Uno, dos, tres, cuatro,
cinco.
Eran cinco.
Cinco
correos sentados en un banco en el exterior del convento situado
en la cumbre del Gran San Bernardo, en Suiza, contemplando
las remotas cumbre teñidas por el sol poniente, como
si se hubiera derramado sobre la cima de la montaña
una gran cantidad de vino tinto que no hubiera tenido tiempo
todavía de hundirse en la nieve.
Este
símil no es mío. Lo expresó en aquella
ocasión el más vigoroso de los correos, que
era alemán Ninguno de los otros le prestó más
atención de lo que me habían prestado a mí,
sentado en otro banco al otro lado de la puerta del convento,
fumándome, mi cigarro, como ellos, y también
como ellos con templando la nieve enrojecida y el solitario
cobertizo cercano en donde los cuerpos de los viajeros retrasa
dos iban saliendo, y desaparecían lentamente sin que
pudiera acusárseles de vicio en aquella fría
región
Mientras
contemplábamos la escena el vino d, las cumbres montañosas
fue absorbido; la montaña, se volvió blanca;
el cielo tomó un tono azul muy os curo; se levantó
el viento y el aire se volvió terrible mente frío.
Los cinco correos se abotonaron lo abrigos. Como un correo
es el hombre al que resulta más seguro imitar, me abotoné
el mío.
La
puesta de sol en la montaña había interrumpido
la conversación de los cinco correos. Era una vista
sublime con todas las probabilidades de interrumpir una conversación.
Pero ahora que la puesta de sol había terminado, la
reanudaron. Yo no había oído parte alguna de
su discurso anterior, pues todavía no me había
separado del caballero americano que en el salón para
viajeros del convento, sentado con el rostro de cara al fuego,
había tratado de transmitirme toda la serie de acontecimientos
causantes de que el Honorable Ananias Dodger hubiera acumulado
la mayor cantidad de dólares que se había conseguido
nunca en un país.
-¡Dios
mío! -dijo el correo suizo hablando en francés,
lo que a mí no me parece, tal como les suele suceder
a algunos autores, una excusa suficiente para una palabra
pícara, y sólo tengo que ponerla en esa lengua
para que parezca inocente-. Si habla de fantasmas…
-Pero
yo no hablo de fantasmas -contestó el alemán.
-¿De
qué habla entonces? -preguntó el suizo. -Si
lo supiera-contestó el otro-, probablemente sería
mucho más sabio.
Pensé
que era una buena respuesta y me produjo curiosidad. Por eso
cambié de posición, trasladándome a la
esquina de mi banco más cercana a ellos, y así,
apoyando la espalda en el muro del convento, les escuché
perfectamente sin que pareciera estar haciéndolo.
-¡Rayos
y truenos! -exclamó el alemán calentándose-.
Cuando un determinado hombre viene a verte inesperadamente,
y sin que él lo sepa envía un mensajero invisible
para que tengas la idea de él et la cabeza durante
todo el día… ¿cómo le llama a eso Cuando
uno camina por una calle atestada de gen te, en Frankfurt,
Milán, Londres o París, y piensa, que un desconocido
que pasa al lado se asemeja a amigo Heinrich, y luego otro
desconocido se parece a tu amigo Heinrich, y empiezas a tener
así la extraña idea de que vas a encontrarte
con tu amigo Heinrich… y eso es exactamente lo que sucede,
aunque unos creían que su amigo estaba en Trieste…
¿cómo le llama a eso?
-Tampoco
eso es nada infrecuente -murmuraron el suizo y los otros tres.
-¡Infrecuente!
-exclamó el alemán-. Es algo tan común
como las cerezas en la Selva Negra. Es algo tan común
como los macarrones en Nápoles. ¡Y lo de Nápoles
me recuerda algo! Cuando la vieja marquesa Senzanima lanza
un grito con las cartas de la uija -y fui testigo, pues sucedió
en una familia mía bávara y aquella noche estaba
yo a cargo del servicio-, digo que cuando la vieja marquesa
se levanta de la mesa de cartas blanca a pesar del carmín
y grita: «¡mi hermana de España ha muerto!
¡He sentido en mi espalda su contacto frío!»…
y cuando resulta que la hermana ha muerto en ese momento…
¿cómo le llama a eso?
-O
cuando la sangre de San Genaro se licua porque se lo pide
el clero… como todo el mundo sabe que sucede con regularidad
una vez por año, en mi ciudad natal -añadió
el correo napolitano tras una pausa con una mirada cómica-.
¿Cómo llama a eso?
-¡Eso!-gritó
el alemán-. Pues bien, creo que conozco un nombre para
eso.
-¿Milagro?
-preguntó el napolitano con el mismo rostro pícaro.
El
alemán se limitó a fumar y lanzar una carcajada;
y todos fumaron y rieron.
-¡Bah!
-exclamó el alemán un rato después-.
Yo hablo de cosas que suceden realmente. Cuando quiero ver
a un brujo pago para ver a un profesional, y que mi dinero
merezca la pena. Suceden cosas muy extrañas sin fantasmas.
¡Fantasmas! Giovanni Baptista, cuente la historia de
la novia inglesa. Ahí no hay ningún fantasma,
pero resulta igual de extraño. ¿Hay alguien
que sepa decirme qué?
Como
se produjo un silencio entre ellos, miré a mi alrededor.
Aquél que pensé debía ser Baptista estaba
encendiendo un cigarro nuevo. Enseguida empezó a hablar
y pensé que debía ser genovés.
-¿La
historia de la novia inglesa? -preguntó-. ¡Basta!
Uno no debería tomarse tan a la ligera una historia
así. Bueno, da lo mismo. Pero es cierta. Ténganlo
bien en cuenta, caballeros, es cierta. No todo lo que brilla
es oro, pero lo que voy a contarles es verdad. Repitió
esa misma frase varias veces.
-Hace
diez años, llevé mis credenciales a un caballero
inglés que estaba en el Long’s Hotel, en Bond Street,
Londres, quien pensaba viajar durante uno o quizá dos
años. El caballero aprobó mis credenciales,
y yo le aprobé a él. Quería hacer unas
investigaciones y el testimonio que recibió fue favorable.
Me contrató por seis meses y mi acogida fue generosa.
Era un hombre joven, de buen aspecto muy feliz. Estaba enamorado
de una hermosa y joven dama inglesa, de fortuna suficiente,
e iban a casarse. En resumen, lo que íbamos a emprender
era viaje de bodas. Para el reposo de tres meses durante el
clima caluroso (estábamos entonces a principio de verano)
había alquilado un viejo palacio en la Riviera, a escasa
distancia de la ciudad, Génova, en carretera que conducía
a Niza. ¿Conocía yo el lugar? Cierto, le dije
que lo conocía bien. Era un palacio viejo con grandes
jardines. Era un poco desértico algo oscuro y sombrío,
pues los árboles lo rodeaba desde muy cerca, pero resultaba
espacioso, antiguo, imponente y muy cercano al mar. Me dijo
que así lo habían descrito exactamente, y le
complacía que yo lo conociera. En cuanto a que estuviera
algo de provisto de muebles, así sucedía con
todos los lugares de alquiler. Y en cuanto a que fuera un
poco sombrío, lo había alquilado principalmente
por los jardines, y él y su amada pasarían a
su sombra tiempo veraniego.
«-¿Todo
bien entonces, Baptista? -pregunté
«-Indudablemente;
muy bien.
»
Para nuestro viaje contábamos con un carruaje que acababan
de construir para nosotros y que e todos los aspectos resultaba
conveniente. El matrimonio ocupó su lugar. Ellos estaban
felices. Yo me sentía feliz viendo que todo era brillante,
viéndolo tan bien situado, dirigiéndome a mi
propia ciudad enseñándole mi lengua mientras
viajábamos a la doncella, la bella Carolina, cuyo corazón
era alegre y risueño, y que era joven y sonrosada.
»
El tiempo volaba. Pero observé -¡y les ruego
que presten atención a esto
(y en ese momento el correo bajó el volumen de su voz)-,
a veces observé que mi señora se encontraba
meditabunda, de una manera muy extraña, de una manera
que daba miedo, de una manera desgraciada, y percibí
en ella una vaga sensación de alarma. Creo que empecé
a darme cuenta de ello cuando ascendía colina arriba
al lado del carruaje y el amo iba por delante. En cualquier
caso, recuerdo que quedó grabada en mi mente una noche,
en el sur de Francia, cuando me pidió que llamara al
amo; y cuando éste vino y caminó un largo trecho
hablando con ella afectuosamente, poniendo una mano en la
ventanilla abierta para sujetar la de ella. De vez en cuando
se reía alegremente, como si se estuviera burlando
de ella por algo. Al cabo de un rato, ella reía y entonces
todo iba bien de nuevo.
»
Aquello me resultó curioso y le pregunté a la
hermosa Carolina. ¿Se encontraba mal el ama? No. ¿Desanimada?
No. ¿Temerosa de los malos caminos, o los bandidos?
No. Pero lo que me resultó más misterioso fue
que la bella Carolina no me mirara directamente al darme la
respuesta, sino que contemplara la vista.
»
Pero un día me contó el secreto.
»
-Si deseas saberlo -dijo Carolina-, he descubierto, escuchando
aquí y allá, que el ama está hechizada
y obsesionada.
»
-¿Y cómo?
»
-Por un sueño. »
»
-¿Qué sueño?
»
-El sueño de un rostro. Durante tres noches antes de
la boda vio un rostro en sueños… siempre mismo rostro,
y sólo ése.
»
-¿Un rostro terrible?
»
-No. El rostro de un hombre oscuro de muy agradable aspecto,
vestido de negro, con el cabello negro y mostacho gris…
un hombre guapo, salvo por un aire reservado y secreto, jamás
había visto el rostro, ni otro que se le pareciera.
En el sueño no hacía sino mirarla fijamente,
desde la oscuridad.
»
-¿Volvió a tener ese sueño?
»
-Nunca. Lo único que le preocupa es recordarlo»
-¿Y
por qué le preocupa?
»
Carolina sacudió la cabeza.
»
-Eso es lo que quiere saber el amo -contestó bella-.
Ella no lo sabe. Ella misma se pregunta la razón. Pero
la oí decirle a él anoche mismo que si encontrara
un cuadro de ese rostro en nuestra casa ¡ti liana
(y tiene miedo de que así suceda) piensa que no sería
capaz de soportarlo.
»
Puedo jurar (siguió diciendo el correo genovés
que después de esto tuve miedo de llegar al viejo palazzo,
no fuera a encontrarse allí aquel mal aventurado cuadro.
Sabía que había muchos cuadros, y conforme nos
fuimos acercando al lugar deseé que toda la galería
de pintura hubiera caído en el cráter del Vesubio.
Para empeorar las cosas, cuando por fin llegamos a aquella
parte de la Riviera hacía una noche lúgubre
y tormentosa. Tronaba, y en mi ciudad y sus alrededores los
truenos son muy fuertes, pues se repiten entre las altas colinas.
Los lagartos salían y entraban por las hendiduras del
muro roto de piedra del jardín, como si estuvieran
asustados; las ranas burbujeaban y croaban a gran volumen;
el viento del mar gemía y los árboles húmedos
goteaban; y los relámpagos… ¡por el cuerpo
de San Lorenzo, qué relámpagos!
»
Todos sabemos cómo es un palacio antiguo en Génova
o sus cercanías… cómo lo han manchado el tiempo
y el aire del mar… cómo las pinturas de las paredes
exteriores se han ido cayendo dejando al descubierto grandes
trozos de escayola… que las ventanas inferiores están
oscurecidas por barras de hierro oxidado… que el patio exterior
está cubierto de hierba… que los edificios exteriores
están en ruinas… que todo el conjunto parece dedicado
al olvido. Nuestro palazzo era uno de los auténticos.
Llevaba cerrado varios meses. ¿Meses…? ¡Años!
Olía a tierra, como a tumba. De alguna manera se había
introducido en la casa, sin ser capaz de salir de nuevo, el
aroma de los naranjos de la amplia terraza trasera, y de los
limones que maduraban en la pared, y de algunos matorrales
que crecían por alrededor de una fuente rota. En todas
las habitaciones había un olor a vejez, que había
crecido con el confinamiento. Penetraba en todos los armarios
y cajones. En las pequeñas salas de comunicación
que había entre las habitaciones grandes, aquello resultaba
sofocante. Si dabas la vuelta a un cuadro, por volver al tema
de los cuadros, allí estaba ese olor, aferrándose
a la pared detrás del marco, como una especie de murciélago.
»
Las persianas enrejadas estaban cerradas en toda la casa.
Sólo vivían allí, para atenderla, dos
ancianas de aspecto horrible y cabellos grises; una de ellas
con un huso, sentada en el umbral dándole vueltas y
murmurando, y que antes habría dejado entrar al diablo
que al aire. El amo, el ama, la bella Carolina y yo recorrimos
el palazzo. Yo fui el primero en entrar, aunque habría
preferido ser el último, abriendo las ventanas y persianas,
y quitándome de encima las gotas de lluvia, las manchas
de argamasa, y de vez en cuando un mosquito durmiente, o una
monstruosa, gruesa y manchada araña genovesa.
»
Cuando había encendido la luz en una habitación,
entraban el amo, el ama y la bella Carolina. Mirábamos
entonces todos los cuadros, y pasaba yo a la habitación
siguiente. Secretamente el ama tenía un gran miedo
a encontrarse con un cuadro que se asemejara a aquel rostro…
todos lo teníamos; pero no estaba. La Madonna y el
Niño, San Francisco, San Sebastián, Venus, Santa
Catalina, ángeles, bandidos, frailes, iglesias en el
ocaso, batallas, caballos blancos, bosques, apóstoles,
dogos, todos mis antiguos conocidos tantas veces repetidos…
así es. Pero no había un hombre guapo y oscuro
vestido de negro, reservado y secreto, de cabellos negros
y mostacho gris que mirara al ama desde la oscuridad; ése,
no existía.
»
Después de haber pasado por todas las habitaciones,
contemplando todos los cuadros, salimos a los jardines. Estaban
hermosamente cuidados, pues habían contratado un jardinero,
y eran grandes y sombríos. En un lugar había
un teatro rústico a cielo abierto; el escenario era
una pendiente verde; los bastidores, con tres entradas por
un lado, eran pantallas de hojas aromáticas. El ama
movió sus ojos brillantes, incluso allí, como
si esperara ver el rostro saliendo a escena; pero todo estaba
bien.
»
-Bien, Clara -dijo el amo en voz baja-. Ya ves que no hay
nada. ¿Eres feliz?
»
El ama se sentía muy animada. Enseguida se habituó
a aquel feo palacio y empezó a cantar, a tocar el arpa,
a copiar los viejos cuadros y a pasear con el amo bajo los
árboles verdes y los emparrados el día entero.
Ella era hermosa. Él se sentía feliz. Solía
echarse a reír y me decía, montando a caballo
por la mañana antes de que apretara el calor:
»
-¡Baptista, todo va bien!
»
-Así es, signore, gracias a Dios, todo va muy bien.
»
No recibíamos visitas. Llevé a la bella al Duomo
y a la Annunciata, al café, a la ópera, al pueblo
de Festa, a los jardines públicos, al teatro diurno,
a las marionetas. La hermosa estaba encantada con todo lo
que veía. Y aprendió italiano milagrosamente.
¿Se había olvidado totalmente el ama de ese
sueño?, le preguntaba a veces a Carolina. Casi, contestaba
la bella… casi. Estaba olvidándolo.
»
Un día, el amo recibió una carta y me llamó.
»
-¡Baptista!
»
-¡Signore!
»
-Se me ha presentado un caballero que cenará hoy aquí.
Dice llamarse Signore Dellombra. Dispón que cene como
un príncipe.
»
Era un nombre extraño que yo desconocía Pero
últimamente había muchos nobles y caballero
perseguidos por los austriacos por sospechas políticas
y algunos habían cambiado de nombre. Quizá,
éste fuera uno de ellos. ¡Altro! Dellombra era
para mí un nombre tan bueno como cualquier otro.
»
Cuando llegó a cenar el Signore Dellombra (contó
el correo genovés en voz baja, tal como había
hecho en otra ocasión), le llevé hasta la sala
de recibir, el gran salón del viejo palazzo. El amo
le recibí¿ con cordialidad y le presentó
a su esposa. Al levantarse ésta le cambió el
rostro, lanzó un grito y cayó desmayada sobre
el suelo de mármol.
»
Entonces volví la cabeza hacia el Signore Dellombra
y vi que iba vestido de negro, que tenía un aire reservado
y secreto, que era un hombre oscuro de muy buen aspecto, de
cabellos negros y mostacho gris.
»
El amo levantó a su esposa en brazos y la llevé
al dormitorio,
donde yo envié inmediatamente a la bella Carolina.
Ésta me contó después, que el ama estaba
aterrada mortalmente, y que se pasó toda la noche pensando
en el sueño.
»
El amo se encontraba molesto y ansioso… más colérico,
pero muy solícito. El Signore Dellombra era un caballero
cortés y habló con gran respeto y simpatía
del hecho de que el ama se encontrara tan enferma. El viento
africano llevaba soplando algunos días (así
se lo habían dicho en su hotel de la Cruz de Malta),
y él sabía que a menudo era dañino. Deseaba
que la hermosa dama se recuperara pronto. Pidió permiso
para retirarse y renovar su visita cuando pudiera tener la
felicidad de saber que su esposa estaba mejor. El amo no se
lo permitió y cenaron a solas.
»
Se retiró pronto. Al día siguiente llegó
a caballo hasta la puerta para preguntar por el ama. En aquella
semana, lo hizo en dos o tres ocasiones.
»
Lo que yo observé por mí mismo, unido a lo que
la bella Carolina me contó, me bastó para comprender
que el amo había decidido curar a su esposa de su caprichoso
terror. Era todo amabilidad, pero se mantuvo sensato y firme.
Razonó con ella que estimular esas fantasías
era provocar la melancolía, cuando no la locura. Que
tenía que ser ella misma. Que si lograba enfrentarse
a su extraña debilidad y recibir felizmente al Signore
Dellombra tal como una dama inglesa recibiría a cualquier
otro invitado, habría vencido su fantasía para
siempre. Para abreviar, el Signore regresó, y el ama
le recibió sin que se le notara ninguna preocupación
(aunque todavía con ciertas limitaciones y aprensiones),
por lo que la noche pasó serenamente. El amo estaba
tan complacido con este cambio, y tan deseoso de confirmarlo,
que el Signore Dellombra se convirtió en un invitado
constante. Era muy entendido en cuadros, libros y música,
y su compañía habría sido bien recibida
en cualquier palazzo triste.
»
Muchas veces observé que el ama no se había
recuperado del todo. Delante del Signore Dellombra bajaba
la mirada e inclinaba la cabeza, o lo contemplaba con una
mirada aterrada y fascinada, como si su presencia tuviera
sobre ella una influencia o un poder malignos. Pasando de
ella a él, solía verle en los jardines sombreados,
o en la gran sala iluminada a medias, podríamos decir
que «mirándola fijamente desde la oscuridad».
Pero lo cierto es que yo no había olvidado las palabras
de la bella Carolina al describir el rostro del sueño.
»
Tras su segunda visita, oí decir al amo:
»
-¡Ya ves, mi querida Clara, ahora todo ha terminado!
Dellombra ha venido
y se ha ido, y tu aprensión se ha roto como si fuera
de cristal.
»
-¿Volverá… volverá de nuevo? -preguntó
el ama.
»
-¿De nuevo? ¡Claro, una y otra vez! ¿Tienes
frío? -le preguntó al ver que ella se estremeció.
»
-No, querido; pero ese hombre me aterra: ¿estás
seguro de que tiene que volver otra vez?
»
-¡El hecho mismo de que me lo preguntes hace que todavía
esté más seguro, Clara! -contestó el
amo alegremente.
»
Pero ahora el amo estaba muy esperanzado en la recuperación
completa
de su esposa, y cada día que pasaba lo estaba más.
Ella era hermosa
y él se sentía feliz.
»
-¿Va todo bien, Baptista? -me preguntaba de vez en
cuando.
»
-Así es, signore, gracias a Dios; todo va muy bien.
»
Para el carnaval, nos fuimos todos a Roma (dijo el correo
genovés forzándose a hablar un poco más
alto). Yo había pasado fuera el día entero con
un siciliano amigo mío, también correo, que
se encontraba allí con una familia inglesa. Al regresar
por la noche al hotel encontré a la pequeña
Carolina, que nunca salía de casa sola, corriendo aturdida
por el Corso.
»
-¡Carolina! ¿Qué sucede?
»
-¡Ay, Baptista! ¡Ay, en el nombre del Señor!
¿Dónde está mi ama?
»
-¿El ama, Carolina?
»
-Se fue por la mañana… cuando el amo salió
a su paseo diurno, me dijo
que no la llamara, pues estaba fatigada por no haber descansado
durante la noche (había tenido dolores) y se quedaría
en la cama hasta la tarde, para levantarse así recuperada.
¡Pero se ha ido!… ¡Se ha ido! El amo ha regresado,
ha echado la puerta abajo y ella ha desaparecido. ¡Mi
bella, mi buena, mi inocente ama!
»
Así lloraba, desvariaba y se debatía para que
yo no pudiera sujetarla la hermosa Carolina, hasta que acabó
desmayándose en mis brazos como si le hubieran disparado.
Llegó el amo; en su actitud, su rostro y su voz no
era ya el amo que conocía yo: se parecía a sí
mismo tanto como yo a él. Me cogió, y después
de dejar a Carolina en su cama del hotel al cuidado de una
camarera, me condujo en un carruaje furiosamente a través
de la oscuridad, cruzando la desolada Campagna. Cuando se
hizo de día y nos detuvimos en una miserable casa de
postas, hacía doce horas que todos los caballos habían
sido alquilados y enviados en distintas direcciones. ¡Y
fíjense bien en esto! Habían sido alquilados
por el Signore Dellombra, que había pasado por allí
en un carruaje con una asustada dama inglesa acurrucada en
una esquina.
Tras
emitir un prolongado suspiro, el correo genovés dijo
que nunca había oído que nadie la hubiera vuelto
a ver más allá de ese punto. Lo único
que sabía es que se desvaneció en un infame
olvido llevando a su lado el temible rostro que había
visto en su sueño.
-¿Y
cómo llaman a eso? -preguntó con tono triunfal
el correo alemán-. ¡Fantasmas! ¡Ahí
no hay fantasmas! ¿Cómo llaman a esto que voy
a contarles? ¡Fantasmas! ¡Aquí no hay fantasmas!
»
En una ocasión (siguió diciendo el correo alemán)
me contraté con un caballero inglés, anciano
y soltero, para recorrer mi país, mi Patria. Era un
hombre de negocios que comerciaba con mi país y conocía
la lengua,
pero que no había estado nunca allí desde su
adolescencia… y por lo que
yo consideré que debían haber transcurrido unos
sesenta años.
»
Se llamaba James y tenía un hermano gemelo llamado
John, que era también soltero. Un gran afecto unía
a esos hermanos. Tenían un negocio común en
Goodman’s Fields, pero no vivían juntos. El señor
James habitaba en Poland Street, esquina a Oxford Street,
en Londres; y el señor John residía cerca de
Epping Forest.
»
El señor James y yo íbamos a partir para Alemania
en una semana. El día exacto dependería de un
negocio. El señor John llegó a Poland Street
(cuando yo habitaba ya en la casa) para pasar esa semana con
el señor James. Pero al segundo día le dijo
a su hermano:
»
James, no me siento muy bien. No es nada grave, pero creo
que estoy un poco gotoso. Me iré a casa para que me
cuide mi ama de llaves, que me entiende bien. Si mejoro, regresaré
para verte antes de que te vayas. Si no me pongo bien como
para proseguir la visita donde la dejé, tú puedes
venir
a verme antes de partir.
»
El señor James dijo que por supuesto que así
lo haría, y se estrecharon las manos, las dos manos,
tal como hacían siempre, tras lo cual el señor
John pidió que le trajeran su carruaje, ya anticuado,
y se fue a casa.
»
Dos noches después de eso, es decir, el día
cuarto de la semana, me despertó de un profundo sueño
el señor James, entrando en mi dormitorio con un camisón
de franela y una vela encendida. Se sentó junto a mi
cama y me dijo, mirándome:
»
-Wilhelm, tengo razones para pensar que he cogido una extraña
enfermedad.
»
Me di cuenta entonces de que había en su rostro una
expresión inusual.
»
-Wilhelm -añadió-. Ni me asusta ni me avergüenza
decirte lo que podría tener miedo o vergüenza
de decirle a otro hombre. Vienes de un país sensible
en el que se investigan las cosas misteriosas y no se rechazan
hasta haber sido sopesadas y medidas, o hasta que se descubre
que no pueden sopesarse ni medirse, o en cualquier caso hasta
que se ha llega do a una solución aunque para ello
se necesiten muchos años. Acabo de ver ahora al fantasma
de m hermano.
»
He de confesar (dijo el correo alemán) que a oír
aquello sentí que la sangre me hormigueaba e cuerpo.
»
Acabo de ver ahora mismo al fantasma de m hermano John
-repitió el señor James mirándome fijamente,
por lo que pude darme cuenta de que sabía lo que estaba
diciendo-. Me encontraba sentado en la cama, sin poder dormir,
cuando entró en m habitación vestido de blanco,
me miró fijamente pasó a un extremo de la habitación,
contempló unos papeles que había en mi escritorio,
se dio la vuelta y sin dejar de mirarme mientras pasó
junto la cama, salió por la puerta. No estoy loco en
absoluto, y en modo alguno estoy dispuesto a conferir, ese
fantasma una existencia externa fuera de mí mismo Creo
que es una advertencia de que estoy enfermo, y que sería
conveniente que me sangraran.
»
Salí inmediatamente de la cama (contó el correo
alemán) y empecé a vestirme rogándole
que no se alarmara, y diciéndole que yo mismo iría
en busca del doctor. Estaba ya dispuesto a hacerlo cuando
oí que en la puerta
de la calle llamaban tocando e. timbre y golpeando con fuerza.
Mi habitación estaba en un ático de la parte
trasera, y la del señor James se encontraba en el segundo
piso, por el lado de la fachada, por lo que acudimos a su
habitación y levantamos la ventana para ver qué
sucedía.
»
-¿Está el señor James? -dijo el hombre
que se encontraba abajo, retrocediendo en la acera para poder
vernos.
»
-Así es -contestó el señor James-.
¿Y no eres tú Robert, el sirviente de mi hermano?
»
-Así es, señor. Lamento decirle, señor,
que el señor John está enfermo.
Está muy mal, señor. Incluso se teme que pueda
estar al borde de la muerte. Quiere verle, señor. Tengo
aquí un calesín. Le ruego que venga a verle
sin pérdida de tiempo.
»
El señor James y yo nos miramos el uno al otro. »
-Wilhelm, esto es muy extraño -me dijo-. ¡Me
gustaría que vinieras conmigo!
»
Le ayudé a vestirse, en parte en la habitación
y en parte ya en el calesín; y corrimos tanto que las
herraduras de hierro de los caballos marcaron la hierba entre
Poland Street y el Forest.
»
¡Y ahora, presten atención! (Añadió
el correo alemán). Fui con el señor James hasta
la habitación de su hermano, y allí vi y oí
lo que voy a contarles.
»
Su hermano estaba acostado en la cama, en el extremo superior
de un dormitorio alargado. Allí se encontraba su anciana
ama de llaves, y otras personas. Creo que había tres
más, si no cuatro, y llevaban con él desde primera
hora de la tarde. Estaba vestido de blanco, como el fantasma,
pero evidentemente aquello era necesario porque tenía
puesto el camisón. Se parecía al fantasma, necesariamente,
porque miró ansiosamente a su hermano cuando vio que
entraba en la habitación.
»
Pero cuando el hermano llegó al lado de la cama, se
incorporó lentamente,
y mirándole con atención dijo estas palabras
»
-¡James, ya me has visto esta noche… y ya lo sabes!
»
Y después murió.
Cuando
el correo alemán dejó de hablar, presté
atención para conocer algo más de esta extraña
historia. Pero nadie interrumpió el silencio. Miré
a mi alrededor y los cinco correos habían desaparecido
tan silenciosamente que era como si la montaña fantasmal
los hubiera absorbido en sus nieves eternas. Para entonces
no me encontraba en absoluto con un estado de ánimo
suficiente para permanecer sentado a solas en aquel horrible
escenario, mientras caía sobre mí solemnemente
el aire helado; o si quieren que les diga la verdad, no tenía
ánimos para estar sentado a solas en ninguna parte.
Por eso volví a entrar en el salón del convento
y encontré al caballero americano, que estaba todavía
dispuesto a contarme la biografía del Honorable Ananias
Dodger, y yo a escucharla.
Charles
Dickens