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El estudiante de Salamanca I
Espronceda, Jose De

El
estudiante de Salamanca

PARTE
PRIMERA

Sus
fueros, sus bríos, sus premáticas, su voluntad.

Don Quijote.- Parte primera
Era más de medianoche

antiguas
historias cuentan,

cuando
en sueño y en silencio

lóbrega
envuelta la tierra,

los
vivos muertos parecen,

los
muertos la tumba dejan.

Era
la hora en que acaso

temerosas
voces suenan

informes,
en que se escuchan

tácitas
pisadas huecas,

y
pavorosas fantasmas

entre
las densas tinieblas

vagan,
y aúllan los perros

amedrentados
al verlas:

en
que tal vez la campana

de
alguna arruinada iglesia

da
misteriosos sonidos

de
maldición y anatema,

que
los sábados convoca

a
las brujas a su fiesta.

El
cielo estaba sombrío,

no
vislumbraba una estrella,

silbaba
lúgubre el viento,

y
allá en el aire, cual negras

fantasmas,
se dibujaban

las
torres de las iglesias,

y
del gótico castillo

las
altísimas almenas,

donde
canta o reza acaso

temeroso
el centinela.

Todo
en fin a medianoche

reposaba,
y tumba era

de
sus dormidos vivientes

la
antigua ciudad que riega

el
Tormes, fecundo río,

nombrado
de los poetas,

la
famosa Salamanca,

insigne
en armas y letras,

patria
de ilustres varones,

noble
archivo de las ciencias.

Súbito
rumor de espadas

cruje
y un ¡ay!, se escuchó;

un
ay moribundo, un ay

que
penetra el corazón

que
hasta los tuétanos hiela

y
da al que lo oyó temblor.

Un
¡ay!, de alguno que al mundo

pronuncia
el último adiós.

El
ruido cesó,

un
hombre pasó embozado,

el
sombrero recatado

a
los ojos se
caló.

Se
desliza y
atraviesa

junto
al muro de
una iglesia

y
en la sombra se
perdió.

Una
calle estrecha y alta,
la calle del Ataúd,

cual
si de negro crespón

lóbrego
eterno capuz

la
vistiera, siempre oscura

y
de noche sin más luz

que
la lámpara que alumbra

una
imagen de Jesús,

atraviesa
el embozado

la
espada en la mano aún,

que
lanzó vivo reflejo

al
pasar frente a la cruz.

Cual
suele la luna tras lóbrega nube
con franjas de plata bordarla en redor,

y
luego si el viento la agita, la sube

disuelta
a los aires en blanco vapor:

así
vaga sombra de luz y de nieblas,

mística
y aérea dudosa visión,

ya
brilla, o la esconden las densas tinieblas

cual
dulce esperanza, cual vana ilusión.

La
calle sombría, la noche ya entrada,

la
lámpara triste ya pronta a expirar,

que
a veces alumbra la imagen sagrada

y
a veces se esconde la sombra a aumentar.

El
vago fantasma que acaso aparece

y
acaso se acerca con rápido pie,

y
acaso en las sombras tal vez desparece,

cual
ánima en pena del hombre que fué,

al
más temerario corazón de acero

recelo
inspirara, pusiera pavor;

al
más maldiciente feroz bandolero

el
rezo a los labios trajera el temor.

Mas
no al embozado, que aún sangre su espada

destila,
el fantasma terror infundió,

y,
el arma en la mano con fuerza empuñada,

osado
a su encuentro despacio avanzó.

Segundo
don Juan Tenorio,
alta fiera e insolente,

irreligioso
y valiente,

altanero
y reñidor:

Siempre
el insulto en los ojos,

en
los labios la ironía

nada
teme y todo fía

de
su espada y su valor.

Corazón
gastado, mofa

de
la mujer que corteja,

y,
hoy despreciándola, deja

la
que ayer se le rindió.

Ni
el porvenir temió nunca,

ni
recuerda en lo pasado,

la
mujer que ha abandonado,

ni
el dinero que perdió.

Ni
vió el fantasma entre sueños

del
que mató en desafío,

ni
turbó jamás su brío

recelosa
previsión.

Siempre
en lances y en amores,

siempre
en báquicas orgías,

mezcla
en palabras impías

un
chiste a una maldición.

En
Salamanca famoso

por
su vida y buen talante,

al
atrevido estudiante

le
señalan entre mil;

fuero
le da su osadía,

le
disculpa su riqueza,

su
generosa nobleza,

su
hermosura varonil.

Que
en su arrogancia y sus vicios,

caballeresca
apostura,

agilidad
y bravura

ninguno
alcanza a igualar:

que
hasta en sus crímenes mismos,

en
su impiedad y altiveza,

pone
un sello de grandeza

don
Félix de Montemar.

Bella
y más pura que el azul del cielo
con dulces ojos lánguidos y hermosos,

donde
acaso el amor brilló entre el velo

del
pudor que los cubre candorosos;

tímida
estrella que refleja al suelo

rayos
de luz brillantes y dudosos,

ángel
puro de amor que amor inspira

fué
la inocente y desdichada Elvira.

Elvira,
amor del estudiante un día,

tierna
y feliz y de su amante ufana,

cuando
al placer su corazón se abría,

como
al rayo del sol rosa temprana;

de
aquel fingido amor que la mentía,

la
miel falaz que de sus labios mana

bebe
en su ardiente sed, el pecho ajeno

de
que oculto en la miel hierve el veneno.

Que
no descansa de su madre en brazos

más
descuidado el candoroso infante,

que
ella en los falsos lisonjeros lazos

que
teje astuto el seductor amante:

dulces
caricias, lánguidos abrazos,

placeres;
¡ay!, que duran un instante,

que
habrán de ser eternos imagina

la
triste Elvira en su ilusión divina.

Que
el alma virgen que halagó un encanto

con
nacarado sueño en su pureza,

todo
lo juzga verdadero y santo,

presta
a todo virtud, presta belleza.

Del
cielo azul al tachonado manto,

del
sol radiante a la inmortal riqueza,

al
aire, al campo, a las fragantes flores,

ella
añade esplendor, vida y colores.

Cifró
en don Félix la infeliz doncella

toda
su dicha, de su amor perdida;

fueron
sus ojos a los ojos de ella

astros
de gloria, manantial de vida.

Cuando
sus labios con sus labios sella,

cuando
su voz escucha embebecida,

embriagada
del dios que la enamora,

dulce
le mira, extática le adora.

José
de Espronceda