cualidades de una higiene decente, mobiliario tolerable, y un muy razonable precio.
Pronto entendí que sólo tenía una elección entre varias, pero después de un tiempo encontré una casa en la Calle Decimocuarta Oeste que me asqueaba mucho menos que las demás que había probado.El sitio era una histórica mansión de piedra arenisca, aparentemente fechada a finales de los cuarenta, y acondicionada con carpintería y mármol que manchaba y mancillaba el esplendor descendiendo de altos niveles de opulento buen gusto. En las habitaciones, grandes y altas, y decoradas con un papel imposible y ridículamente adornadas con cornisas de escayola, se consumía un deprimente moho y un asomo de oscuro arte culinario; pero los suelos estaban limpios, la lencería tolerablemente bien, y el agua caliente no demasiado frecuentemente fría o desconectada, así que llegué a considerarlo, al menos, un sitio soportable para hibernar hasta que uno pudiera realmente vivir de nuevo.
La casera, una desaliñada, casi barbuda mujer española llamada Herrero, no me molestaba con chismes o con críticas de la última lámpara eléctrica achicharrada en mi habitación del tercer piso frente al vestíbulo; y mis compañeros inquilinos eran tan silenciosos y poco comunicativos como uno pudiera desear, siendo mayoritariamente hispanos de grado tosco y crudo.
Solamente el estrépito de los coches en la calle de debajo resultaban una seria molestia.Llevaba allí cerca de tres semanas cuando ocurrió el primer incidente extraño. Un anochecer, sobre las ocho, oí una salpicadura sobre el suelo y me alertó de que había estado sintiendo el olor acre del amoniaco durante algún tiempo. Mirando alrededor, vi que el techo estaba húmedo y goteante; aparentemente la mojadura procedía de una esquina sobre el lado de la calle.
Ansioso por detener el asunto en su origen, corrí al sótano a decírselo a la casera; y me aseguró que el problema sería rápidamente solucionado.-El Doctor Muñoz -lloriqueó mientras se apresuraba escaleras arriba delante de mí-, tiene arriba sus productos químicos. Está demasiado enfermo para medicarse, cada vez está más enfermo, pero no quiere ayuda de nadie. Es muy extraña su enfermedad. Todo el día toma baños apestosos, y no puede reanimarse o entrar en calor. Se hace sus propias faenas, su pequeña habitación está llena de botellas y máquinas, y no ejerce como médico. Pero una vez fue bueno. Mi padre en Barcelona oyó hablar de él, y tan sólo le curó el brazo al fontanero que se hizo daño hace poco. Nunca sale, solamente al tejado, y mi hijo Esteban le trae comida y ropa limpia, y medicinas y productos químicos. ¡Dios mío, el amoniaco que usa para mantenerse frío!La Sra. Herrero desapareció escaleras arriba hacia el cuarto piso, y volví a mi habitación. El amoniaco cesó de gotear, y mientras limpiaba lo que se había manchado y abría la ventana para airear, oí los pesados pasos de la casera sobre mí. Nunca había oído al Dr. Muñoz, excepto por ciertos sonidos como de un mecanismo a gasolina; puesto que sus pasos eran silenciosos y suaves. Me pregunté por un momento cuál podría ser la extraña aflicción de este hombre, y si su obstinado rechazo a una ayuda externa no era el resultado de una excentricidad más bien infundada. Hay -reflexioné trivialmente-, un infinito patetismo en la situación de una persona eminente venida a menos en este mundo.Nunca hubiera conocido al Dr. Muñoz de no haber sido por el infarto que súbitamente me dio una mañana que estaba sentado en mi habitación escribiendo.
Lo médicos me habían avisado del peligro de esos ataques, y sabía que no había tiempo que perder; así, recordando que la casera me había dicho sobre la ayuda del operario lesionado, me arrastré escaleras arriba y llamé débilmente a la puerta encima de la mía. Mi golpe fue contestado en un inglés correcto por una voz inquisitiva a cierta distancia, preguntando mi nombre y profesión; y cuando dichas cosas fueron contestadas, vino y abrió la puerta contigua a la que yo había llamado.Una ráfaga de aire frío me saludó; y sin embargo el día era uno de los más calurosos del presente Junio, temblé mientras atravesaba el umbral entrando en un gran aposento el cual me sorprendió por la decoración de buen gusto en este nido de mugre y de aspecto raído. Un sofá cama ahora cumpliendo su función diurna de sofá, y los muebles de caoba, fastuosas colgaduras, antiguos cuadros, y librerías repletas revelaban el estudio de un gentilhombre más que un dormitorio de pensión. Ahora vi que el vestíbulo de la habitación sobre la mía -la «pequeña habitación» de botellas y máquinas que la Sra. Herrero había mencionado- era simplemente el laboratorio del doctor; y de esta manera, su dormitorio permanecía en la espaciosa habitación contigua, cuya cómoda alcoba y gran baño adyacente le permitían camuflar el tocador y los evidentemente útiles aparatos.
El Dr. Muñoz, sin duda alguna, era un hombre de edad, cultura y distinción.La figura frente a mí era pequeña pero exquisitamente proporcionada, y vestía un atavío formal de corte y hechura perfecto. Una cara larga avezada, aunque sin expresión altiva, estaba adornada por una pequeña barba gris, y unos anticuados espejuelos protegían sus ojos oscuros y penetrantes, una nariz aquilina que daba un toque árabe a una fisonomía por otra parte Celta. Un abundante y bien cortado cabello, que anunciaba puntuales visitas al peluquero, estaba airosamente dividido encima de la alta frente; y el retrato completo denotaba un golpe de inteligencia y linaje y crianza superior
.A pesar de todo, tan pronto como vi al Dr. Muñoz en esa ráfaga de aire frío, sentí una repugnancia que no se podía justificar con su aspecto. Únicamente su pálido semblante y frialdad de trato podían haber ofrecido una base física para este sentimiento, incluso estas cosas habrían sido excusables considerando la conocida invalidez del hombre. Podría, también, haber sido el frío singular que me alienaba; de tal modo el frío era anormal en un día tan caluroso, y lo anormal siempre despierta la aversión, desconfianza y miedo.Pero la repugnancia pronto se convirtió en admiración, a causa de la insólita habilidad del médico que de inmediato se manifestó, a pesar del frío y el estado tembloroso de sus manos pálidas.
Entendió claramente mis necesidades de una mirada, y las atendió con destreza magistral; al mismo tiempo que me reconfortaba con una voz de fina modulación, si bien curiosamente cavernosa y hueca, que era el más amargo enemigo del alma, y había hundido su fortuna y perdido todos sus amigos en una vida consagrada a extravagantes experimentos para su desconcierto y extirpación.
Algo de fanático benevolente parecía residir en él, y divagaba apenas mientras sondeaba mi pecho y mezclaba un trago de drogas adecuadas que traía del pequeño laboratorio. Evidentemente me encontraba en compañía de un hombre de buena cuna, una novedad excepcional en este ambiente sórdido, y se animaba en un inusual discurso como si recuerdos de días mejores surgieran de él.Su voz, siendo extraña, era, al menos, apaciguadora; y no podía entender como respiraba a través de las enrolladas frases locuaces. Buscaba distraer mis pensamientos de mi ataque hablando de sus teorías y experimentos; y recuerdo su consuelo cuidadoso sobre mi corazón débil insistiendo en que la voluntad y la sabiduría hacen fuerte a un órgano para vivir, podía a través de una mejora científica de esas cualidades, una clase de brío nervioso a pesar de los daños más graves, defectos, incluso la falta de energía en órganos específicos. Podía algún día, dijo medio en broma, enseñarme a vivir -o al menos a poseer algún tipo de existencia consciente- ¡sin tener corazón en absoluto!. Por su parte, estaba afligido con unas enfermedades complicadas que requerían una muy acertada conducta que incluía un frío constante.
Cualquier subida de la temperatura señalada podría, si se prolongaba, afectarle fatalmente; y la frialdad de su habitación -alrededor de 55 ó 56 grados Fahrenheit*- era mantenida por un sistema de absorción de amoníaco frío, y el motor de gasolina de esa bomba, que yo había oído a menudo en mi habitación.Aliviado de mi ataque en un tiempo asombrosamente corto, abandoné el frío lugar como discípulo y devoto del superdotado recluso. Después de eso le pagaba con frecuentes visitas; escuchando mientras me contaba investigaciones secretas y los más o menos terribles resultados, y temblaba un poco cuando examinaba los singulares y curiosamente antiguos volúmenes de sus estantes.
Finalmente fui, puedo añadir, curado del todo de mi afección por sus hábiles servicios. Parecía no desdeñar los conjuros de los medievalistas, dado que creía que esas fórmulas enigmáticas contenían raros estímulos psicológicos que, concebiblemente, podían tener efectos sobre la esencia de un sistema nervioso del cuál partían los pulsos orgánicos. Había conocido por su influencia al anciano Dr. Torres de Valencia, quién había compartido sus primeros experimentos y le había orientado a través de las grandes afecciones de dieciocho años atrás, de dónde procedían sus desarreglos presentes.
No hacía mucho el venerable practicante había salvado a su colega de sucumbir al hosco enemigo contra el que había luchado. Quizás la tensión había sido demasiado grande; el Dr. Muñoz lo hacía susurrando claro, aunque no con detalle, que los métodos de curación habían sido de lo más extraordinarios, aunque envolvían escenas y procesos no bienvenidos por los galenos ancianos y conservadores.Según pasaban las semanas, observé con pena que mi nuevo amigo iba, lenta pero inequívocamente, perdiendo el control, como la Sra. Herrero había insinuado.
El aspecto lívido de su semblante era intenso, su voz a menudo era hueca y poco clara, su movimiento muscular tenía menos coordinación, y su mente y determinación menos elástica y ambiciosa. A pesar de este triste cambio no parecía ignorante, y poco a poco su expresión y conversación emplearon una ironía atroz que me restituyó algo de la sutil repulsión que originalmente había sentido. Desarrolló extraños caprichos, adquiriendo una afición por las especias exóticas y el incienso Egipcio hasta que su habitación olía como la cámara de un faraón sepultado en el Valle de los Reyes. Al mismo tiempo incrementó su demanda de aire frío, y con mi ayuda amplió la conducción de amoníaco de su habitación y modificó la bomba y la alimentación de su máquina refrigerante hasta poder mantener la temperatura por debajo de 34 ó 40 grados*, y finalmente incluso en 28 grados**; el baño y el laboratorio, por supuesto, eran los menos fríos, a fin de que el agua no se congelase, y ese proceso químico no lo podría impedir.
El vecino de al lado se quejaba del aire gélido de la puerta contigua, así que le ayudé a acondicionar unas pesadas cortinas para obviar el problema. Una especie de creciente temor, de forma estrafalaria y mórbida, parecía poseerle. Hablaba incesantemente de la muerte, pero reía huecamente cuando cosas tales como entierro