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El equilibrista
Acosta, Delfina

EL EQUILIBRISTA
DELFINA ACOSTA

No se habían casado. Concepción tenía setenta años y Magdalena setenta y cuatro.
Lo que se dice noviazgo, jamás conocieron, pues cuando fueron mozas eran de tener vergüenza. De modo que Concepción, quien a los quince tenía la misma longitud de su cama y lucía una dentadura perfecta, no se dejó besar por hombre alguno. Su madre le había asegurado que después del beso llegaba el apocalipsis, el fin de los cuerpos celestes en la bóveda azulada. Esas cosas se estilan contar a las niñas.

A Magdalena un hombre le respiró en la cara. Cayó confusa sobre la sombra masculina ante el olor del aguardiente, de la destilación espiritosa del vino. El marinero le decía profecías. Magda, al escucharlo, sabía que le estaba mintiendo, pero se dejaba mentir, pues nunca nadie había faltado a la verdad, bajo juramento en nombre de Dios, por ella. Le habló de sus días en el mar, de sus noches eternas, oscuras, sumergidas en salmuera, y le recordó su soledad abrumadora, tumbado siempre sobre el espinazo, sobre la cubierta del barco, sin ver a una estrella caer.
Le juró que ella era como una estrella cayendo del cielo, pues lo dejaba así, en estado de suspenso. Y agradecido al cielo de su suerte.

Después de aquel breve romance pasaron muchos años solitarios.
Ahora ambas tejían, junto a la ventana. Y viviendo de la vida de los demás.

De vez en cuando pasaba una persona por la calle y era como si alguien se matara y el estampido del tiro de revólver sonara detrás de la misma puerta. Se levantaban, entonces, apresuradamente, y fijaban sus ojos llenos de curiosidad y de atrevimiento en el personaje callejero.

– Pero si es Benito.
– No deberían dejarlo salir todavía.
– Tal vez fue sólo un invento de su tutora que un rayo cayó sobre su cabeza. Anastasia quiere tener encerrado al joven durante toda la vida.
– Si el pueblo llegara a saber alguna vez cuánta gente encerrada hay en su casa se indignaría grandemente.
– Nosotras mismas vivimos en una prisión. Cuarenta años tras los barrotes de la ventana, viendo al pueblo pasar.
– A paso de gente vieja.
– De gente vieja y enferma.

Mientras hablaban, un gato angora, instalado dentro de una cesta de varillas de sauce, jugaba con un carretel. Como al descuido, dejaba caer sobre ambas mujeres sus ojos relampagueantes. Dumas se llamaba y era muy mimado por Concepción, quien lo tenía por inteligente; en una ocasión se había tumbado sobre la alfombra de lana haciéndose el muerto durante tres días y tres noches. Repitió el acto en cuatro oportunidades más. Encogía las patas y adoptaba la parálisis patética de una cucaracha muerta para despertar desconsuelo; las hermanas le hacían el juego diciendo: “¡Pobre Dumas. Tan bueno que era; pobrecito; ya no vive más!”

Concepción solía comentar que aunque el minino jugaba con las pelotas de espartos y cordones, no hacía otra cosa sino prestar atención a su conversación, guardando las historias de la gente en la picazón de su conciencia.
El viento soplaba con fuerza en la calle.
Se creería que un hombre silbaba al pasar.
Pero nadie pasaba.
Y si alguien pasaba, se cubría acaso con su propia sombra, para guarecerse de ese Sol abrasador que obligaba a la gente a quedarse metida en su casa.
Ni un alma.
Solamente la vacilación de las sombras en los caminos de arena y los estorninos que a la primera cuenta del aullido de los árboles gibosos se largaban a volar en dirección al alambrado eléctrico.

Magdalena pronunció el nombre de la señora Amparo.
Era ella una mujer triste, que no hubiera querido engañar a su esposo, aunque él le llevaba veinte años y a menudo se hallaba entrando y saliendo de las posibilidades de coser un sastre a la medida del cliente, lo que le costaba cálculo y desesperación.
– Pobre, Amparo, pobrecita; murió tan mal – suspiró Concepción.

– ¿Qué locura es esa de decir que ha muerto? Vive. Es una mujer descocada. Se cuenta que está enamorada de un poeta. Y claro, el poeta le escribe cosas raras haciéndole sentirse hermosa. Quien confía en la palabra de un poetastro termina creyendo que es bella, así, tal cual dicen los versos del soneto con estrambote, o sea, blanca con los ojos renegridos como la noche gitana y las mejillas rozadas por los pétalos del cuarango. Tengo miedo de los poetas. Meten la bruma en la sala, en la cocina, en el patio, en el comedor, en todas las habitaciones de la casa. Son gente enferma y diestra en disimular su tos. Comen como pájaros hambrientos. No hay que invitarlos a cenar jamás.

Yo sólo cumplo con escribir.
Concepción insistió diciendo que Amparo había muerto hace tiempo. Incluso recordó la fecha de su deceso. Esa insistencia provocó la ira de Magdalena quien dejó la bufanda de lana que estaba tejiendo sobre el sillón y se acercó violentamente a la ventana.

El viento soplaba con más fuerza en la calle.
– Pues mírala. Está allá, frente a su casa.
– Si tú lo dices. Ya sabes que tengo los ojos muertos y la memoria sin color.
– Parece lista para ir a alguna parte. Se ha puesto un traje enterizo escotado, de apariencia azul. Su sombrero está por volar lejos; una tormenta de arena ha caído sobre ella.
Amparo era de salir – siempre – bien vestida y con un abanico de sándalo. Casa adentro solía ponerse esas batas grises que usan las mujeres con catarro y fiebre. Pero apenas ponía un pie en la vereda, sorprendía a los vecinos, pues la luz envolvente del sol estallaba en su blanca espalda descubierta y el viento levantaba su pollera.

El sastre vivía rodeado de perros; eso la fastidiaba.
Se sentía enojada con aquellos animales flacos, sarnosos, con el alma afuera, que iban corriendo tras los ladridos de los demás y sabían el mandamiento: “¡Te digo que te calles !”, aunque hacían como si no lo escucharan, pues cuanto más se los mandaba a callar más se echaban a ladrar.
Su marido hablaba con las bestias; movían las colas cual si fueran campanillas de Epifanía.
Moisés, el ovejero de los ojos atravesados por las nubes, se solía tumbar sobre el piso quedándose quieto como si estuviera muerto durante un día; había aprendido a pasar la pata bajo el entrenamiento de su amo; luego, lo de hacerse el difunto, corrió por su cuenta.
Blás mimaba por demás a los canes. A ella le daba los huesos pelados, es decir, una conversación flaca, pálida, ojerosa, aunque atenta y considerada en algunos que otros párrafos. Por ejemplo: “¿Te has dado cuenta, querida, que el clarinetista se ha calmado, pues ya deja dormir a la vecindad por las noches?”.
Amparo buscó el amor en un equilibrista. Vale decir que desde el vamos, se jugó por un romance rajado por el peligro.
Vestida con un conjunto verde de corte clásico, había ido durante varias noches al circo para reír de los payasos que jugaban a resbalarse en la niebla del talco, del silicato de magnesia.
Los artistas caían y se volvían a levantar para ese público triste, para aquellas mujeres de miradas que se prendían y se apagaban con debilidad, como un quinqué viejo, para aquel pueblo que aguardaba año tras año, con un boleto en la mano, el inicio de la función, como se espera un tren que ha de dar la vuelta entera al mundo regresando al punto de partida en sesenta minutos.

Amparo se divertía observando a los enanos disfrazados de gnomos. Pero luego, al ver al equilibrista arriba, tan arriba, caminando sobre una cuerda, sin red alguna debajo, empezó a amarlo.
Rogaba al cielo que no fuera a estrellarse contra la pista. Sus compañeros lo llevarían rápidamente a un sitio sin luz para evitar un espectáculo inesperado al público que pagaba por una noche de entretenimiento, de magia y de alegría.
Quién sabe… Tal vez devolverían las entradas.

Comiéndose las uñas, clavaba sus ojos en aquel hombre que se burlaba de la muerte en las alturas mientras abajo los tambores sonaban a tragedia, a susto, a impresión repentina, a ruidos de cascos de caballos de la milicia sobre un empedrado mojado por la noche lluviosa.

Se enteró de que al equilibrista no le importaba caer al suelo. Su existencia, en realidad, no era otra cosa sino una ficción, un número más del espectáculo circense, una atracción que llevaba seis puntos de ventaja al espectáculo del liliputiense quien sacaba del bolsillo de su saco un centenar de salamandras.

Había perdido el gusto por la vida (se comentaba) desde que la gitana que echaba las cartas de amor le confesó, como a un cliente más, durante una tarde de luceros parejos, que huiría con José Velázquez, el brinquiño que se transformaba en águila cada noche.
Amparo se enamoró. Él no podía saberlo. Su amor era un amor de circo.
Iba día tras día a verlo.
En una ocasión, cuando las palomas echaron a volar ruidosamente entre el público, se acercó temblando desde la cabeza hasta los pies a él. No hizo más que clavar su mirada en Armando; aquello ya era demasiado, desde luego, pues sus ojos se llenaron de lágrimas. Él tenía la mirada apagada y las cejas pintadas con carbón. Ella era la copia de una mujer aparecida detrás de una ventana recientemente mojada por el aguacero.
Le dijo que lo amaba.
Le pidió que no se fuera a resbalar.
– Yo no moriré en la pista, sino en una habitación con olor a cataplasmas y a mixturas emolientes. Agonizaré en un lecho, de una enfermedad que comienza por roer la columna vertebral de los seres humanos – le confesó.
– Pero es que usted se arriesga tanto. Si usara una red…
– ¿Quién le mandó a amarme?
– El hecho de que no toleraría verlo morir.
La noche del domingo fue triste para el pueblo pues se asistía a la función final de aquellos seres circenses, tal vez gitanos melancólicos, que sacaban del temor a los silbidos de disgusto, del descontento de un sector, de la reprobación de una gradería del público, la excelencia artística, la puntuación perfecta.

Había gran cantidad de niños perdidos. Los había de ojos azules y cabellera rubiácea, que no recordaban sus nombres. Lloraban.
Pero los niños perdidos siempre lloran en el circo.

Un grande aplauso final coronó la actuación de los payasos, de la mujer traga-llamas, del hombre encantador de pitones y demonios, del mago que guardaba debajo de su sombrero aves del paraíso y del domador de tigres de listas azules y violáceas en el lomo.

Al día siguiente amaneció nublado; la carpa ya no estaba en el parque. Y el pueblo se hallaba desolado como un solo hombre en la plaza desierta.
Amparo debía esperar un año para volver a encontrarse con aquel equilibrista que guardó su corazón, convertido en naipe, en su bolsillo.
Empezó a vagar por las calles. Se hizo parte de un viento, de una tormenta de arena, y luego, de un deslumbramiento.
Sentado debajo de un árbol de laurel lo vio.
Sobre sus cabellos caían pizcas de luz solar.
Corrió a su encuentro.
– ¿Qué hace usted aquí? – dijo con una fina tira de voz.
– Pensé que te debía al menos una despedida – le tuteó Armando.
– No te vayas. Digamos que si vas a irte me llevas.
– Será difícil. Tendrás que acostumbrarte a hacer un número quizás injusto para ti.
– Deja el circo, amor mío.
– No me imagino haciendo otra cosa que no sea caminar sobre una cuerda delgada. Y tú no podrías superar el número de Ágata; ella es capaz de doblarse en varias partes hasta convertirse en una hoja sensitiva; entonces, zas, atrapa a los insectos.
– ¡Eso no puede hacer nadie!
– Así pensábamos todos en el circo cuando se presentó durante una tarde de junio ante el patrón, con un frasco de vidrio donde se mezclaban cocuyos, grillos, sanjuaneros, langostas y libélulas. Dijo lo que sabía hacer; nos miramos con el descreimiento y la desconfianza propios de quienes son engañados en sus mismas narices. Cierto es que estamos acostumbrados a presenciar desde pequeños números fantásticos; total cada uno de nosotros es un genio que la humanidad desprecia; sólo tenemos cabida en los espectáculos. Pero aquello de convertirse en una hoja y atrapar insectos…
Ágata terminó de fumar un cigarrillo de menta y luego hizo su rutina frente al patrón. Era para no creer.
Y cuando hacía sus funciones, después del acto de la mujer crisálida, no creíamos en sus movimientos, en su arte divino, en su mágico poder, y el público tampoco creía hasta que todos nos fuimos acostumbrando simplemente a no creer.

Nadie estaba en la calle.
El mismo pueblo parecía un baldío.

Las lagartijas se deslizaban por las paredes de las casonas donde prendían malezas de espinas blancuzcas y frutas venenosas.

Las hermanas tejían laboriosamente.
Magdalena tenía los ojos clavados afuera.

Concepción se llenaba la boca hablando mal de Amparo. No le agradaba su manera de caminar. Decía que daba la impresión de que venía pisando mal los peldaños de una escalera, que parecía estar a punto de caer en los brazos de un caballero con quien se toparía a la vuelta de la esquina.
Amparo odiaba a los perros de su esposo. Los miraba con desagrado. Y las bestias hacían lo mismo.
– Creo que Amparo es una mujer un tanto melancólica. Y la melancolía es…, ya sabes, algo propio de las mujeres que siempre inventan dolores de cabeza – sentenció Concepción.
Yo sólo cumplo con escribir. No me puedo hacer cargo de la vida o la muerte de nadie.
La calle del pueblo estaba como siempre, lampiña.

Las hermanas tenían los rostros que se colocan las personas recién enteradas del fallecimiento de alguien conocido, quizás un vecino. Y, ciertamente, acababan de enterarse de la noticia. En sus rostros aparecía y desaparecía una expresión amarilla de sorpresa y de alegría a la vez. Los rumores de una muerte extraña hacen que la rutina se rompa en dos mitades perfectas y se busque saber cómo, cuándo y de qué manera sucedió el hecho. Por supuesto, no habiendo respuesta para el cómo, cuándo y de qué manera, la sospecha empieza a calcular por su cuenta. Y a caminar como un arácnido que tapiza con seda su vivienda.
– Pudo haber sido que buscaba morir ya, harto de la existencia, del techo, de las paredes, del olor nauseabundo del boj.
– No tenía problemas económicos.
– Amparo tal vez le dijo que deseaba dejar la casa.
– Los hombres se ponen felices cuando sus mujeres se mandan a mudar.
Se supo en el pueblo que dos individuos encapuchados entraron en la casa del sastre. Eran esa clase de sujetos acostumbrados a meterse con oficio en el domicilio ajeno y cometer el crimen atroz y horrendo de la media noche.
Los perros no fueron a ladrar pues ya habían hecho camaradería con los asesinos. Esas cosas ocurren. Un día, y otro día, y también otro día, le silbas a la bestia. Le das un hueso. O le acaricias la cabeza y el lomo. El animal se complace grandemente, te toma confianza, cree que eres su nuevo dios y mueve, alegre, la cola al verte.

La viuda, es decir, Amparo, lloró cuanto debía llorar ante la muerte de aquel hombre que no sabía, que nunca supo que su corazón se había convertido en un nubarrón lleno de lluvia y de aire impregnado de ozono, después de la mudanza del circo.
Llorar la sanó un poco, como el llanto sana a las niñas.

Se quedó en la casa, sola, con los perros.

Hizo lo que su marido solía hacer cuando estaba vivo y el mundo le quedaba poco para su sabiduría de hombre viejo y cansado: conversar con los animales. “Polo, si te portas bien, te voy a cubrir esta noche con mi cabriolé”. “Laika, no sigas ladrando a los gatos, total ellos están encima del tejado”. Ninguna filosofía; simple conversación.
Los animales tomaron por su cuenta aquella tristeza de la mujer, empezando, desde luego, por el aseo personal; así pues le lamían los pies fríos, largos y azulados, en un rito sacramental.
Se hubieran quedado durante las madrugadas escuchándola hablar, hablar, si no fuera porque debían ir al patio delantero, a entrar en cólera, a ladrar en balde.
La rama del árbol de agrios movida por el soplo del viento se dejó llevar, lentamente, por los astros titilantes.
Cuando la Luna llega a sacar la cabeza de entre el follaje de los árboles, los seres vivientes se convierten en actores de la noche. Es así que los felinos caminando sobre el tejado de zinc resultan ser grandes ratones que van con el ácido muriático en el vientre a morir a veinte metros de la cocina. Y las hojas no son tales sino plumas sanguinolentas de un pájaro dentirrostro atrapado por una comadreja.

Las solteronas conversaban.

Nacidas para el chisme, estampillaban con su lengua babosa los nombres y apellidos de sus prójimos.
Concepción quiso saber si Amparo vestía ropa de quebranto. Magdalena le contestó, mientras limpiaba sus anteojos, que según las vecinas, la viuda guardaba luto cerrado.

– Pues a mí no me consta – replicó Concepción.
– Mira que eres tonta. Ella sale de noche, como toda la gente del pueblo. ¿Acaso puedes pretender, hermana, distinguir una oscuridad dentro de otra oscuridad?
La mujer vivía encerrada. No se fijaba en los espejos para no reparar en su persona. El cabello se le desparramaba, cubriendo sus ojos, a veces.
Tropezaba con los perros.
Se olvidaba de sí misma.
Las flores se volvían en su contra. No importaba que ella les fuera a hablar con dulce voz y que les echara una canturía. Los jacintos perdían la compostura en su presencia, pues su figura era la de una sombra arrastrada y delgada que parecía atraer sobre sí el remate de un rayo mortal.
Y los fogonazos de un tren.

Un día de lluvia mansa se serenaron las aguas de su espíritu.
Se dejó llevar por la música de la radio, siendo ya florecida la tarde.
Pasaban “La flor de la canela”.
Escuchó noticias del circo.
La voz neutra del locutor hablaba del éxito que la compañía circense iba ganando en sus giras por España, Rusia, Francia, Italia. Ella se preguntaba cómo un circo con la carpa llena de remiendos podía despertar la admiración del público europeo.
Pensó en la morbosidad de la gente.
Ir y ver a un hombre, haciendo equilibrios sobre una cuerda, mientras abajo le aguardaba el vacío; o sea, observar a un artista ganándose la vida al filo de la muerte, bien valía un boleto de quinientos.

Amparo imaginaba los rostros sorprendidos de las gentes, quienes viendo que el equilibrista se salvaba de caer, parecía que ellos también se libraban de morir.
Así funcionaban la vida y la muerte en el circo “La Luciérnaga”.

Frotándose la nariz, Concepción comentó a Magdalena que Joaquín y Luz, quienes llevaban tres años de noviazgo, se habían despedido con un beso final debajo del árbol con forma de bóveda. Magda hizo un gesto de aburrimiento; sabía que muy pronto iban a estar juntos, con el humor alegre y avivado que los llevaría a contar y aprender chistes verdes el uno del otro.
Los casos de arreglos y desarreglos de los novios tenían – siempre – un final tan previsible en el pueblo: Él salía a bailar con otra mujer el merengue y el pericón ante la vista de todos, en la glorieta, o en la playa, junto al río, y ella actuaba bajo los efectos del despecho: arrojaba migas de pan desde el puente a los peces, con la cabeza inclinada sobre el pecho de un caballero.
Total: ambos sufrían por dentro; sus corazones se volvían negros como papeles devorados por el fuego y les salían de los ojos largas llamas de celo volcánico. Al rato, cuando ya creía el pueblo que sí, que esta vez la separación era definitiva, los amantes volvían a tomarse de la mano para caminar, en un tránsito desparejo, por las veredas llenas de musgo y de resolana.
Y después de un tiempo, otra vez la ruptura.
Y luego la reconciliación.
Y el adiós.
Y el volver a estar juntos.
Los pueblerinos sabían de memoria las historias de los romances. Nadie dejaba plantado a nadie por mucho tiempo. Para desencanto de las solteronas, que no encontraban novios ni sosiegos, los noviazgos más borrascosos y anunciadores de tormentas se desataban, finalmente, en una lluvia tranquila.
– Me han contado que Amparo se pone a aullar cada noche – cambió de tema Concepción.
– Venir a entristecer a la vecindad así. Ni que fuera una loba. No hay derecho.
– Es que el amor quema.
La viuda seguía a través de la radio la fama ascendente del equilibrista. Alguna vez iría a caer. Y se haría polvo en el piso. Ni la mujer que comía flores venenosas ni el individuo que se alimentaba de cangrejos cocinados sobre el cagafierro prendido con fuego despertaban el interés de la prensa como aquel sujeto que caminaba sobre la cuerda cada vez más desatento, por cierto, a los pasos perfectos.
El equilibrista fijaba su atención en los rostros atónitos y pálidos de sus compañeros quienes, al asomarse la tardecita e iluminarse el circo con las lámparas a gas, le rogaban que abandonara de una vez por todas aquel número suicida.

El atardecer caía con la lentitud sobre el pueblo.
Ni un alma en la calle. Apenas cuchicheos:
“Sí. Desde luego.”
“No piense que olvidé lo que me dijo.”
“¡Quién lo hubiera creído!”.
Un cerval caminaba sobre el tejado de una pequeña casa pintada con color amarillo.
Alguien parecía caminar. Pero no. Aquello solamente era la sombra de la rama de un árbol agitada por el viento.

– Han dicho en la casa parroquial que el circo llegará el sábado.
– ¿Estás segura?
– Las parroquianas dicen eso.
Amparo se preparó para ir al circo. Ya se sabe que una mujer que va a asistir a una función de cine se pinta el rostro con colores fuertes, casi iluminados y como tomados del cielo estrellado. Definió, pues, una línea azul sobre sus grandes ojos. Y acentuó sus formas con una pollera de cierta transparencia y una blusa de seda verde a la que se le había caído el botón de nácar del escote.

A la noche, el bullicio bajo la carpa era como de mar salido de sí mismo. O sea, de mar que ya no cabía en su sitio.

El maestro de ceremonia presentó al domador de tigres.
Después del primer número, aparecieron las gemelas contorsionistas, quienes se llevaron los aplausos de la multitud.
Yo sólo cumplo con escribir. Quién sabe; a lo mejor me dejo arrastrar por un castellano pagano y sin luces.
Al equilibrista lo tragó la tierra.
El público aguardó impaciente su aparición.
Acaso ése fue su mejor acto: desaparecer.

Un ruido de timbales y de platillos se hizo escuchar cuando un niño pecoso y vestido de etiqueta logró que un perro cruzara tres veces un arco de fuego. Cuántas negociaciones de dulces, de golosinas y de palmadas con las bestias aseguraban el éxito de los diversos actos, aunque a veces algún elefante viejo y desmemoriado se echaba para atrás, negándose a recoger con la trompa a la hermosa, rubiácea y casi transparente odalisca.

Amparo sintió – de repente – la respiración del equilibrista en su rostro.
Su corazón sonaba como el tambor del circo cuando solía acompañar un número de riesgo.
Él acarició sus cabellos y le besó largamente en la boca.
Cesó el redoblar de tambores y el público aplaudió.
Se abrazaron con fuerza.

Es cierto que las promesas de amor que se hacen en medio de la multitud alegre y ruidosa de un circo, se olvidan al acabarse la función, retirarse la gente y apagarse las candilejas.
Con la oscuridad suelen aparecer los duendes, las visiones quiméricas y los fantasmas recordando sus actuaciones más celebradas.
“Iba yo a lanzarme al espacio, cuando apareció el enano Matías, quien hizo una pirueta, una cabriola, arrastrándome consigo por el suelo. Aquel número jamás calculado fue, sin embargo, el más aplaudido. No pude soportar verme liado, mezclado, enredado con la caída de ese enano vestido de globo terráqueo. El público reía. Yo era un artista de prestigio y de presencia, el quinto de la generación Smith – Ulke. Hice el ridículo. Protagonicé lo inadmisible, lo lamentable. Por esa razón me pegué un tiro en la sien, un domingo a la tarde, en una estación ferroviaria de Buenos Aires ”, comentó el fantasma Francisco Umbral desde la bruma de su cigarrillo parpadeante, al fantasma de un caballero vestido de frac.

Mientras las apariciones, los gnomos y los fantasmas hablaban, Amparo y el equilibrista conversaban mirándose a los ojos.
Las hermanas Concepción y Magdalena aseguran que fueron felices.
Tuvieron un hijo. El pequeño hacía las mejores cabriolas y volteretas que jamás se vieron en el pueblo.
Nació para el aire, de hecho.

08 04 2010