LA ARAÑA DE ORO
Delfina Acosta
Como a las tres de la tarde, mis vecinos venían apareciendo por la casa. Era la hora de los pájaros de color añil, que picoteaban las moras y las limas, colgadas de sus gajos, junto al aljibe.
Adolfina iba al rancho de la vecina, doña Pablina, para enterarse por boca de ella de las apariciones de los pomberos; era de charlar todo el rato pues quedarse callada le causaba tos.
No quedaba nadie en el hogar. Estaba pues a mis anchas, y mis amigos, dueños de la ausencia, se sentaban cómodamente sobre las silletas, alargando las piernas, y reclinando las cabezas sobre el pensamiento de una mala acción que nos pudiera entretener.
Los jueves hacía sorteos de las pertenencias de mi madre. La suposición de una reprimenda estaba lejana pues era mujer distraída; la fecha tenía para ella la forma de una máquina diabólica, de un engranaje astrológico que nunca estaba a su alcance pues cada día preguntaba: ¿Qué día es hoy?
Cuántas prendas desaparecían en un santiamén: monedas bolivianas, escapularios viejos, pulseras de fantasía, botones de huesos dorados, estolas de chinchillas…
Mi hermana, Leny, no se metía en mis travesuras, pues me llevaba cinco años; además consideraba que mis empeños eran carentes de invención; sin embargo, enfrentados a los juegos solitarios que mi padre imponía, mis entretenimientos, por su sola desobediencia a la regla, eran la mar de divertidos.
Revisando las pertenencias de mi madre, encontré un prendedor de oro en forma de arácnido, de patas rojas y de gran tamaño. Era como la vieja araña que solía dejar caminar por mi brazo cuando me quedaba sentada, escondida detrás de los plátanos, mientras mis amigos me perseguían, sudorosos, por la plantación.
Decidí jugar a los sorteos.
Debían escribir sus nombres en un pequeño pedazo de papel y estrujarlo y arrugarlo hasta convertirlo en una bolita.
Las bolitas fueron echadas una a una en una cesta.
– Y no hagan trampas. No anoten sus nombres dos veces – les advertí.
Es que ellos eran tramposos por todos los rincones de su persona. Pero – precisamente – aquellas trampas suyas le daban una carátula de mafia al juego, haciéndome sentir la emoción de que me divertía con mis propios adversarios.
Cuántas veces nos trenzábamos en discusiones violentas, acusándonos los unos a los otros de cometer fraudes.
Bajo la amenaza de un severo castigo, les exigía que el juego se ajustara a las normas. Mas he aquí que las trampas superaban sus promesas de obediencia y acabábamos envueltos en palizas que por su mismo entrevero venían a pasar por otro juego más.
Zas, un tirón del cabello a Felicita, provocaba sus risas.
Otro tirón más fuerte, le hacía reír y llorar.
Los tirones de pelo nos llevaban a la verdadera alegría de la niñez.
Llegó el momento en que sorteé el prendedor con forma de araña.
Revolví las bolitas y puse los ojos en blanco para causar suspenso entre mis amigos.
Eso de las impresiones, de revolcarnos en el piso como poseídos por el diablo, de hacer como que ya estábamos por exhalar el último suspiro, nos llevaba a los límites del cansancio y de la tos.
Inocencio sacó la bolita de papel de la cesta, con los ojos y las narices cerrados.
Matías, haciendo sonar con un cucharón una cacerola de aluminio, imitó un redoblar de tambores, muy a propósito con el golpe de suerte que caería sobre la cabeza del ganador del sorteo.
Todos ponían los ojos en blanco, y el olor del limonero era fuerte, y los estambres y escarpelos de las flores hablaban en su propio aroma en aquel aire impregnado de fiebre. No recuerdo quién ganó.
La cosa es que hubo trampa, como siempre, y se armó un lío grande que causó, sin embargo, alegría colectiva.
Aquí nadie sale perdiendo – dije.
Decidí que quien adivinara el número que tenía en mente, se llevaría la araña de oro.
Otra vez los ojos en blanco. Nuevo redoble de tambores.
¡El trece! – gritó Amada. Ganó. En realidad, yo no había pensado en ningún número, pero había resuelto premiar a Amada por una cuestión de simpatía instantánea.
A la noche, y a la noche siguiente, y durante el año, y después de todos los años que se iban amontonando, mi madre no se dio por enterada de la ausencia de su joya.
Me hubiera gustado que supiera y me diera una bofetada. Pero así era ella. Una mujer distraída y ausente en la tierra, mientras su hija crecía en malicia, astucia y bellaquería.