La
leyenda de Cosquin
Esta
historia con matices de leyenda no tiene autor ni autores,
solamente se trata de una narración que se ha venido
transmitiendo de generación en generación. En
las primeras décadas del año 1500, después
de producirse el derrumbe del Imperio de los Incas, provocado
por la fuerza que impusieron los conquistadores españoles
que llegaron a América, se produjo la inmigración
masiva de esa raza milenaria, rumbo al sur, hacia nuevos horizontes,
en busca de paz y tranquilidad, cargando en las alforjas de
sus mulas, todo lo que pudieron de sus fabulosas riquezas,
desconociéndose hasta hoy su destino.
A partir de entonces, los españoles destacaron una
expedición al mando de Jaime de Aragón, según
datos históricos, hacia la avanzada más austral
del imperio; se dice que fue con el propósito de arrebatarles
las riquezas y tesoros que llevaban consigo en el éxodo.
Esa avanzada más austral era lo que es hoy, la hermosa
y progresiva ciudad de Cosquín, en las Sierras de Córdoba.
Se halla enclavada en un vallecito en forma de península
por el caudaloso río Yuspe, que nace en las Sierras
Grandes (Los Gigantes), y coronada al este por el majestuoso
cerro Supaj Ñuñu (Seno de Virgen), hoy Pan de
Azúcar.
Sus maravillosos paisajes, la frondosidad de sus algarrobos
y su reconfortante clima la convertían en un oasis,
hecho que explica porqué esta raza indígena,
pobladora de esta zona, era extremadamente pacífica.
Fue así que en el año 1526 comienzan a llegar
a Cosquín, por medio de «chasquis», las primeras
noticias, que desde el Alto Perú venían bajando
seres humanos de otros continentes, vestidos con ropas brillantes
y acorazadas; ésta situación despertó
la preocupación y el alerta los habitantes de ese poblado,
los que, comandados por el Camin (jefe), implantaron una severa
vigilancia, que duró nada menos que nueve años.
«Hasta que una mañana – dijo el historiador Aníbal
Montes – de primavera, mientras alegres muchachas se bañaban
y jugaban en la desembocadura del Ampato Mayo (arroyo que
baja del cerro) se produjo lo que se temía»…
¡Por primera vez llegaban a Cosquín los conquistadores
españoles, bajando por el noroeste después de
haber pasado por el pueblo de Ayampitín, en pampa de
Olaen, hoy en ruinas…!
Durante el primer período de permanencia en dicha expedición
de este lugar, los indígenas tuvieron que soportar
cualquier cantidad de abusos, malos tratos, explotación
y sometimiento de sus mujeres, creando un clima de disconformidad
y reacción en Camin Cosquín, hombre alto y robusto
quien vivía con una hermosa india llamada Cosco-Ina,
su esposa.
La belleza de Cosco-Ina despertó la codicia de un oficial
español, componente de la expedición, quién
no perdía ocasión de cortejar con sus pretensiones
amorosas a dicha india. Y fue así que, al enterarse
Camin, se enfrentó con el oficial en franco duelo,
dándole muerte.
La reacción de la patrulla expedicionaria fue inmediata;
ordenándse captura del Camin, quien fue perseguido
por las sierras varios días. Por la Quebrada de los
Leones trepó la sierra y enfiló hacia el cerro
Supaj Ñuñu, donde posteriormente fue acorralado.
En desventaja para la lucha se defendió arrojando grandes
piedras por las pendientes, que tuvieron en jaque a los españoles
por varias horas. Esta situación no podía durar
mucho tiempo, hasta que al final tomando la determinación
más extrema, prefiriendo la liberación a cambio
de su vida; tomando por la pendiente en desenfrenada carrera,
llega al borde de los enormes despeñaderos ubicados
en la ladera norte y, como si fuera un cóndor que inicia
un raudo vuelo, con ímpetu se arrojó al vacío,
para luego desplomarse en el abismo, donde encontró
la muerte, muerte que lo reviviría en el tiempo, como
un símbolo redentor de la libertad.
Por unos instantes todo fue silencio. Sólo se oía
el viento entre los riscos y el murmullo del arroyo en el
fondo de la honda quebrada, donde yacía su cuerpo inerte.
Cosco-Ina, con la esperanza de volverlo a ver, permaneció
expectante durante varios días, con su mirada hacia
el cerro, que con su muda imponencia, parecía dictarle
la sentencia de un mal presagio. Entre tanto se producía
el regreso de los perseguidores del Camin, con los cuáles
esquivó el encuentro presintiendo una mala noticia,
que no quería escuchar ni concebir.
Fue así que Cosco-Ina decidió alejarse del lugar
encaminándose, hacia las montañas con la esperanza
de su amado y escapar juntos hacia otros lugares lejanos donde
rehacer sus vidas.
Durante varias jornadas deambuló por los cerros y quebradas,
exclamando a cada paso, con toda la fuerza de sus pulmones,
el nombre de su dueño, sin obtener respuesta alguna;
hasta que en las postrimerías del tercer día,
se dirigió hacia la cumbre del Supaj Ñuñu,
con el fin de obtener más campo de observación;
al tiempo que se derrumbaba esa esperanza y una idea se iba
encarnando en ella; encontrarlo vivo, o morir junto a él.
Largo y escabroso fue el sendero que le tocó recorrer,
y así, mientras ascendía la empinada cuesta,
una ansiedad infinita la impulsaba a subir más y más
rápido; cuando de pronto, una bandada de jotes (buitres),
que planeaban en círculo sobre un punto fijo y al norte
del cerro la hizo estremecer, y presintiendo la tragedia,
corriendo bajó hasta el borde de los abruptos de los
empinados espeñaderos, con el fin de observar mejor,
o atraída por una intuición y, agudizando la
mirada, pudo ver horrorizada, el cuerpo de su amado que yacía
en el fondo de la honda quebrada.
Abatida y sin consuelo, permaneció inmóvil durante
largo tiempo, mientras el dolor le carcomía el alma,
y entrecortados sollozos la ahogaban, la aferrada idea se
convertía en decisión: morir junto a su amado
y en el mismo sitio.
Ya era muy tarde, el sol en el ocaso caía detrás
de las Sierras Grandes, cuando Cosco-Ina a manera de despedida,
observaba por última vez su terruño, y en un
lastimero y largo grito, exclamó: «¡Camin…!
y abriendo los brazos como intentando un planeo, saltó
al vacío para ir al encuentro de su amor perdido. Esta
vez no hubo silencio. ¡El eco en las montañas
repitió por mucho tiempo aquel grito lastimero de Camin…
Camin… Camin…! Mientras la penumbra de la noche iba cubriendo
con su poncho, aquel lugar. Allá en lo alto, dos cóndores
se elevaban circundando el cerro, cada vez más hasta
perderse en la inmensidad celeste de ese diáfano cielo
de las Sierras cordobesas.
Desde entonces, al llegar la primavera. A orillas del arroyo
de cantarinas aguas que vierten del majestuoso Supaj Ñuñu,
las acacias rojas se cubren con sus racimos granates, como
si fueran gotas de sangre, que se derramaron aquella vez,
en aras de la libertad del amor y la fidelidad.
Escrita
por :Daniel Martins