JOSE
MARCHENA (1796 -1821 )
Escritor español
POEMA
EPISTOLA
DE ABAELARDO
A HELOISA
¡Oh
vida, oh vanidad, oh error, oh nada!
¿Qué me quieres, bellísima Heloísa?
¿Por
qué tu voz se escucha en esta tumba,
morada
eterna de pavor y muerte?
De
un Dios celoso los preceptos duros
tan
sólo aquí se siguen, de natura
las
suavísimas leyes olvidando;
amar
es un delito. Sí, Heloísa;
Dios
veda que te adore a tu Abaelardo
y
sople el fuego que en tu amor le inflama,
el
fuego que discurre por mis venas,
que
mi triste corazón abrasa.
¡Terrible
suerte! mis verdugos crudos
mis
órganos helaron, y la ardiente
llama
que el alma mísera devora
no
encuentra desahogo. Me consumo
en
rabiosos esfuerzos impotentes,
los
cielos y la tierra detestando.
Eterno
Ser, cuyos milagros canta
el
vulgo ciego ante el altar postrado,
del
engaño riendo el sacerdote,
¿quieres
verme rendido ante tus aras?
Vuélveme
el sexo, y canto tus grandezas.
Melancólico
libro, que dictado
fuiste
sin duda por un alma triste,
Biblia,
que haces de Dios un cruel tirano,
tú
serás mi lectura eternamente.
¡Oh,
cómo me complaces cuando pintas
los
hombres y animales fluctuantes
en
el abismo inmenso de las aguas
clamar
en balde por favor al Cielo,
y
la vida exhalar en mortal ansia!
Todo
el linaje humano, reprobado
por
el leve delito de uno solo,
me
muestras arrastrando sus cadenas,
y
condenado a enfermedad y muerte.
Mi
gozo es retratarme estas ideas.
La
desesperación fundó los claustros;
ella
aquí me ha arrojado. Yo detesto
de
los hombres, de Dios, y de mí mismo;
de
Heloísa también: sí, de Heloísa.
Yo
fragüé tus cadenas, yo tus votos
te
forcé a pronunciar, yo te he arrancado
del
mundo que adornaba tu hermosura.
Odia,
abomina este execrable monstruo,
que
marchitó la más lozana rosa,
y
en capullo cortó la flor más bella.
La
desesperación ante mi lecho
hace
la ronda, y en mi pecho anida
la
mortal rabia; a mis cansados ojos
jamás
se asoma el llanto, Di, Heloísa,
si
reconoces tu infeliz amante
en
tan fatal estado. Fueron tiempos
en
que enjugaba compasivo el lloro
del
triste que aliviaba en sus desdichas.
¡Cuántas
veces mis lágrimas regaron
tus
mejillas, la suerte lamentando
del
que la desventura perseguía!
La
dulce compasión ya no se alberga
en
este corazón, más que la roca
por
el sumo dolor empedernido,
y
hasta el consuelo de llorar me quita
la
bárbara y cruel naturaleza.
Los
celos y la envidia macilenta
son
las pasiones que mi pecho ocupan,
y
hasta del Dios que sirves tengo celos.
Cuando
imagino que en el templo augusto
a
Dios das un amor que a mí me debes,
execrando
sus leyes sacrosantas,
el
rival me declaro del Eterno.
El
mundo todo contra mí conspira,
y
todo me aborrece mortalmente;
yo
vuelvo mal por mal, guerra por guerra.
Los
monjes que sujeta a mis preceptos
la
vil superstición y el fanatismo
son
con cetro de hierro gobernados;
todos
ven en su abad a un enemigo.
La
penitencia austera, amargo fruto
de
desesperación que el pueblo mira
cual
dádiva de Dios, y que los Cielos
airados
en su cólera reparten,
en
mi semblante mustio se retrata.
Ceñido
de cilicios, soy yo propio
el
más crudo enemigo de mí mismo,
sufro
mil tormentos que me impongo.
Debajo
de mis plantas miro abierto
un
abismo de penas y de horrores,
y
la muerte afilando su guadaña
amenazan
su tremendo golpe.
Hiere;
y descenderé tranquilamente
a
la mansión eterna del espanto.
¿Del
tirano que rige a los mortales
la
rabia omnipotente puede acaso
castigarme
con penas más horribles?
Allí
yo te veré, veré a Heloísa,
aumentará
tu vista mi tormento,
tu
vista que otro tiempo fue mi gloria.
Mi
corazón se oprime; no me es dado
contemplar
a mi amada en la desdicha.
Jehováh,
que de contino en balde imploro,
si
víctima tu saña necesita,
descarga
sobre mí: ve aquí mi cuello.
Tú,
amada, vuelve al mundo que dejaste;
ve,
torna a las pasadas alegrías,
de
un esqueleto olvida las memorias,
vil
juguete de Dios y de los hombres.
Si
quieres ser feliz huye del claustro;
renuncia
de los votos imprudentes
que
no pudiste hacer; rompe tus grillos.
El
hombre jamás pierde sus derechos;
cobrar
la libertad es siempre justo.
Dios
eterno, perdona mis delirios.
Tú
me has hecho apurar hasta las heces
el
cáliz del dolor y la ignominia;
¿y
querrás que mi grito no resuene
y
que sufra en silencio el crudo azote?
¡Oh,
cuán tremendo es Dios en sus venganzas,
si
no permite al infeliz ni el llanto!
¡Oh
tú que en otros tiempos animaste
este
cadáver que ante mí contino
retrata
los horrores de la muerte,
espíritu
que habitas las regiones
por
siempre impenetrables a los vivos,
ilumina
a un mortal extraviado
que
confusión y escuridad rodea!
¿Qué
orden nuevo de cosas nos aguarda
en
el reino espantoso de los muertos?
¿La
miseria, el dolor, persiguen siempre
a
los humanos tristes, y se ceban
en
las cenizas yertas del difunto?
¿o
es la huesa el camino de la dicha?
¿o
más bien todo con la vida acaba?
Perseguido
de ideas funerales,
la
muerte miro como un trance horrible
que
me ha de conducir a nuevas penas.
A
veces en mis sueños me figuro
que,
conducido por un caos inmenso,
soy
presentado al trono del Muy Alto,
y
el resplandor que en torno le rodea
me
hace caer a tierra deslumbrado;
que
me levanta el rayo fulminante,
y
que el ángel tremendo de la muerte
la
senda del Averno me señala,
y
en la región del luto soy sumido,
condenado
a tormentos sempiternos,
do
son perpetuamente los humanos
víctima
de las iras implacables
de
un tirano cruel y omnipotente.
Despavorido
me despierto, al Cielo,
a
ese Cielo de bronce, alzando en balde
mis
ayes doloridos y profundos.
¡Jesús,
santo Jesús!, tú que quisiste
morir
crucificado entre ladrones;
mártir
de la virtud, que el vulgo adora
como
deidad, y que venera el sabio
como
el más santo y justo de los hombres;
que
contemplando el orden de los seres
admiras
el gran todo, y las flaquezas
del
humano linaje compadeces,
que
evitó siempre tu virtud severa;
si
las preces del justo pueden algo
con
ese Dios que tú anunciaste al mundo,
suplícale
que alivie mis quebrantos;
la
desesperación que despedaza
mi corazón, que desvanezca luego
un
rayo de su gracia poderosa.
¿En
qué pudo ofenderle un desdichado
que
amaba la virtud, que así le priva
de
gozar por jamás algún contento?
Aparta
ya, gran Dios, de mí tu soplo,
súmeme
de una vez en el sepulcro,
y
corta el hilo de tan triste vida.
Vosotros,
monjes, que he mortificado
hasta
haceros la vida detestable,
¿no
tomáis la venganza? ¿qué os detiene?,
¿o
queréis que respire en mi despecho?
Vosotros,
que el silencio de las celdas,
la
soledad medrosa de los claustros
y
el lúgubre pavor del cementerio
excita
a los proyectos más atroces,
espíritus
crueles que endurece
contra
la humanidad la penitencia:
vosotros,
que encendisteis las hogueras
del
fanatismo y el puñal agudo
clavasteis
en el pecho del hereje,
que
convertís a Dios a sangre y fuego,
apurad
contra mí vuestros horrores.
¿Qué
pena da a los monjes un delito?
¿Son
éstos, Heloísa, de tu amante
los
süaves coloquios? ¿Dó se fueron
las
deliciosas noches ¡ay! pasadas
en
brazos del placer, cuando Heloísa
templaba
con sus besos amorosos
el
ardor de mi llama? ¡Suerte horrible!
Del
deleite supremo el dulce cáliz
me
dio a gustar natura, porque sienta
el
valor infinito de la dicha
y
el peso del dolor intolerable
que
para siempre morará conmigo.
Ya
no invoco la muerte, que huye lejos
del
mísero que vive en los ultrajes.
Ni
el cuchillo cruel de mis verdugos
ni
mis suplicios, ni mi austera vida,
ni
mi ayuno continuo, ni mis duelos,
nada
basta a arrojarme en la fría tumba.
Las
sombras pavorosas de los muertos
rondan
en derredor de mí contino,
y
a habitar me convidan sus mansiones;
en
balde; que el destino aborrecido
me
tiene fijo a la enemiga tierra,
y
huye la muerte cuando yo la toco.
¡Oh
Señor! ¿para cuándo señalaste
el
término a mis días tan ansiado?
¿Me
has de dejar sufrir eternamente?
¿quieres
que publique tus loores
de
la horrible desgracia perseguido?
Quebranta
las cadenas que sujetan
mi
cuello a la pasión; libre me hiciste,
tórname
en libertad, tu don conserva.
Amada,
oyó mis votos el Eterno.
La
dulce calma vuelve a mis sentidos.
Ya
va a herirme la muerte, y ya el descanso
de
mis fatigas acercarse miro.
En
el seno de un Dios, de un padre amante
de
sus criaturas, las delicias todas
me
aguardan de consuno; que en tus brazos
solamente
gusté su vana sombra.
Aquí
de los humanos los delirios
desparecen
por siempre; un Dios piadoso
perdona
a los errores invencibles
que
graba la crianza en nuestras almas.
Felicidad
y dicha inalterable
habitan
las regiones fortunadas,
que
de monstruos horrendos puebla el hombre.
Aquí
nos hallaremos, Heloísa,
nuestras
almas con amor más tierno
se
estrecharán en lazo indisoluble.
Vive
feliz, y piensa en tu Abaelardo;
tu
amor causó sus glorias y sus penas,
y
ni en la postrer hora te ha olvidado.