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El gato con botas
Perrault, Charles

El
gato con botas

Charles
Perrault,
escritor francés siglo XVII

Érase una vez un molinero que tenía tres hijos.
A su muerte les dejó, por toda herencia, un molino,
un asno y un gato. El reparto se hizo enseguida, sin llamar
al notario ni al procurador, pues probablemente se hubieran
llevado todo el pobre patrimonio. Al hijo mayor le tocó
el molino; al segundo, el asno, y al más pequeño
sólo le correspondió el gato. Este último
no se podía consolar de haberle tocado tan poca cosa.

-Mis
hermanos -se decía- podrán ganarse la vida honradamente
juntándose los dos; en cambio yo, en cuanto me haya
comido el gato y me haya hecho un manguito con su piel, me
moriré de hambre.

El
gato, que estaba oyendo estas palabras, haciéndose
el distraído, le dijo con aire serio y sosegado:

-No
te aflijas en absoluto, mi amo, no tienes más que darme
un saco y hacerme un par de botas para ir por los zarzales,
y ya verás que tu herencia no es tan poca cosa como
tú crees.

Aunque
el amo del gato no hizo mucho caso al oírlo, lo había
visto valerse de tantas estratagemas para cazar ratas y ratones,
como cuando se colgaba por sus patas traseras o se escondía
en la harina haciéndose el muerto, que no perdió
la esperanza de que lo socorriera en su miseria.

En
cuanto el gato tuvo lo que había solicitado, se calzó
rápidamente las botas, se echó el saco al hombro,
cogió los cordones con sus patas delanteras y se dirigió
hacia un coto de caza en donde había muchos conejos.
Puso salvado y hierbas dentro del saco, se tendió en
el suelo como si estuviese muerto, y esperó que algún
conejillo, poco conocedor de las tretas de este mundo, viniera
a meterse en el saco para comer lo que en él había
echado.

Apenas
se hubo recostado, cuando tuvo la primera satisfacción;
un distraído conejillo entró en el saco. El
gato tiró enseguida de los cordones para atraparlo,
y lo mató sin compasión.

Muy
orgulloso de su presa, se dirigió hacia el palacio
del Rey y pidió que lo dejaran entrar para hablar con
él. Le hicieron pasar a los aposentos de Su Majestad
y, después de hacer una gran reverencia al Rey, le
dijo:

-Majestad,
aquí teneis un conejo de campo que el señor
marqués de Carabás -que es el nombre que se
le ocurrió dar a su amo- me ha encargado ofreceros
de su parte.

-Dile
a tu amo -contestó el Rey- que se lo agradezco, y que
me halaga en gran medida.

Otro
día fue a esconderse en un trigal dejando también
el saco abierto; en cuanto dos perdices entraron en él,
tiró de los cordones y las cogió a las dos.
Enseguida fue a ofrecérselas al Rey, tal como había
hecho con el conejo de campo. Una vez más, el Rey se
sintió halagado al recibir las dos perdices, y ordenó
que le dieran una propina.

Durante
dos o tres meses el gato continuó llevando al Rey,
de cuando en cuando, las piezas que cazaba y le decía
que lo enviaba su amo.

Un
día se enteró que el Rey iba a salir de paseo
por la ribera del río con su hija, la princesa más
hermosa del mundo, y le dijo a su amo:

-Si
sigues mi consejo podrás hacer fortuna; no tienes más
que bañarte en el río en el lugar que yo te
indique y luego déjame hacer a mí.

El
marqués de Carabás hizo lo que su gato le aconsejaba,
sin saber con qué fines lo hacía. Mientras se
bañaba, pasó por allí el Rey, y el gato
se puso a gritar con todas sus fuerzas:

-¡Socorro,
socorro! ¡Que se ahoga el Marqués de Carabás!

Al
oír los gritos, el Rey se asomó por la ventanilla
y, reconociendo al gato que tantas piezas de caza le había
llevado, ordenó a sus guardias que fueran enseguida
en auxilio del Marqués de Carabás.

Mientras
sacaban del río al pobre marqués, el gato se
acercó a la carroza y le dijo al Rey que, mientras
se bañaba su amo, habían venido unos ladrones
y se habían llevado sus ropas, a pesar de que él
gritó con todas sus fuerzas pidiendo ayuda; el gato
las había escondido bajo una enorme piedra. Al instante,
el Rey ordenó a los encargados de su guardarropa que
fueran a buscar uno de sus más hermosos trajes para
el señor marqués de Carabás.

El
Rey le ofreció mil muestras de amistad y, como el hermoso
traje que acababan de darle realzaba su figura (pues era guapo
y de buena presencia), la hija del rey lo encontró
muy de su agrado, de modo que, en cuanto el marqués
de Carabás le dirigió dos o tres miradas muy
respetuosas y un poco tiernas, ella se enamoró locamente
de él. El rey quiso que subiera a su carroza y que
los acompañara en su paseo. El gato, encantado al ver
que su plan empezaba a dar resultado, se adelantó a
ellos y, cuando encontró a unos campesinos que segaban
un campo, les dijo:

-Buenas
gentes, si no decís al rey que el campo que estáis
segando pertenece al señor marqués de Carabás,
seréis hechos picadillo como carne de pastel.

Al
pasar por allí, el rey no dejó de preguntar
a los segadores que de quién era el campo que estaban
segando.

-Estos
campos pertenecen al señor marqués de Carabás
-respondieron todos a la vez, pues la amenaza del gato los
había asustado.

El
gato, que iba delante de la carroza, seguía diciendo
lo mismo a todos aquellos con quienes se encontraba, por lo
que el rey estaba asombrado de las grandes posesiones del
marqués de Carabás.

Finalmente
el Gato con Botas llegó a un grandioso castillo, cuyo
dueño era un ogro, el más rico de todo el país,
ya que todas las tierras por donde el Rey había pasado
dependían de aquel castillo. El gato, que por supuesto
se había informado de quién era aquel ogro y
de lo que sabía hacer, pidió hablar con él
para presentarle sus respetos, pues no quería pasar
de largo sin haber tenido ese honor.

El
ogro lo recibió tan cortésmente como puede hacerlo
un ogro y lo invitó a descansar un rato.

-Me
han dicho -dijo el gato- que tenéis la habilidad de
poder convertiros en cualquier clase de animal, que podéis
transformaros en león o en elefante, por ejemplo.

-Es
cierto -dijo impulsivamente el ogro-, y os lo voy a demostrar
convirtiéndome ipso facto en un león.

El gato se asustó mucho de encontrarse de pronto delante
de un león y, con gran esfuerzo y dificultad, pues
sus botas no valían para andar por las tejas, se encaramó
al alero del tejado.

Viendo
luego el gato que el ogro había tomado otra vez su
aspecto normal, bajó del tejado confesando que había
pasado mucho miedo.

-También
me han asegurado -dijo el gato- que sois capaz de convertiros
en un animal de pequeño tamaño, como una rata
o un ratón, aunque debo confesaros que esto sí
que me parece del todo imposible.

-¿Imposible?
-replicó el ogro- Lo veréis.

Y
diciendo esto se transformó en un ratón que
se puso a correr por el suelo. El gato, en cuanto lo vio,
se arrojó sobre él y se lo comió.

Mientras
tanto el Rey, que pasó ante el hermoso castillo, decidió
entrar en él. Inmediatamente el gato, que había
oído el ruido de la carroza al atravesar el puente
levadizo, corrió a su encuentro y saludó al
Rey:

-Sea
bienvenido Vuestra Majestad al castillo del señor marqués
de Carabás.

-¡Pero
bueno, señor Marqués! -exclamó el Rey.
¿Este castillo también es vuestro? ¡Qué
belleza de patio! Y los edificios que lo rodean son también
magníficos. ¿Pasamos al interior?

El
marqués de Carabás tomó de la mano a
la Princesa y, siguiendo al Rey, entraron en un majestuoso
salón, donde los esperaban unos exquisitos manjares
que el ogro tenía preparados para obsequiar a unos
amigos suyos que habían de visitarlo ese mismo día,
aunque éstos no creyeron conveniente entrar al enterarse
de que el Rey se encontraba en el castillo.

El
rey, al ver tantas riquezas del Marqués de Carabás,
junto con sus buenas cualidades, y conociendo que su hija
estaba perdidamente enamorada del marqués, decidió
casar a su hija con el joven marqués, ya que a éste
también se le veía beber los vientos por la
Princesa.

La
boda se celebró inmediatamente, convirtiéndose
de este modo el hijo menor del molinero en un príncipe;
y el gato, que se quedó a vivir en el palacio junto
con su amo, devino un gran señor, que sólo corría
ya detrás de los ratones para divertirse.

Y
así, todos vivieron felices el resto de sus días.