En
un día como hoy, con la diferencia que llovía
con bastante intensidad, hace cuarenta y nueve años
que pisé tierra argentina como emigrante, junto con
mi esposa Teresa y nuestros tres hijos Maricarmen (8), Francesc
(4) y José María (1).
Fueron
varias las razones que nos movieron a tomar tan trascendental
decisión: la dura situación económica
de post guerra, el hecho de que ya estaban acá los
padres y hermanos de Teresa, la situación floreciente
de este país en aquellos momentos, la incierta situación
geopolítica en la Europa desvastada también
por la terrible guerra que había terminado hacía
poco, todo ello, unido a mi espíritu un poco aventurero,
fueron los ingredientes que movieron el fiel de la balanza
de la determinación.
La
verdad, nunca me arrepentí de haberlo hecho, pese a
las dificultades actuales tan desastrosas. No me gusta vivir
pendiente de los “si hubiera…”, pienso que se
tiene que vivir la vida tal como viene, procurando poner la
parte correspondiente para que sea lo mejor posible.
Nuestra
meta primordial, formar una familia, proveer de buena educación
a nuestros hijos y un bienestar económico para todos,
puede decirse que lo conseguimos, a pesar de algunos trances
que tuvimos que sortear; las flores más olorosas siempre
tienen sus correspon-dientes espinas; con paciencia y con
más o menos esfuerzo, las hemos ido evitando.
Lo
que más duele es el gran vacío sentimental que
se produce en el alma. El inconsciente contacto diario con
los seres queridos, con los amigos, con tu ciudad, con sus
costumbres, lo peor ha sido el no haber podido ver jamás
a mi querida madre, desde aquella noche triste que pasé
junto a ella, que nunca tuvo una queja para mí, a la
que dejé tantos tiempos sin mis noticias que, la pobre,
esperaba ansiosa cada día desde mi partida. Yo, desdichado
de mí, fui alargando sin darme cuenta, los tiempos
silenciosos entre mis cartas, poco a poco, sumergido en la
lucha diaria para nuestra subsistencia y los gastos de la
casa, mis viajes para atender a mis clientes, pueden ser excusas
de mal pagador, como solíamos decir; solo me quedó
el consuelo de que la última que le escribí,
recuerdo muy bien, larga, amorosa, renovándole mis
puros sentimientos hacia ella, le llegó pocos días
antes de morir y mi hermano Ramón, se la puso entre
sus manos, para que la llevara consigo en su viaje a reunirse
con su siempre adorada Virgen de Fátima. Y yo, desgraciado
de mí, no pude ir a consolarla en su amorosa carencia,
ni darle ninguno de los amorosos besos que le mandaba constantemente
desde el fondo de mi corazón.
¿Valía
la pena pagar tan alto precio por lo conseguido? Hoy me encuentro
en la misma situación, a la inversa; hoy se nos va
a lejanas tierras en busca de una paz y tranquilidad que aquí,
en estos nefastos tiempos le es negada, nuestro hijo menor,
José María. Le ofrecieron un puesto muy importante
en la Universidad Massey de Nueva Zelanda, en muy buenas condiciones
económicas y él lo aceptó, contentos,
mejor digamos consolados, de que pudiera empezar una nueva
vida en mejores condiciones y pudiera desarrollar en plenitud
sus conocimientos e investigaciones, sin trabas de ninguna
especie.
Hoy
comprendo mejor lo que sufrió mamá por nosotros
al alejarnos, al esperar unas noticias que tardan en llegar,
al sentir constantemente este vacío que se ha producido
en el corazón. Pero, estamos contentos al ver que les
va muy bien, gracias a los modernos medios de comunicación,
que no había antaño, que nos permite recibir
muy frecuentes noticias. Ya nos han anunciado que vendrán
los dos a pasar con nosotros todo el mes de diciembre, cosa
que nos ha levantado el ánimo y creado una tierna espera
para estar con ellos nuevamente.
Cada
una de las lágrimas que humedecen mis ojos hoy, quisiera
que pudiera secar una de las muchas que derramó mi
madre por nosotros. Desde donde esté, sé que
habrá perdonado mis involuntarias falencias y estará
orgullosa de los nietos que le di, que a su vez le dieron
las cuatro maravillosas biznietas que no consiguió
ver en su vida terrenal.
José
Turull Bargués,
22 setiembre de 2002