JOSÉ
MARÍA DE PEREDA
El
sabor de la tierruca
(fragmento)
» A todo esto, los plúmbeos nubarrones se Iban
desmoronando en el cielo, y extendían su zona tormentosa,
cárdena y fulgurante, hasta la misma senda que recorría
el sol en su descenso; y cuando un rayo de sol lograba rasgar
los apretados celajes y caía sobre los entrelazados
grupos de los combatientes, relucía el sudor en los
tostados rostros manchados de sangre y medio ocultos bajo
las greñas desgajadas de la cabeza; y cual si aquel
rayo, calcinante y duro, fuera aguijón que les desgarrara
las carnes, embravecíanse más los luchadores
allí donde el cansancio parecía rendirlos, y
volvía la batalla a comenzar, lenta, tenaz y quejumbrosa.
(…)
Uníase a estos gritos el vocear del contrario de Nisco
negando toda participación en la felonía; chispeaban
los ojos de Pablo buscando entre la muchedumbre algo que delatara
al delincuente; ordenaba don Pedro lo más acertado
para bien del herido; acudían gentes aterradas a su
lado, y, mientras esto acontecía y se buscaba a Juanguirle
entre los combatientes, las tintas de los celajes iban enfriándose;
desleíanse los nubarrones, cual si sobre ellos anduvieran
manos gigantescas con esfuminos colosales; una cortina gris,
húmeda y deshilachada, como trapo sucio, se corrió
sobre los picos más altos del horizonte; brilló
debajo de ella la luz sulfúrica del relámpago,
y comenzaron a caer lentas, graves y acompasadas gotas de
lluvia, que levantaban polvo y sonaban en él como si
fueran de plomo derretido. »