LA BOCA CON EL OJO MONSTRUOSO
Ocúltate, guerra.
Lautréamont, Poésies
A José Antonio Molero
Con hambre, con ácidos y trapos de escalofrío, con cascotes, con el descaro del vértigo, con ardiente horror en los bordes de la ciudad. La molienda de la traición funda su reino. ¿Lloras por la caída de tu especie a la que llamaron hombre? ¿Ríes de pavor ante el muro, ante los muros, ante el lecho de alimañas en la necrópolis del desperdicio? El amparo cava su deshora y miras la corriente de niños bestializados por las calles. Afuera, los jadeos se precipitan en el viento.
Iniciación del alarido. Hubo que deshabitar la casa del silencio.
Ahora como antes, como siempre, como después, sé que preparan el rojo jardín de la muerte. Sus altos cedros están huecos. El áspero jardinero, ya una sombra entre raíces, golpea su sombra.
Desperté y vi la herida: sus ojos cerrados que sangraban. Misa de pavor, misa de éxtasis.
Las lavanderas convalecientes limpiarían los restos desde Beit Nuba hasta Wisconsin. Aquí estuvo la calumnia, allí el calvario. En todas las posadas los ulcerosos naipes del rematador de tu especie.
¡Me crucifican, hijo, izan la cruz de mi inocencia! Sucede siempre en la lluvia. Para la primera representación traen un maniquí. Escribo esta verdad: todos los que vieron la escena deben morir sacrificados.
El oro sucio se enfría en la tierra. Dejadme sin entender. Dejadme abandonado a mi cueva de poseído con antiguas palabras.
La noche desollada formula así una plegaria obscena. Después del baile en los graneros, ¿qué espectros sonreirán en ataúdes invisibles?
El zumbido mojado; llevo la luz. Clavo la espada de azucenas en el vientre de carbón de esta larva, multiplicando el ritmo de mi vigilia de pensar. Un mínimo galope.
Eran jaulas de granizo vagando por los cuerpos. Caliente humo sobre la noche de los siglos. Recojo la sal que late conmigo y dibujo un corazón impuro.
La muerte pide sed entre las tumbas. Vestida de niña en alto trono, pide sed frente a los matorrales.
Que no se apiaden de sus vestiduras. No protejan el dulce hedor de estas aguas.
¿Mímicas de voces después de la batalla? Debajo del pantano y de sus hendiduras va surgiendo la música. Y revela.
Nacerás de la destrucción. Regresarán los Bienaventurados.
Quienquiera que seas, no soples el candil que aún te alumbra. ¿Acaso ves los fragmentos de caras gimiendo en la tragedia? ¿Impacientas el hacha del verdugo? ¿Te envuelven los rumores que antes fueron la espléndida palabra? Ladra el cadáver. Se entrega hasta el mármol de tu especie en ruinas. ¿Oyes el silbido de esa hiena disfrazada de pastora? Es la guerra.
El peregrino que fui me reclina a las puertas del principio del amor, del indescifrable.
También recorrerás los otros caminos como una pregunta. ¿Qué es el mundo y sus frutos sino la insaciada provocación? ¿A través de cuáles intersticios mancillo la apariencia?
Ardimos en horror pero la luz se desata sin fin, aguardándonos.
Autor :Manuel Lozano
(de «La noche desnuda de rostro ciego»)