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La casa en el horizonte
Lopez Rivera, Rafael

LA
CASA EN EL HORIZONTE

A
tan sólo unos centímetros frente a él,
una puerta metálica obstaculizaba su camino. Un giro
de muñeca en el tirador y se encontraría con
el último tramo del pasillo. Abrió la puerta
con decisión, tras ella, se encontraba el depósito
del gas licuado de la calefacción y, al lado, la salida
del recinto que daba paso al exterior.
La fuga pudo perpetrarse gracias al dinero, fruto de la estafa
realizada a las arcas del banco y, a la fácilmente,
tentadora corrupción de los funcionarios de la prisión,
faltos todos ellos de ética.
Los vigilantes habían cumplido su palabra facilitando
la huida, siendo ésta, generosamente sufragada a base
de talonario. A cambio, se comprometieron a mantener, por
unos minutos, las puertas abiertas y el sistema de alarma
desconectado.
Llegó al umbral del pasillo donde terminaba su recorrido
dentro del recinto, ahora debía aventurarse fuera.
Para evitar ser visto, quedó arrimado a la pared del
muro como si fuese una piel adherida al mismo. Inquieto, observaba
vigilante hacia ambos lados, preparándose para reaccionar
ante cualquier aparición repentina. De cualquier modo,
era necesario aguardar a que los focos, en su continuo y lento
balanceo, alumbrasen en otra dirección ofreciéndole
casi medio minuto de negra y valiosa oscuridad, cómplice
imprescindible para alejarse rápidamente del muro alcanzando
la anhelada libertad.
Aguardó durante unos instantes de tensa espera. La
blanca y concentrada luz iluminaba la franja de terreno más
próxima. Su escapada dependía del éxito
en cruzar ese pequeño trozo de campo despejado de vegetación
en el cual, no había escondrijo posible en el que ocultarse.
Transcurridos unos minutos, las sirenas anunciarían
su fuga; el tiempo era un bien preciado y limitado, no podía
desperdiciar ni un segundo en llegar a su meta. Impaciente
y con la sola compañía de su ansiedad y su miedo,
observó el lento avance del haz y cuando éste,
por fin, hubo pasado de largo, corrió, corrió
velozmente todo lo que sus piernas pudieron dar de sí,
sin detenerse, sin dudar. Mientras avanzaba, en su mente una
voz no dejaba de animarle: «Corre, más rápido,
no mires atrás, un poco más».
Fracasaría si dejaba de alcanzar la vaguada situada
al final del llano. ¡Era imprescindible!. Este accidente
del terreno lo ocultaría evitando que las luces, en
su barrido, cazaran su fantasmal figura durante la fugaz carrera.

¡Sí!. ¡Sí!. ¡Bien!. ¡Lo
consiguió a tiempo!.
Mientras, su corazón estaba a punto de salirse de su
pecho; entre jadeos, se enorgullecía victorioso mirando
hacia el muro, allá, oculto por el montículo,
asomando siquiera los ojos a media altura por temor a ser
descubierto. Sabiéndose a salvo, sonreía con
satisfacción y triunfalismo.
El resto de los pasos estaban planeados. En las cercanías,
le esperaba un colega suyo, con un coche, presto para alejarlo
definitivamente del recinto del presidio salvaguardándolo
de sus posibles perseguidores. Cambió de dirección
y, medio agachado, se dirigió a la carretera.

Al llegar al punto de encuentro no halló a nadie. ¿Dónde
está?, se preguntaba nervioso intentando descubrir
el vehículo en la oscuridad. ¡Él no le
podía fallar!. Estaba seguro que en cualquier instante
aparecerían las luces del vehículo, pero…,
¿dónde diablos se había metido?. Minuto
arriba, minuto abajo, era la hora fijada. ¿En qué
estaría pensando el conductor para no hacer parpadear
las luces?. Ésa fue la señal convenida durante
su conversación en el locutorio de visitas. No era
posible que con la hora que era, no hubiese llegado. Las instrucciones
fueron claras y, el plan, preparado en detalle. ¡Era
increíble que no estuviese aquí!.
Totalmente perplejo y decepcionado, observó lenta y
atentamente en ambos sentidos del tramo asfaltado, forzando
sus pupilas para que fuesen capaces de captar cualquier brillo,
cualquier reflejo, cualquier silueta o contorno que le indicase
que el coche estaba allí estacionado. Incapaz de vislumbrar
nada a su alrededor, prestó atención a sus oídos,
girando lentamente la cabeza, en un intento por detectar cualquier
sonido que le evidenciase la aproximación de un vehículo.
Únicamente consiguió escuchar el fuerte latido
de su corazón, acompañado rítmicamente
por su respirar rápido y fatigoso que se aceleraba,
por momentos, ante el absoluto convencimiento de encontrarse
solo y desamparado.
Se acurrucó quedando agazapado y escondido con la ayuda
de la noche, soportando una tensa espera forzosamente prolongada.
La cuneta no era un buen lugar donde permanecer por mucho
más tiempo. Era ridículo haber corrido el riesgo
de llegar hasta allí para no continuar con su huida,
no existía la posibilidad de una vuelta atrás.
De repente, comenzaron a sonar las alarmas a lo largo del
recinto penitenciario. El estridente ruido quebró la
quietud y el silencio de la noche concluyendo, de esta forma,
el periodo de gracia. Los focos interiores y exteriores se
encendieron al unísono en un derroche, tan pomposo
como innecesario, de luz.
Gente en movimiento, voces dando órdenes, luces en
rápido y continuo balanceo escrutando cada palmo del
terreno adyacente al recinto. ¡Pronto saldrían
en su persecución!.
El escandaloso despertar de sus perseguidores forzaba la necesidad
de moverse, la pregunta era hacia dónde ir. Recordaba
que desde la minúscula ventanilla de su celda, por
entre los huecos de los barrotes, observando en dirección
a la vaguada, allá, a lo lejos en el horizonte, se
podía divisar parte del tejado de una granja o casa
de campo. Sabía que yendo, más o menos, recto
desde el punto en el cual se hallaba, terminaría encontrándola.
No obstante, necesitaba orientarse bien, con garantías
suficientes de no perderse, antes de lanzarse al encuentro
de aquel lugar.
Observó atentamente la posición relativa de
la pared de las celdas y del límite de los muros. Finalmente,
con la dirección clara, comenzó a correr hacia
donde sospechaba que se encontraba la casa.
Jamás le gustaron las decisiones precipitadas de último
momento. La improvisación era un recurso propio de
ineptos; él siempre mantenía las cosas bajo
control, sin sorpresas ni sobresaltos y hoy, uno de los hitos
más significativos de toda su vida, se había
trastocado en una gran chapuza simplemente, por no considerar
un nimio detalle: la estupidez inherente en algunos seres
humanos y, en el caso de su colega, era un digno representante
de dicha cualidad.
En su avance, volvía de vez en cuando la mirada hacia
atrás, sólo para asegurarse que nadie le perseguía
y que no habían soltado a los perros de presa.
En más de una ocasión, le tocó dar de
comer a estas bestias en su propio cubil, uno separado, especialmente
construido para albergar a estos bichos que fueron adiestrados
para dar caza y matar a los presos.
Las casetas se encontraban un poco apartadas de los otros
edificios, aislados dentro de un recinto metálico vallado.
El aspecto fiero y la voracidad de estos perros le impresionaba.
Estos ejemplares, daban muestras de su agresividad con tan
sólo acercarse a ellos. Estaban especialmente entrenados
para ello. Le infundían mucho respeto y, ahora, podrían
ser soltados con el único propósito de darle
caza.
Su distancia se incrementaba paulatinamente. No se vislumbraba
rastro de sus perseguidores ni tampoco del añorado
su medio de transporte. ¿Qué habría realmente
pasado?…, tal vez, una confusión en la hora o
en el día. ¡Inexplicable!.
Llevaba unos minutos corriendo suavemente, cuando decidió
aflojar el ritmo y caminar a paso ligero durante un rato;
la situación requería ir dosificando las fuerzas,
su respiración agitada y nerviosa, no era capaz de
suministrar todo el oxígeno necesario a sus pulmones,
el cansancio y la tensión acumulada hacían mella
en su organismo.
Posiblemente, nadie sospechase que andaba deambulando desorientado
por las cercanías de la prisión. Nadie sería
tan inconsciente como para, ni siquiera, imaginárselo
y considerarlo como una posibilidad factible. Este pensamiento
le infundió un soplo de sosiego y tranquilidad.
El inesperado contratiempo de la desaparición de su
contacto, trastocaba todos sus planes. Sería en vano
cualquier esfuerzo por llegar muy lejos con el uniforme de
preso, sin dinero, sin documentación y sin medio de
locomoción. Puede que la casa le brindase la posibilidad
de aprovisionarse de todo lo necesario para su camino. Ojalá
no hubiese ocupantes morando en ella, eso facilitaría
las cosas.
El esfuerzo realizado era superior de lo que imaginó
en un principio, se sentía fatigado. La distancia,
al ser recorrida siempre resulta superior a lo que se llega
a estimar a simple vista. Nunca había supuesto nada
de esto en su plan de fuga, tampoco estaba física ni
emocionalmente preparado para llevar a cabo una larga escapada
a pie.
Miró de nuevo hacia la prisión, daba la impresión
que nadie continuaba patrullando en su búsqueda por
las inmediaciones; los funcionarios sólo examinaron
con precipitación los alrededores del recinto desapareciendo
sin más. ¡Ja, ja!. ¡Inútiles!. Nunca
se imaginarían que se encontraba tan próximo
a ellos.
Beneficiándose del resguardo que le proporcionaban
un grupo de matorrales, se sentó en el suelo eludiendo
una suave brisa helada que se había levantado. Allí,
inmóvil y sudoroso, contemplando el cielo estrellado,
sintió frío; la noche refrescaba y la ropa de
preso no era la más adecuada para abrigarle protegiéndole
de la humedad y de la bajada de temperatura.
A lo lejos, observó como se aproximaban luces de vehículos
procedentes de la cuidad y que se dirigían hacia la
prisión. A aquellas horas de la noche, sólo
podía tratarse de refuerzos. La situación iba
empeorándose por momentos. La sola visión del
convoy fue un certero y eficaz estímulo para obligarle
a incorporarse y seguir andando.
Al subir un pequeño montículo, se giró
echando una mirada a la carretera, los vehículos se
detuvieron antes de llegar a la cárcel; con sus luces
iluminaban un coche estacionado en la cuneta, a unos treinta
o cuarenta metros del punto donde él estuvo aguardando
pacientemente. Con total seguridad, era su enlace, ¿cómo
ambos habían llegado hasta tal extremo de desentendimiento,
cometiendo un fallo tan elemental de sincronismo?. ¡Era
increíble!. Por tan sólo unos cuantos metros,
no fueron capaces de encontrarse; todo, por culpa de aquel
idiota de sesos resecos. Le estaría bien empleado cualquier
cosa que le pasase, aquel muchacho poseía un queso
por cerebro.
A estas alturas, después de interrogar al trozo de
carne de su colega, sus perseguidores sabrían que él
no pudo alejarse demasiado porque carecía de transporte.
Así pues, debía apresurarse y moverse con la
mayor celeridad posible, el cerco se cerraría con rapidez
alrededor de él. ¡Comenzaba el juego!. ¡Él
era el premio de tan singular cacería!.
Supuso que, si no había cometido un error a la hora
de elegir su rumbo, la casa debía estar bien cerca,
quizás a menos de doscientos metros de allí,
pero en la oscuridad era muy difícil identificar su
contorno y estar seguro de su suposición.
Mantuvo la dirección elegida. Al poco, al costado suyo,
algo le llamó la atención, fue un simple ruido,
un leve chasquido, ¿qué fue aquello?. Se paró
en seco y escuchó atentamente los sonidos de la noche.
Fuese lo que fuese, también se detuvo. Giró
bruscamente en dirección al punto del cual provenían
los ruidos. Sus miradas se encontraron. El corazón
le dio un vuelco sobresaltándose. No podía apreciar
claramente que era, parecía un animal grande, como
un dogo, pero no se distinguían las orejas ni el rabo.
Su silueta dejaba entrever su extrema delgadez, realmente
escuálido.
No mostraba una actitud agresiva, tampoco parecía que
fuese a atacarle. Debía de ser el perro de la casa,
dedujo el hombre sin gran confianza en su suposición.
Posiblemente, ya se encontrase muy cerca de ella, aquello
podría ser un buen presagio aunque siempre cabría
la posibilidad que fuese un animal vagabundo que merodease
por aquellos parajes.
Sin prestarle más atención, prosiguió
con su marcha. Aquel animal avanzaba en paralelo a él;
no obstante, lo hacía manteniendo constantemente los
metros que les separaban a ambos.
Se movía de una forma rara, un poco peculiar, como
si tuviese algún problema en las patas traseras. El
lomo del animal quedaba extrañamente curvado hacia
dentro, creando una figura un tanto grotesca al caminar. Diría
que aquel animal, en algún momento de su vida, habría
sufrido un accidente quedándole, como secuelas, esos
problemas de locomoción tan visibles.
Anduvieron juntos por unos minutos y, al final, pudo distinguir,
a la derecha, la casa. Por suerte, giró la mirada en
el momento preciso en que ésta, iba a salir de su campo
de visión, casi la sobrepasa perdiendo definitivamente
su pista.
Se aproximaría a la vivienda sin hacer ruido, para
ello, sería prudente alejar al perro antes que éste,
se pusiese a ladrar y delatara su presencia. Se giró
hacia el animal en silencio, moviendo los brazos en forma
de aspas para espantarlo. Éste se quedó inmóvil,
mirando al hombre, sin entender nada
En el momento en que el hombre se giraba para avanzar de nuevo,
el animal volvía a seguirle manteniendo las distancias.
Adoptaba la misma actitud que las hienas cuando acosan a los
leones para robarles parte de su botín, sólo
huyen mientras les persiguen en su carrera, para inmediatamente,
volver.
En vista que los gestos no sirvieron de nada, le lanzó
seguidamente un par de piedras sin intención de darle
ni de herirle. El ruido al chocar contra el suelo ahuyentó
definitivamente al animal desistiendo en su actitud. Él
no se iba a aproximar más a aquel perro, era demasiado
grande como para no respetarlo.
Llegó hasta la casa moviéndose sigilosamente,
toda precaución era poca. Dio una vuelta alrededor
de la vivienda con la esperanza de encontrar algún
tendedero con ropa secándose. Fue en vano, no había
nada colgado, esto sólo ocurría en las películas.

El coche que halló, estaba cerrado con llave. Al menos,
el reconocimiento le sirvió para descubrir una puerta
trasera que permitía entrar en la cocina directamente
desde el exterior. Fue hacia ella con el firme propósito
de forzarla; para su mayor sorpresa, la llave no estaba echada,
con un simple giro del pomo, la puerta se abrió.
Entró a tientas, aunque sus pupilas, tras llevar toda
la noche a oscuras, eran capaces de distinguir los contornos
de los muebles y enseres.
Abrió el refrigerador en busca de algún que
otro alimento, debía aprovisionarse para el siguiente
día. Destapó una lata de cerveza fresca, bebiendo
un largo y continuado trago. Estaba sediento, la caminata
y la ansiedad le habían secado la boca. Dejó
la portezuela del refrigerador abierta a fin de iluminar tenuemente
la cocina con su luz interior, facilitándole la localización
de las cosas. Una bolsa de plástico, pan, queso, una
botella de agua y un cuchillo, liviano equipaje.
Encontró ropa amontonada, se acercó a ella y
la olió… ¡Estupendo!. Despedía un
fresco olor a detergente, olor a limpio y estaba seca. Posiblemente,
fuese un montón pendiente de planchar. Tomaría
algo para abrigarse y, más adelante, cuando amaneciese,
se desharía del llamativo traje de presidiario.
No buscaría más. No correría el riesgo
de ir mirando, sin sentido, por el interior de la vivienda,
para hurgar en los armarios y despertar, con ruidos innecesarios,
a los durmientes y confiados moradores.
Habiéndose apropiado de la necesaria comida y de ropa,
llegó el momento de abandonar el lugar en silencio.
¡Tlank! ¡Clank!. ¡Maldita lata!.
La lata de cerveza armó un gran estruendo al caer al
suelo.
El preso quedó inmóvil, con los oídos
atentos a cualquier posible ruido procedente del resto de
la casa. ¿Le habría escuchado alguien?. Ojalá
nadie le hubiese oído, no quería problemas.
¡Ya se iba!. Él sólo quería marcharse
de allí, sin ningún inoportuno encuentro, sin
ningún tropiezo.
Se escuchó un tenue clic-clic, débiles rayos
de luz procedentes de otra habitación le pusieron en
guardia, alguien se aproximaba. Se escondió como pudo.
Quería evitar el enfrentamiento a toda costa, no estaba
allí para hacerle daño a nadie; nunca fue valiente,
sólo era un estafador que había dado un buen
golpe en una cuenta suculenta. Su mala fortuna le arrastró
al presidio, privándole de la libertad para disfrutar
de su botín y nada más. Su carrera delictiva
se limitaba únicamente a eso, no poseía más
méritos como delincuente y, por principios éticos,
estaba reñido con la violencia.
Por favor, Dios, haz que se vuelva a la cama, suplicaba humildemente
el preso desde su rincón. Cerró los ojos en
un intento por desvanecer la situación, por evaporarse
de allí. No fue así, continuaron los ruidos,
cada vez más próximos, evidenciándole
el avance de alguien, que mejor sería que no estuviese
allí, de alguien, que se iba a jugar el tipo por defender
una camisa, un pantalón, un trozo de pan y otro de
queso. Dios, haz que se vuelva a la cama, imploró desde
su rincón.
De repente, la puerta se abrió y la luz de la cocina
se encendió de golpe poniéndole totalmente en
evidencia. Se perdió cualquier escondrijo posible,
sólo existía una posibilidad, huir.
Echó a correr destartaladamente, pero tropezó
con torpeza con la pata de la mesa. Aterrizó estrepitosamente
con sus huesos en el suelo. El contenido de la bolsa de plástico
se desparramó por el suelo.
Caído como estaba, sólo acertó a distinguir
un pantalón de pijama blanco con finas líneas
rectas de color verde oliva y unas zapatillas de hombre de
color azul con un escudo raro bordado en el empeine. Inmediatamente,
comenzó a sentir el dolor de los golpes que le propinaba
su agresor en las piernas y la espalda, arremetía contra
él con furia provisto de un palo grueso o un bate.
A la vez, le profería insultos a gritos.
Intentaba protegerse, pero era en vano. Como respuesta al
ataque y en un acto reflejo, el preso agarró el cuchillo
que había caído muy cerca de su rostro y, de
un certero giro, lo clavó en el gemelo de aquel hombre.
El habitante de la casa gritó desgarradamente a causa
del punzante dolor en su pierna e, instintivamente, se retiró
hacia otras estancias de la vivienda, proporcionando un momento
de respiro al prófugo.
El preso consiguió incorporarse torpemente. Le dolía
mucho un tobillo, posiblemente, se lo torció cuando
cayó. Además, la caída también
le produjo un profundo corte en la ceja que no paraba de sangrar
copiosamente.
Utilizó la camisa para presionar sobre la brecha abierta
e intentar que parase la hemorragia. El pie lastimado no podía
ser apoyado por completo en el suelo, lo que le impedía
correr, pero esto no fue óbice para emprender una dolorosa
y desesperada huida antes que su atacante volviese de nuevo.
Él no quería hacer daño a nadie, pero
en la vida, hay momentos en que las cosas más simples
se convierten en dilemas de supervivencia; éste había
sido uno de esos casos y, puestos a escoger, no había
duda en la elección.
Quería correr pero no podía, cojeaba penosamente
por culpa de aquel maldito encuentro. Salió al exterior,
anduvo unos diez o quince metros cuando alguien, a su espalda,
le gritó que se detuviese bajo la amenaza de dispararle.
Así lo hizo, se detuvo y giró lentamente, intentando
no poner nervioso a su atacante. Cuando lo tuvo en su campo
de visión, pudo comprobar que era la misma persona
con la que se encontró en la casa. La pierna le sangraba
copiosamente y no parecía que mintiese acerca de su
advertencia. Éste poseía una escopeta de caza
entre sus manos y apuntaba directamente hacia él.
El preso en su miedo, no albergaba la intención de
realizar ningún movimiento extraño para inquietar
a aquel hombre porque, con toda seguridad, lo pagaría
caro. Aquel individuo tenía miedo también, se
podía apreciar en su rostro y en sus ojos, sólo
estaba esperando poseer una excusa, un motivo, para accionar
el gatillo y abatirlo sin remordimientos de conciencia.
En ese momento, como surgido del manto negro de la noche,
una sombra saltó desde la oscuridad abalanzándose
sobre el hombre armado. El fuerte impacto lo derribó
y el arma realizó un disparo al aire. Comenzó
entonces una lucha encarnizada entre el hombre y aquel ser.
Oportuno instante de confusión que fue aprovechado
por el preso para huir del lugar.
El sonido del disparo habría alertado a todos sus perseguidores,
sus esperanzas de éxito prácticamente se desvanecieron
casi por completo.
Transcurrieron las horas de la noche, caminaba sin caminar,
sin ánimo, sin esperanzas, dolorido físicamente
y con una brecha de la cual, no paraba de manar sangre. Le
invadía el triste convencimiento que antes o después
sería capturado, había fracasado. Cansado, desmoralizado,
lleno de decepción y pesimismo continuaba su particular
aventura, más por inercia que por convencimiento.
No supo cuando, ni a santo de qué, se detuvo, quedándose
reclinado en una pequeña agrupación rocosa.
Después, tras permanecer inmóvil por un rato,
se sintió sin ganas de continuar. El dolor de la ceja
se convirtió en algo más que molesto, sentía
como las fuerzas se le marchaban acompañando a los
vahos de vapor que despedía en su aliento.
Agotado y sin voluntad de continuar, se sentó en el
suelo apoyando la espalda contra la dura y fría roca,
reclinó suavemente la cabeza mirando la luna y las
estrellas. El frío lamió suavemente su rostro;
se estaba desvaneciendo, se sintió ir, no quiso resistirse,
no poseía fuerzas para más.
Un brusco movimiento lo sacó de su inconsciencia. Acabó
tumbado boca abajo en el suelo. Era de día, muy temprano,
acababa de amanecer, apenas si era capaz de abrir los ojos.
Con forzados gestos, le pusieron las manos en la espalda y
le inmovilizaron colocándole unas esposas.
La noche pasada, quedó inconsciente y perdió
la noción del tiempo que permaneció en ese estado,
lo que era evidente es que, éste, fue el suficiente
como para darles a sus perseguidores la oportunidad de capturarlo.
Su detención fue celebrada con gran jubilo y regocijo
por parte de los componentes de la patrulla.
Lo realmente extraño en todo aquello, era que le colocasen
una capucha negra sobre la cabeza impidiéndole la visión.
No era la cosa para tanto, sólo era un cansado y abatido
hombre que había intentado encontrar su libertad acompañado,
en todo momento, por la mala suerte. Es de suponer, que no
querrían correr el riesgo de una nueva huida. Por lo
demás, se sentían muy orgullosos de su captura
y, así, lo hicieron saber por la emisora de la radio
durante todo el trayecto de vuelta, vanagloriándose
y felicitándose por ello. Hasta pudo escuchar que hablaban
con un periodista y se hacían fotos junto a él,
como si se tratase de un trofeo de caza.
Nada más llegar a la prisión, lo introdujeron
encapuchado en una celda sin compañía alguna.
No le quitaron las esposas, era de suponer que aquello representaba
algún tipo de castigo por intentar la fuga y haberles
hecho, pasar a todos, ellos una mala noche en vela.
Protestó, gritó y maldijo todo lo que quiso,
pero nadie le escuchó. A él no le preocupaba
mucho el trato, aunque le hubiese gustado que el doctor le
diese un vistazo a la ceja. Corría peligro de infección,
el dolor se estaba generalizando por toda la frente, si no
limpiaban pronto el corte y aplicaban un punto de sutura,
le quedaría una fea y antiestética cicatriz.

En las manos se le estaban produciendo hormigueos por la falta
de riego sanguíneo, las esposas fueron colocadas demasiado
fuerte y el permanecer con los brazos atrás, en la
espalda, no ayudaba a que la sangre llegase hasta la punta
de los dedos.
Permaneció en esta incómoda situación
durante una hora, hasta que finalmente llegaron de nuevo los
vigilantes, pero para él, aquello había durado
una eternidad. Esta apreciación personal fue generada
por la claustrofobia y ahogo causado por la capucha, además
de la impotencia que generaba la inmovilidad de sus brazos.

Le libraron de este castigo permitiéndole la visión
y sustituyendo las esposas por un juego de grilletes para
los pies y las manos. A continuación, le escoltaron
hasta la enfermería para hacerle una cura rápida.
Él en sí, no se encontraba bien de salud. Tenía
el cuerpo algo descompuesto tras la noche sin dormir y la
tortuosa detención.
Después de dispensarle la atención médica
necesaria, le guiaron hasta una nevera que era como vulgarmente
se denominaban a las celdas de aislamiento. Éstas,
normalmente, eran utilizadas como celdas de castigo para los
presos más rebeldes.
Le quitaron los grilletes y lo dejaron sólo en aquel
minúsculo habitáculo, sin posibilidad de entablar
conversación con nadie. Así continuó,
día tras día, con el único privilegio
del disfrute de un soplo de aire fresco que le proporcionaba
el paseíllo diario, de veinte minutos, por el pequeño
patio interior. Tenía por únicas compañías
al cielo, a las nubes pasajeras y al vigilante que, en la
parte alta del muro, cumplía su cometido observándole
sin quitarle la vista de encima.
Pasó en solitario el mes de encierro especial. Se incorporó
al recinto con los demás reclusos. Le destinaron al
pabellón de criminales peligrosos. Era de esperar,
aquí había mucha más vigilancia que en
los corredores normales, las celdas eran individuales, pero
inevitablemente los vecinos eran mucho más conflictivos.
Cuando llegó a la celda, le entregaron el correo atrasado.
Había una carta con el membrete oficial del colegio
de abogados, en ella, se le comunicaba que se había
asignado un abogado de oficio para su caso, el cual, permanecía
pendiente de fecha para la vista preliminar. Quedó
francamente extrañado por el contenido del escrito
porque la vista preliminar de su caso, fue realizada en su
día, ya se sabía, la Administración de
Justicia, a parte de ser lenta, era penosa.
Su fuga le acarreó la desconfianza extrema de sus carceleros
y el respeto de los compañeros. Los otros presos no
le trataban como a un ladronzuelo de guante blanco, no como
a un don nadie; eran amables y hasta complacientes con él.

Un colega le proporcionó un periódico fechado
el día siguiente a su fuga. Contenía un artículo
que hablaba en detalle de su aventura e incluía fotos.

Después de cenar, se retiró a su celda a leer
el artículo, disponía de una hora y media antes
de que fuese la hora de apagar las luces. Abrió el
periódico y comenzó a leer despacio, no podía
creer lo que escribieron sobre él, «El carnicero
naranja» en clara alusión al color llamativo de
la ropa de presidiario.
Era increíble las mentiras que se contaban sobre él,
inverosímil todo lo relatado. No era cierto nada…
Ahora entendía muchas de las cosas que le habían
ocurrido hasta ese momento desde que volvió: el respeto
de los otros presos, el cambio de pabellón, la comunicación
de una vista preliminar, pero…, ¿cómo decir
que él no hizo nada de aquello en la casa?. ¿Para
qué proclamar su inocencia?.
Nadie le creería y, lo que era peor, nadie tendría
interés en creer lo contrario. Según el artículo,
quien hizo aquella salvajada fue él, no había
lugar a dudas, las pruebas así lo evidenciaban. Un
baño de sangre y muerte, vidas truncadas, imágenes
terroríficas, salvajismo, sangre por doquier.
La excitación y la indignación, hicieron que
la sangre fluyera hasta su rostro y se sofocara. Necesitaba
una bocanada de aire fresco para aliviarse y que nadie le
viese llorar…, llorar de rabia, llorar de desesperación,
llorar de injusticia.
Asomó el rostro por entre los barrotes de la ventana
y miró desconsolado a la negra noche. Si las lágrimas
se lo hubiesen permitido, habría podido apreciar que,
allí, en mitad de la oscuridad, contemplándole
en silencio, había dos ojos observándole con
aire de agradecimiento por haber sido su amigo, por caminar
junto a él, por haberle enseñado el olor a sangre
y lo sabrosa que sabe la carne de estos seres.
Todas las noches, aquel ser salía de su cueva e iba
allí, junto al muro a olerlo, a sentirlo cerca, a esperar
que saliese de nuevo para que le ofreciese un suculento manjar.
Cuando el animal se cansaba de esperar, se marchaba en busca
de otra comida. Nunca encontró algo que fuese tan sabroso
como lo que le mostró su amigo.
Así pues, cuando se hartaba de esperarle, se conformaba
con los restos comestibles que podía extraer de los
contenedores de basura de aquel lugar.
Sin embargo, al animal se le hacía la boca agua pensando
en tanta y tanta comida, allí encerrada, tras aquellos
muros que le impedían el paso, pero…, él
era feliz, no perdería fácilmente la esperanza.
Mientras pudiese husmear en el aire a su amigo, no abandonaría
la ilusión de volver a caminar por el campo, junto
a su compañero humano e ir de caza como lo hicieron
aquella noche en que se conocieron.

Autor
: Rafael López Rivera